El último adiós en Caracas: ¿Cómo se muere en la capital?
Cuando N. iba camino a cremar el cuerpo de su madre en el Cementerio del Este, el chofer del carro fúnebre le hizo una pregunta insólita: ¿qué va a hacer usted con el ataúd?
"El tipo nos dijo que como a mi mamá la iban a cremar, él tenía a un amigo en el cementerio que se la podía comprar por 30.000 bolívares (44 dólares a tasa oficial), que de lo contrario los de la funeraria se quedaban con ella", cuenta a RT. "Es un negocio que existe pero nadie lo dice abiertamente".
La mayoría de las urnas de "segunda mano" -o cuerpo- van a parar a los barrios. Allí, cerro arriba, escalera al cielo, los deudos pueden velar a su familiar en un féretro que les cuesta una fracción de lo que tendrían que pagar en una funeraria: "Nos dijeron que en Petare (una de las favelas más famosas de la ciudad) las compran mucho", narra N.
Muerte estratificada
En Caracas, como en el resto del mundo, la vida y la muerte se ajustan a la clase social: "Mira, un funeral con servicio promedio puede costar alrededor de unos 800.000 bolívares, los precios bajan considerablemente si se trata de una cremación", explica Iván Jiménez, director de recursos humanos de una institución bancaria en Caracas. A su despacho llegan las solicitudes de pago de los seguros para sufragar velorios y entierros.
Si una familia no cuenta con el seguro, tiene que pagar -en promedio- el equivalente a 34 salarios mínimos para enterrar a un ser querido en un servicio normal, 16 para cremarlo y bastante menos si renuncia al paquete funerario y opta por la vía menos ostentosa: un velatorio hecho en casa, con urna de alquiler y las particulares pompas fúnebres del barrio.
Una última opción está prevista por ley: en casos de pobreza extrema, la municipalidad corre con los gastos, y si no puede, las empresas privadas de servicios funerarios están obligadas a colaborar con el sepelio.
Alto contraste
El lugar es apacible. Colinas alfombradas por césped recién cortado, veredas y veredas de lápidas alineadas en orden, un clima de montaña, una cafetería con consomés y bebidas calientes, y el pecho vítreo de un edificio sobrio y silencioso, dotado de amplios salones para recibir la muerte sin estridencias, como un trámite inevitable. Al lado, en construcción, un centro comercial. Es el Cementerio del Este, fundado por iniciativa privada en 1969.
Para el economista venezolano Rafael Cartay, en su ensayo La Muerte, el aspecto impoluto de esos cementerios-jardín no es fortuito: quieren esconder la realidad luctuosa con su look de parque, "con escasos símbolos de muerte, sin tumbas ni cruces visibles, localizados en la periferia urbana, con su aire campestre, haciéndole honor a la etimología de la palabra cementerio: 'El lugar donde se duerme', del griego Kormeterion".
Esa tranquilidad contrasta con un camposanto ubicado en el otro extremo de la Caracas: el Cementerio General del Sur, en el oeste indómito de una urbe que hace gala de sus contrastes con insolencia. Para llegar hay que atravesar un mercado de mayoristas y vendedores ambulantes, que se apelotonan sin orden alguno entre las calles de uno de los barrios más peligrosos de la ciudad. La amplia presencia policial y militar es la primera seña.
Belleza y peligro
"¿Entramos?", pregunta el motorizado con la esperanza de que le digan que no. Pero no lo logra. El corcel de dos ruedas cruza el portal del Cementerio General del Sur y desde el primer momento la muerte se asoma con dureza de piedra esculpida. Miles de imágenes de estilo neoclásico, romántico, art noveau y art deco custodian varias cuadras de tumbas cercadas de cruces, flores, lápidas. Muchas están profanadas.
