Si quienes leen estas líneas nacieron después del 26 de septiembre de 1983, todo lo que han vivido desde entonces podría no haber ocurrido nunca. No, no hablamos de ladrillos golpeando en nuestras cabezas ni de accidentes de tráfico. Ni tan siquiera de muertes que romperían los 'tops' del premio Darwin.
Hablamos de armas nucleares y del teniente coronel soviético Stanislav Petrov que, según sus propias palabras, no hizo nada extraordinario aquel día, limitándose a cumplir bien con su trabajo, pero que, en realidad, evitó una posible guerra nuclear entre la URSS y EE.UU. y que, aun a riesgo de ganarse una buena reprimenda de su propios jefes, dio al mundo una nueva oportunidad. Si la humanidad está desperdiciando o no esta oportunidad, eso ya es otra cuestión. Lo importante es que seguimos aquí. Gracias a él y a su habilidad para cuestionar la infalibilidad de las máquinas más avanzadas.
Un hombre del pueblo
Nuestro héroe, que, por cierto, se convirtió en los años 90 en una suerte de celebridad en Occidente, después de que su hazaña pasara años inadvertida en su propia patria, nació días después del inicio de la Segunda Guerra Mundial, el 7 de septiembre de 1939, en el Lejano Oriente soviético. Su infancia estuvo marcada por constantes traslados, lo que tenía una explicación, ya que el padre de la familia —Evgraf se llamaba— era militar. De hecho, el futuro ingeniero aseguraría después en entrevistas que siempre supo que su vocación estaba predestinada.
Estudios, estudios y más estudios. Con sudor, lágrimas, desesperación y suerte, sin enchufes ni nepotismo, nuestro héroe logró un puesto de oficial en el centro de mando del sistema de alerta temprana. En 1972, Petrov se graduó en la Escuela Superior de Radioingeniería de Kiev. Como su especialidad era la de técnico militar con elementos de programación, lo prepararon para operar naves espaciales.
"Sabía que trabajaría con aparatos espaciales y me sentía orgulloso. Pero estos sentimientos se esfumaron rápidamente, era un trabajo muy duro. Una persona normal duerme por la noche y trabaja por el día, pero nuestro tiempo no se dividía en días y noches, porque el satélite estaba en constante movimiento. Era difícil, andábamos como sonámbulos todo el tiempo", recordaba.
Pese a estos trastornos, manejar fragmentos de metal en el espacio era para el joven programador Petrov un sueño hecho realidad. "Hacer que el aparato cósmico funcione a 45.000 o 46.000 kilómetros de distancia era muy difícil. Teníamos que cuidarlo como si fuera un bebé. Había veces que ni dormíamos, ni comíamos", describía su trabajo el militar.
Los impacientes tendrán razón en protestar: ¡Venga! ¡No demores más la historia! Pues bien, en resumidas cuentas, esto fue lo que pasó la noche del 25 al 26 septiembre de 1983: Stanislav Petrov, teniente coronel de las Fuerzas de Defensa Aeroespacial de la URSS, evitó un apocalipsis nuclear cuando se encontraba de guardia en el centro de mando del sistema de alerta temprana, ubicado en el búnker de la ciudad cerrada Sérpujov-15 (al sur de Moscú). ¿Cómo lo hizo? Básicamente, Petrov consideró que los indicios del sistema de vigilancia por satélite que alertaban del lanzamiento de varios misiles balísticos desde EE.UU. eran falsos. Fin de la historia.
Aprovechando que aún no se ha estrenado una serie de Netflix sobre este suceso, que pudo tener consecuencias dramáticas, nos centramos en el factor humano de la historia, pero sin olvidarnos del contexto, sin el cual no es posible captar la trascendencia del 'percance', que pasó a ser conocido como el incidente del equinoccio de otoño de 1983.
Nerviosismo permanente
Cuando el sistema de satélites Oko, diseñado para detectar el lanzamiento de misiles balísticos intercontinentales, se puso en marcha en 1982, la Guerra Fría entre Washington y Moscú estaba en su apogeo. Los tiempos de relativa distensión que siguieron a la crisis de los misiles en Cuba de 1962 se habían desvanecido. El engranaje de la guerra armamentística giraba más y más rápido, por lo que la fricción político-militar era máxima.
