El decreto 1953 de 2014 del Gobierno de Colombia, que creó un régimen especial de administración para los territorios indígenas y reconoció, entre otros, la autonomía de los wayúu en el norteño departamento de la Guajira, se ha convertido de hecho en su condena. Así lo cree el corresponsal de 'El Mundo', José Fajardo, quien ha conocido a profundidad y de primera mano los problemas que vive dicho pueblo.
Sin embargo, los problemas vienen desde mucho antes. La comunidad wayúu, que habita un territorio común de 27.000 kilómetros cuadrados donde se desdibujan las fronteras entre Colombia y Venezuela, ha sido víctima por más de medio siglo del abandono estatal y los embates de una guerra que aún no termina de extinguirse en territorio colombiano.
La zona, de vegetación xerófila y temperaturas desérticas que pueden rondar los 40 grados centígrados, cuenta con escasos recursos hídricos y unas condiciones naturales que dificultan el suministro del vital líquido a la étnia, conformada por más de 600.000 personas. En los últimos gobiernos, tanto el de Álvaro Uribe Vélez como de Juan Manuel Santos, la situación se ha agravado con el otorgamiento de concesiones mineras a transnacionales que han restringido el ya complicado acceso al agua.
El resultado ha sido devastador. En 2015, por ejemplo, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dictó una medida cautelar para proteger a la población wayúu, luego de que se reportara la muerte de 4.440 niños por desnutrición. Desde entonces, el número de fallecimientos ha aumentado con otras cien víctimas, según comentó en marzo pasado a RT la abogada Carolina Sáchica.
Peste de corrupción
La étnia es reconocida por la Unesco como patrimonio inmaterial de la Humanidad. Su ley ancestral, ejercida por los "palabreros" o pütchipü’ü, es avalada como una práctica donde el diálogo está por encima de la confrontación o la penitencia.
Pero ninguno de esos reconocimientos ha servido para aligerar las duras condiciones de vida de los wayúu. El agravante a la situación es la corrupción que obligó este año a la destitución y encarcelamiento del gobernador de La Guajira, Wilmer González, cuya antecesora también fue separada del cargo luego de irrgularidades en el manejo de recursos para un programa de combate a la desnutrición infantil. Alcaldes, diputados y concejales del departamento también se han visto involucrados en malos manejos del erario público y compra de votos. ¿El resultado? Una profunda desconfianza en el Estado.
Por eso no extrañan las declaraciones de Juan Páez, autoridad tradicional de los indígenas wayúu, al citado diario español: "Nos hemos quedado sin nada y a los políticos no les importa".
Vestigios de la guerra
El drama de los wayúu es multiforme. La violencia no sólo la ejerce el Estado, desde la corrupción en estructuras locales y la ausencia de medidas estructurales, sino también los grupos al margen de la ley que operan en ese territorio estratégico, limítrofe con Venezuela y con salida al mar Caribe.
Desde los años 90 del siglo pasado, la presencia del narcotráfico fue responsable de la violencia en la región, un monopolio que luego fue compartido por los diferentes actores del conflicto armado: El ejército, los grupos paramilitares y la guerrilla. La presencia de transnacionales que se adueñaron de la explotación de los recursos de la zona terminó por completar el cuadro de exclusión.
En 2002, según refiere Verdad Abierta, fue durante el gobierno de Álvaro Uribe cuando se iniciaron las masacres contra las comunidades wayúu, como las cometidas por las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), que acusaban a los clanes de "colaborar" con la guerrilla. Las de Villanueva y Bahía Portete figuran entre las más sangrientas.
El proceso de desmovilización paramilitar, liderado por Uribe; y el acuerdo de paz con la guerrilla, impulsado por Santos, se hicieron con la promesa de desescalar el conflicto aunque todavía sean incapaces de solventar el problema de fondo: la integración de la étnia wayúu al territorio, el respeto a sus derechos como comunidad ancestral y la satisfacción de sus necesidades básicas.
El fin de la guerra es un punto de partida para el reconocimiento de sus demandas. En el acuerdo final de paz, detalla la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), están contemplados puntos como la reparación de las víctimas, el diseño y ejecución de políticas de combate al narcotráfico, el fortalecimiento del sistema de seguridad en los pueblos étnicos y el establecimiento de mecanismos para la protección de la tierra. La implementación de esa letra, sin embargo, es el reto en ciernes.