Son las 3:00 de la tarde y los vivos que deambulan por los predios miran de reojo a los forasteros. El olor a tabaco impregna el aire y a paso raudo se divisan grupos de personas que practican rituales paganos: "Aquí se la pasan los santeros, los paleros", dice el motorizado, quien agradece -con alivio- que los restos de su hermana aún estén bajo tierra en ese cementerio. "Menos mal que se los han llevado", agrega.
A diferencia del Cementerio del Este, el del Sur es público. Y más que público: popular. Fue fundado en a finales del siglo XIX por Antonio Guzmán Blanco, un presidente venezolano empeñado en convertir a Caracas es una especie de París tropical. Entre 1887 y 1968, fue el único camposanto de los capitalinos, y se caracteriza por sus innumerables esculturas piadosas; las más antiguas fueron hechas por empresas italianas establecidas en la coidad "como sucursales de talleres y canteras de la Lombardía y el Piamonte", refiere el fotógrafo Orlando Monteleone en su libro "Joyas Vivas", que docuenta el amplísimo catálogo de volúmenes que habitan en esos lotes funerarios.
Pero hoy la belleza se acoda con el peligro. Una visita a esos predios está acompañada de las advertencias: no saques el celular, no te detengas mucho tiempo en el mismo sitio, no te alejes demasiado de la entrada, no, no, no. Leddys García, que está de paso una tarde de diciembre, lo resume en una frase: "aquí no hay que regalarse".
Según reportes de medios locales, 40% de las tumbas del cementerio están profanadas. Las razones son varias: sacar las joyas y pertenencias valiosas de las tumbas más antiguas, robar fémures y cráneos para ritos o comercializar las osamentas en el lucrativo negocio de las creencias paganas. Algunas mafias, ya identificadas, operan en los predios cuando cae la tarde.
La muerte festiva
La mayoría de las funerarias tienen previsto su procedimiento para aligerar el peso de la muerte de acuerdo al bolsillo. El único problema, declaró la semana pasada el director de la cámara que agrupa al gremio, Luis Mora, es la inseguridad.
Las funerarias funcionaban las 24 horas del día, ahora no. Entre las 8:00 y las 10:00 de la noche, los recintos cierran sus puertas y solo los familiares más allegados puede quedarse en el velatorio. El resto debe regresar al día siguiente. Algunas empresas optan incluso por no admitir en sus salas los cadáveres que fallecieron por heridas de bala y proponen los servicios en la casa de los familiares. Los episodios son conocidos.
"Un chofer me contó que una vez unos motorizados lo obligaron a parar el cortejo, sacaron la urna del carro y la remataron a balazos", narra la periodista Nathali Gómez, egresada de la Universidad Católica Andrés Bello con un trabajo de investigación sobre los ritos funerarios en Caracas. Las historias insólitas abundan, pero las más extravagantes provienen de las pompas fúnebres de las clases populares.
En el barrio, por ejemplo, el muerto "se baila". Si el fallecido era conocido por sus acrobacias armadas, se le despide con ráfagas de tiros al cielo; si era un muchacho sin mácula judicial, el ritual puede incluir una parada en una cancha para jugar una partida con la urna. La música no puede faltar y la marcha hasta el sepulcro puede ser una coreografía entre los hombres que cargan el féretro: dos pasos hacia adelante, uno para atrás. Una canción de salsa a todo volúmen es frecuente en esos menesteres luctuosos: "Cuando ustedes me estén despidiendo / con el último adiós de este mundo / no me lloren que nadie es eterno / nadie vuelve del sueño profundo".
"Una de las tantas veces que estuve en el hospital, hubo un tiroteo por un cortejo que pasaba cerca, estaban disparando al aire. Los médicos me decían que me alejara de la ventana", narra la ilustradora Jessica Mena, "muy mal que eso sea considerado normal".
Pero lo es. El cronista Edgardo Rodríguez Juliá, en su relato sobre el entierro del plenero mayor, Rafael Cortijo, dice que la sepultura es la penúltima cita con el olvido antes que el cadáver apeste a memoria. En Caracas, sin embargo, ese tránsito puede llegar a ser indeleble.
Nazareth Balbás