Los dos centros de aquella contienda geopolítica sabían a la perfección que, en caso de conflicto nuclear, se activaría la llamada doctrina de la destrucción mutua asegurada, según la cual ambos bandos resultarían completamente aniquilados. Tramar intrigas y poner gobiernos títeres, blandir armas en forma de constantes ejercicios, librar guerras subsidiarias, producir misiles y cohetes cada vez más potentes y luego desplegarlos en lugares sensibles, tensando los nervios de su adversario, era parte inherente de aquel espectáculo en el que los dos protagonistas a veces evitaban lo peor en el último momento, dando por finalizada una nueva curva sinusoidal de tensión.
El presidente estadounidense Ronald Reagan y el líder soviético Yuri Andrópov gobernaban aquel mundo dividido. Un republicano contra un exjefe del Comité de Seguridad de Estado, más conocido como KGB.
Aún faltaban algunos años para que el planeta pudiera respirar con alivio, pues la 'mancha' de Mijaíl Gorbachov, que llegó al poder en 1985 —con su 'perestroika', su 'glasnost' y el desarme nuclear en la cabeza— no se vislumbraba aún en el horizonte. Las tropas soviéticas seguían en Afganistán, mientras que Reagan redoblaba su cruzada contra "el imperio del mal", como llamó a la URSS en su discurso del 8 de marzo de 1983. Días después, el presidente estadounidense anunció la iniciativa de defensa estratégica, un ambicioso proyecto para construir un sistema de defensa antimisiles con armas espaciales. Debido a su carácter poco realista y a que la iniciativa atentaba contra la doctrina de la destrucción mutua asegurada, fue bautizada por la prensa como 'Star Wars', por analogía con la saga cinematográfica, muy de moda en aquellos primeros años 80.
Sin embargo, los soviéticos también contaban en su arsenal con algo para responder. Se trataba del sistema Perímetr, más conocido en inglés como 'Dead Hand' o 'Mano Muerta', y que fue diseñado para asegurar un contraataque nuclear de respuesta automática si los centros de mando quedaban destruidos. Es decir, garantizaba que, en cualquier caso, habría una represalia que una computadora iniciaría sola.
Derribo del Boeing 747 surcoreano
Entre constantes provocaciones y cruces de acusaciones, el año 1983 pareció de repente ir rumbo a una catástrofe. Era predecible y al menos así nos lo parece desde el presente. Hablamos de la catástrofe del Boeing 747 surcoreano ocurrida el 1 de septiembre de aquel año.
Aquel avión, con 269 personas a bordo, se desvió ampliamente de su rumbo, entrando sin permiso en el espacio aéreo soviético. Para colmo, en los días previos circulaban por la zona aviones espías estadounidenses RC-135. El día de la catástrofe no fue una excepción. Tras detectar el avión en el radar, el comando de la fuerza antiaérea soviética mandó un interceptor Su-15 que se aproximó a la aeronave. El piloto Guenadi Osipóvich vio luces intermitentes y lo comunicó a tierra, que ignoró el mensaje. Luego, hizo varios disparos de advertencia, aunque sin balas trazadoras, por lo que la tripulación del Boeing no vio nada. Fue entonces cuando llegó la orden de derribar el blanco. Osipóvich no dudó en cumplirla.
Todo lo que siguió a aquella tragedia, como el repudio a la URSS, las disculpas oficiales que años después expresaría Moscú o los entresijos que condujeron al derribo, se aleja del núcleo de la historia que nos ocupa. Pero sin este episodio, uno de los más tensos de la Guerra Fría, no se entiende el clima en el que Stanislav Petrov se dirigió a su puesto trabajo el 25 de septiembre para relevar en el centro de mando a un oficial. Aquella noche ni siquiera se encontraba haciendo su turno. Estaba allí por pura casualidad.
Informar a tiempo
Básicamente, la tarea de Petrov consistía en informar a los escalafones superiores del poder sobre el inicio de un ataque nuclear estadounidense. Como cada segundo podía resultar decisivo, los radares terrestres que detectaban misiles 10 minutos antes de que impactaran en sus blancos no eran suficientes. No es que la URSS no tuviera tiempo para responder. El objetivo pasaba por detectar el lanzamiento ya en los primeros segundos para ganar tiempo a la hora de tomar una decisión y reaccionar.
