Cuando el cielo de la Segunda Guerra Mundial se llenó de bombarderos, la precisión desde gran altitud fallaba y cada error multiplicaba víctimas y costos; el problema exigía ingenio, no más explosivos. En ese contexto, un psicólogo conductista imaginó guiar una bomba planeadora con aves entrenadas mientras Estados Unidos buscaba soluciones electrónicas y aerodinámicas para llevar una ojiva hasta blancos marítimos y costeros con autopilotos y servomandos, lejos del fuego enemigo.
Ese cruce entre ciencia del comportamiento animal y sistemas de control abrió una historia tan improbable como rigurosa, nacida de laboratorios, túneles de viento y salas donde se filmaban demostraciones para convencer a los oficiales escépticos.
'Project Pigeon'
En 1943, Burrhus Frederic Skinner presentó su 'Project Pigeon' (Proyecto Paloma) ante el Comité de Investigación de la Defensa Nacional de EE.UU. (NDRC, por sus siglas en inglés) y obtuvo 25.000 dólares para comenzar, una suma que permitía fabricar prototipos, diseñar consolas y reclutar un pequeño equipo con destrezas mecánicas y de adiestramiento animal.
No se trataba de un truco de feria: la propuesta integraba óptica, sensores y un lazo de retroalimentación con el que pulsos eléctricos corregían el rumbo, a partir de decisiones tomadas por 'pilotos' con plumas y pico. La urgencia militar dio al plan un marco de seriedad inusual para un concepto que rompía jerarquías disciplinares y expectativas culturales.
El corazón del dispositivo era un cono en la nariz del artefacto, con una lente que proyectaba la imagen del objetivo sobre una pantalla conductiva; al picar, el ave cerraba un pequeño circuito mediante un electrodo dorado fijado al pico, y la señal se traducía en órdenes a las superficies de control para recentrar la imagen donde correspondía. En sesiones intensivas, las aves alcanzaban el orden de 10.000 picotazos en unos 45 minutos.
La Armada y los ingenieros pedían confiabilidad estadística, y el equipo respondió con redundancia: tres compartimentos, tres pantallas, tres 'votos' simultáneos; si dos coincidían en el punto de picoteo, el sistema promediaba y obedecía esa mayoría, reduciendo el efecto de distracciones o de la fatiga individual.
Las demostraciones mostraron trayectorias que se corregían con sorprendente rapidez cuando el blanco se desplazaba en la imagen, un desempeño que Skinner registró en películas y exhibió a evaluadores civiles y militares. Pese a ello, la idea de un arma guiada por palomas sonaba a sátira, y esa percepción pesó tanto como las curvas de desempeño en la mesa donde se decidían presupuestos y prioridades.
Los responsables de adquisiciones mantuvieron reservas respecto de la transferencia desde pruebas controladas a escenarios operativos imprevisibles, y el proyecto fue cancelado pese a sus métricas prometedoras.
Esta incredulidad tenía raíces culturales: un problema de ingeniería serio parecía exigir tubos al vacío, giroscopios y antenas, no etología aplicada; la figura de un psicólogo al mando de un sistema de armas chocaba con la jerarquía técnica de la época.
También estaba el dilema moral: el diseño no contemplaba escape para las palomas, cuyo éxito equivalía a desaparecer con el estallido, una decisión que incomodaba incluso bajo la lógica brutal de la guerra total. La confluencia de prejuicios, dilemas éticos y prisa tecnológica cerró una puerta que, sobre el papel, no estaba del todo mal ajustada.
Herencias tecnológicas
Sin embargo, el legado del experimento aviar no se desvaneció en el archivo. La pantalla conductiva, el acoplamiento entre contacto y señal, y la lógica de interfaz táctil alimentaron desarrollos en consolas de radar y, décadas más tarde, inspiraron paradigmas de interacción que hoy caben en la palma de la mano, donde un toque desencadena órdenes invisibles. La ruta fue indirecta, pero rastreable: conceptos creados para una ojiva encontraron destino en cabinas, centros de control y, finalmente, dispositivos cotidianos.
Skinner siguió innovando lejos de aeródromos y muelles: en 1954 presentó una máquina de enseñanza de aritmética y, en 1957, otra para ciencias básicas en Harvard, anticipando el aprendizaje programado y la retroalimentación inmediata que décadas después adoptaría el 'software' educativo.
Esa continuidad biográfica muestra que la apuesta por el comportamiento no era capricho, sino un marco de diseño transferible entre aulas, laboratorios y, en su momento, armas. Desde esa perspectiva, 'Project Pigeon' fue menos un desvarío y más un capítulo de una búsqueda coherente por cerrar el bucle entre estímulo, respuesta y control.
Si hoy deslizamos un dedo para dirigir mapas, drones o cursos de aprendizaje, una línea invisible nos conecta con aquel cono, aquella lente y aquel pico dorado que traducía picotazos en rumbo.