Caracas se transita, pero pocas veces se ve. Por eso sus hazañas pasan desapercibidas para los peatones apurados, choferes con retardo y viajeros distraídos.
Pero este no es un texto sobre lugares históricos ni una guía turística. Es más bien un recorrido medalaganario por algunos de los curiosos oficios que garantizan el-pan-nuestro-de-cada-día a muchos de sus habitantes.
Cirujanos de cédula
El ruido de un pequeño motor y el olor a plástico quemado son las primeras sensaciones alrededor del puesto ambulante. Armados de tijeras, acetatos rectangulares, un plastificador y una suerte de solventes, están los "cirujanos de cédula".
La intervención quirúrgica puede dejar a su maltratado documento de indentidad como nuevo. El procedimiento consiste en retirar las capas de plástico maltratadas que recubren la cédula, encerrar el papel en dos nuevos pedazos de acetato y hacer pasar ese "sandwich" por una aplanadora caliente que sella todo. El toque final es el redondeo de las puntas, que se hace con tijeras. Y voilà.
Apostados en algunas esquinas de la ciudad, los cirujanos salvan de apuros a más de un descuidado, que antes de pasar por el trámite en la oficina de identidad para sacarse un nuevo documento, prefiere recurrir a un retoque estético exprés.
Mototaxistas
Los imprevistos de una urbe como Caracas siempre son la excusa para la impuntualidad. Sin embargo, desde hace algunos años, hay una salida honrosa de dos ruedas que es capaz de rescatar malas reputaciones: los mototaxistas.
Osados, altivos, rebeldes y dueños de las aceras, los mototaxistas son amados y odiados casi en la misma medida por los habitantes del asfalto. Los usuarios saben que llegarán a tiempo y que no habrá cola que amilane el espíritu de esos artistas de la prisa. Los que andan en cuatro ruedas, por el contrario, les reprochan su altanería, se enfurecen por los actos de imprudencia y, en el fondo, envidian la facilidad con la que los motorizados se desplazan entre las venas del trancón más abigarrado.
Se les reconoce en la calle por sus chalecos anaranjados o el simple cartel de "mototaxi". Algunos ya tienen establecido el precio de la carrera mínima (un poco por debajo de la tarifa de un taxi normal), están organizados en cooperativas, se ubican generalmente en las esquinas y tienen la particular habilidad de hablar por teléfono sin sostenerlo con las manos: lo ajustan entre el casco y la sien.
Tarjeteros
Aunque el nombre lo sugiera, no venden tarjetas. Los "tarjeteros" tienen pinta de agentes encubiertos: miran siempre de reojo, esperan que algún peatón les pase por el lado y les ofrecen, en tono de hurtadilla, compra y venta ilícita de oro, plata y dólares.
Pululan, naturalmente, cerca de las joyerías del centro de la ciudad. El punto neurálgico es cerca de la Asamblea Nacional, donde el pregón de "café, cigarros, café", se funde con el de "se compra oro, plata, oro, dólares". A primera vista es difícil divisarlos, pero se distinguen porque tienen en su mano, macerada por el sudor del día, una tarjeta plastificada con la dirección de un establecimiento donde hacer la transacción.
En los centros comerciales dedicados a la venta de joyas tienen prohibida la entrada. En un cartel, ubicado a las afueras de una galería de comercios, se lee claramente "no nos hacemos responsables por las ofertas engañosas que hacen los tarjeteros". Pero ellos, inmunes a la advertencia, permacen todo el día al frente de esos mismos locales.
Cuidador de carros
No es el dueño de un estacionamiento y mucho menos un guardia de seguridad. Es un hombre, usualmente vestido con chaleco fosforescente, que se apropia de la vía pública y la convierte en un parqueadero informal para cobrarle a quien ose dejar su carro a la intemperie.
El humorista venezolano Aníbal Nazoa inmortalizó a este personaje en su libro Las artes y los oficios, en el que asegura que nadie como el cuidador de carros debe saber más de psicología: "porque debe ser capaz de determinar de un solo vistazo a cuál cliente se le pregunta '¿le cuido el carro?' y a cuál se le deja ir sin preguntarle para decirle después, cuando regrese, que 'yo le ciudé el carro, doctor".
El primer y último acercamiento con los clientes potenciales siempre consiste en el mismo ritual: "ayudarlos" a estacionar o salir de un atolladero, se lo soliciten o no, porque la clave es hacer contacto visual. Ese gesto es el que "garantiza" el pago de sus servicios, ya sea por cortesía, desdén o resignación.
El amolador
Ya no es tan frecuente escucharlo en la ciudad, pero el arpegio de la flauta es inconfundible: "¡Llegó el amolador!".
Con limas, una especie de rueca de piedra y otros instrumentos, el amolador afila cuanta punta roma se encuentre en casa: tijeras, cuchillos, navajas y corta-cutículas. Su presencia, tan de antaño, se anuncia con un sonido que fue perpetuado por una canción de la Billo's Caracas Boys.
"El amolador se ha marchado / su dulce pregón se alejó / ¡cuántas cosas Caracas va perdiendo/ y en el tiempo van desapareciendo / el amolador, el amolador caraqueño!", dice el coro de la popular canción.
Pero aún en contra de Billo's, el oficio sobrevive en algunos barrios de la ciudad, alborotando la nostalgia de sus habitantes con la promesa de una lima que entre en acción -como dice el escritor Fabio Morábito- "cuando las otras herramientas amputadoras, por carecer de un apoyo firme, comienzan a resbalar, a perder el paso y a ponerse frívolas".
Nazareth Balbás