Para ello, en 1982 empezó a funcionar el componente espacial del sistema de alerta temprana. El propio Petrov participó en la elaboración y el despliegue de programas para el sistema Oko, que al principio no estaba exento de defectos, pues se puso en órbita precipitadamente, en medio del deseo de 'igualar el marcador' con Washington, que poseía ya un sistema similar. En general, el esquema de funcionamiento era el siguiente: los sensores de los satélites registraban la radiación infrarroja que generaba el motor de un misil y a continuación los datos recabados se procesaban en computadoras terrestres. Dado que un satélite se hallaba en una posición favorable para detectar lanzamientos desde bases estadounidenses durante unas 8 horas al día, se necesitaban tres satélites para cubrir las 24 horas.
Petrov no observaba el funcionamiento de satélites de forma constante, sino que estaba a cargo de algoritmos de la computadora que recibía las señales de los satélites. Sin embargo, a veces le tocaba hacer guardia para ver de primera mano el funcionamiento práctico del sistema en su conjunto y rastrear posibles lanzamientos de misiles.
Intuición humana vs. computadoras
Los reportes periodísticos que describen aquel turno de Petrov señalan que las sirenas empezaron a sonar poco después de medianoche. "Fue como una bola de nieve. Cero horas y quince minutos en el reloj electrónico. De repente, la sirena comienza a sonar, las letras 'Start!' ['Zapusk', en ruso] parpadean en grandes caracteres de color rojo sangre. Me levanté de detrás del mostrador y me dolió el corazón. Vi que la gente estaba confusa. Los operadores volvían la cabeza, se levantaban de sus asientos, todos mirándome a mí. Francamente, estaba asustado", relataría años después.
"Estaba nervioso, me temblaban las piernas", recordaba. "Me parecía que mi cabeza se convertía en una computadora: constelaciones de datos que no formaban un conjunto. Llamé a la jefatura dos minutos después y le dije que la alarma era falsa por un error del sistema", reconstruía Petrov aquellos instantes.
En la pantalla de alerta, aparecían datos que indicaban un lanzamiento de cinco misiles. Y fue precisamente entonces cuando el ingeniero soviético activó su lógica. "Sabía que en EE.UU. había miles de misiles de guardia, Minuteman II y Minuteman III. Habían sido lanzados cinco. Si EE.UU. quisiera desencadenar una guerra contra nosotros, claro que no se limitaría a lanzar cinco misiles", razonó el oficial.
Los 18 minutos posteriores a la detección fueron los más convulsos. Si el teniente coronel Petrov erraba, su desacierto se descubriría una vez que los radares terrestres registraran la presencia de misiles. Aunque esto nunca ocurrió, el oficial de guardia sí titubeó. Porque no era una máquina de metal con algoritmos programados. Era humano. Se trata de un oficial del llamado 'imperio del mal' que podría haber desencadenado una reacción irreversible, pero no lo hizo.
En medio de la tensión del momento, había razones para creer que el sistema había mostrado los datos correctamente. Petrov apuntaría después en sus entrevistas que el sistema otorgó el nivel máximo de validez a la información entrante. Y aquí hay que aclarar otro detalle: los satélites también estaban dotados de cámaras que permitían efectuar un monitoreo visual.
En comparación con las de nuestros días, podemos decir que aquellas cámaras eran primitivas, por lo que las imágenes eran imprecisas. Por si fuera poco, en el momento de la detección, la zona donde se ubicaban los silos de lanzamiento estaba en el terminador, es decir, en la línea de separación entre el día y la noche.
Los oficiales de monitoreo visual no observaban nada que pudiera indicar un posible lanzamiento, lo que aportó cierta seguridad al razonamiento de Petrov en aquel momento decisivo, si bien entendía perfectamente que él era la fuente original de la información, por lo que nadie objetaría su dictamen. Acordar y cumplir la orden habría sido más fácil.
"Me permití no confiar en el sistema"
Parece que la explicación de la decisión correcta que tomó Petrov aquella noche tiene otra dimensión. Él siempre decía que cumplía con su deber, que era su trabajo y que no se consideraba ningún héroe. Algunos atribuyeron todo a la intuición y puede que esta cumpliera algún papel, pero hay algo más: Stanislav Petrov era ingeniero militar y la primera de estas dos palabras resultó clave.
"Nuestros oficiales de guardia operativos tenían títulos superiores de comando militar. Sabían dictar órdenes y cumplirlas. Pero yo soy ingeniero, analítico y hay una gran diferencia entre nosotros", decía el técnico.
"Me había aprendido todos los programas y los conocía mucho mejor que el ordenador. Un ordenador nunca puede ser más inteligente que el hombre que lo creó. Al fin y al cabo, un ordenador lo resuelve todo matemáticamente, pero un ser humano sigue teniendo algo impredecible en su interior. Y yo también tenía ese sentimiento impredecible. Por eso me permití no confiar en el sistema, porque soy un ser humano, no un ordenador", razonaba.
A la inusual reacción del oficial de guardia soviético es a lo que prestan atención los propios expertos occidentales. Bruce Blair, especialista en temas de seguridad nuclear y exoficial de mando en un centro de lanzamiento de misiles balísticos estadounidenses Minuteman, escribía en septiembre de 2017 que, tras saltar las alarmas, los operadores, incluido Petrov, fueron presa de pánico e incluso de la parálisis. Sin embargo, Stanislav pudo responder de forma atípica, porque no le dominaba la cultura de combate y no percibía la evaluación computarizada como peritaje final e indiscutible.
"EE.UU. tuvo suerte de que la persona sentada en el banquillo aquella noche fuera Petrov, un científico escéptico y reflexivo que conocía y tenía experiencia con la nueva red de satélites y su equipo de procesamiento informático. Fue una suerte nada frecuente, pero pone de manifiesto la necesidad de mantener informadas a las personas reflexivas, reconociendo, no obstante, que incluso las personas inteligentes y racionales pueden dejarse llevar por el pánico o seguir ciegamente las listas de comprobación", apuntaba Blair en su artículo.
Y ahora surge otra pregunta: ¿por qué falló el sistema? Una comisión estatal específica intentó dar con la respuesta tras el incidente. El propio Petrov aclaraba que el satélite dio datos erróneos debido a una rara alineación del Sol: sus rayos se reflejaron en unas nubes a una gran altitud, de tal forma que iluminaban el sistema. Para explicar y dar un ejemplo cotidiano, el ingeniero siempre aludía al juego infantil en el que se usa un espejo para reflejar los rayos en los ojos del otro.
Humildad
Petrov no corrió la misma suerte que el minero plusmarquista soviético Alexéi Stajánov, convertido en un mito en los años treinta, en medio del intento de las autoridades de incentivar al proletariado a sobrecumplir los planes quinquenales. Es decir, a Stanislav no le colgaron medallas ni le entregaron premios. Más allá del agradecimiento inicial, no hubo nada. La comisión estatal que trabajó varios días en el búnker y no pudo dar con la causa de la falsa alarma no encontró mejor manera de darle las gracias a Petrov que convertirlo en chivo expiatorio.
El general Yuri Vótintsev, jefe de las fuerzas de la defensa soviética antimisiles de aquel entonces, elogió a Petrov en un primer momento, prometiéndole ascensos, pero luego reprendió su actuación por una razón muy soviética. Y es que Petrov, como cualquier oficial de guardia, tenía un diario militar en el que debía anotar las órdenes dictadas y recibidas. En medio de aquella emergencia, en la taquicárdica noche del 26 de septiembre, era obvio que el ingeniero no tuvo tiempo para cumplir con esta formalidad, por lo que en el diario había espacios en blanco. Una razón ideal para amonestar al hombre que —sin exagerar— acababa de salvar al planeta.
Petrov se retiró del Ejército en 1984 y empezó a trabajar en un instituto como ingeniero. Aunque seguramente guardaba cierto rencor hacia aquellos que no valoraron en su justa medida su capacidad reflexiva, nunca vinculó el final de su carrera militar con la ingratitud de sus superiores.
En los diez años que siguieron al incidente del equinoccio, nadie, ni siquiera la esposa de Stanislav, que padecía una enfermedad desde hacía largo tiempo, supo lo ocurrido aquella noche. La cortina de humo empezó a disiparse tras la caída de la URSS. Primero lo entrevistó un periodista ruso en 1993 y, poco después, el mismo Yuri Vótintsev, aquel general que reprobó a Petrov por sus omisiones en el diario, encomió a Petrov, poniendo al descubierto los acontecimientos del incidente. Las siguientes frases dan a entender que a Vótintsev le remordía la conciencia:
"No es difícil imaginar a qué tipo de decisión podrían haberse enfrentado los dirigentes del país. Afortunadamente, en aquel momento, las funciones del oficial de guardia operativo en el puesto de mando eran desempeñadas por un auténtico profesional, el jefe adjunto del departamento de algoritmos y programas de combate, el teniente coronel e ingeniero Stanislav Petrov", reconocía el exgeneral. Más vale tarde que nunca.
Estrella mundial
Pero el camino hacia el estrellato, y aquí aclaramos que esa condición la alcanzaría sobre todo en Occidente, empezó cinco años después, a raíz de una publicación en la prensa alemana que lo caracterizaba como empobrecido y triste. Un empresario llamado Karl Schumaher, que creció bajo el constante temor a una guerra nuclear real, leyó el artículo y se impuso la misión de dar con Petrov, algo que hizo prácticamente a ciegas. No acordó una reunión con él ni le avisó con antelación. Simplemente, se plantó en la ciudad de Fryazino, en la provincia de Moscú, llamó a su puerta y encontró a aquel héroe "triste y empobrecido" al que quería darle las gracias.
Pese al carácter introvertido de Petrov, los dos hombres encontraron un lenguaje común, aunque apenas hablaron de incidente de 1983. Tras esta visita, Petrov viajó a Alemania. Allí Shumaher lo presentó como una celebridad, pero también le dio la oportunidad de conocer de primera mano el mundo occidental, algo inimaginable para un militar en los tiempos de la URSS. Aunque lo principal fue la campaña mediática que protagonizó Shumaher en los medios de comunicación para que más personas pudieran conocer la hazaña de Stanislav.
De ahí en adelante su nombre empezó a aparecer en la prensa del antiguo enemigo y, con el paso de los años, parece que Petrov fue acostumbrándose a su nuevo rol de 'supermán' en Occidente. Aunque no siempre era un personaje ideal: a veces explotaba y ahuyentaba a los periodistas con insultos y peleas.
A principios de los años 2000 y hasta su muerte en 2017, el nombre del ingeniero aparecía de vez en cuando en los titulares mediáticos. En 2014, y después de diez años de grabaciones, se estrenó una película semidocumental sobre la vida de Petrov. Durante el rodaje, el héroe, que con el paso del tiempo se había cansado de las constantes preguntas sobre si se considera el salvador del mundo, pudo conocer de cerca a la superpotencia rival: recorrió EE.UU. de costa a costa, mantuvo encuentros con Kevin Costner, Robert De Niro, Matt Damon y otras celebridades de Hollywood. Este y otros intercambios y pasatiempos en tierras lejanas le permitieron abrir su horizonte cultural, pero también libraron a Petrov de sus prejuicios hacia el que, como le habían inculcado, era el potencial enemigo.
Como corresponde a un verdadero héroe, Petrov, además de ser inmortalizado en la pantalla, recibió muchos premios por haber sabido evitar una guerra nuclear. Pese al riesgo de que suene banal, debemos repetirlo otra vez: al desechar aquella alerta, aquel ingeniero soviético le hizo un regalo a la humanidad.
Tal vez, uno de los episodios más conmovedores de aquella ola de agradecimientos fueron las cartas que recibía Petrov desde todos los rincones del planeta. Muchos ni siquiera ponían en el sobre la dirección completa del oficial, pero lo importante era que estos mensajes llegaban al destinatario. Algunos incluso colocaban billetes de 5, 10 ó 20 dólares u otras divisas, si bien temían colocar más por si eran robados. La suma y el valor de estas propinas no importaba tanto, como la sensación de que los remitentes se sentían en deuda con Stanislav.
Stanislav Evgráfovich Petrov falleció en mayo de 2017, pero el mundo se enteró solo unos meses después. No lo enterraron con honores, no declararon luto nacional de varios días, no hubo discursos oficiales ni obituarios. El propio Karl Shumaher supo que su amigo había muerto cuando lo llamó a su casa en septiembre para felicitarlo por su cumpleaños y descolgó el teléfono su hijo.
Sin embargo, el ingeniero militar soviético Stanislav Petrov no necesitaba ninguna de esas atenciones a título póstumo. La noche del 25 al 26 de septiembre de 1983 él no hizo nada extraordinario. Simplemente hizo bien su trabajo. Sí, claro que no faltaron dosis de pánico y de adrenalina, pero lo esencial fue y siempre será el resultado: que Stanislav Petrov salvó aquella noche al mundo.
Si quieren conocer más historias de este tipo, pueden escucharlas en el podcast 'Huellas Rusas', disponible en la mayoría de las plataformas correspondientes.
Timur Medzhídov