Muchos apodan a este territorio 'Padre Mugica', en honor al cura villero peronista asesinado por la Alianza Anticomunista Argentina (conocida como --'Triple A') en 1974, bajo el último tramo de la presidencia de Perón, contradictoriamente. La Villa 31 es inmensa, pero existen pocos datos acerca de su demografía: según la ONG Techo, hay unas 11.000 familias viviendo allí, en condiciones de extrema precariedad. Su ubicación es clave, también para las autoridades del Gobierno porteño; se encuentra frente a la terminal de ómnibus de Retiro y a muy pocos metros de Puerto Madero, la zona más cara de la ciudad. El terreno estuvo en disputa entre sus habitantes y empresarios de la construcción, incluso las autoridades de la capital argentina plantearon en varias oportunidades relocalizar a los vecinos para darle usos inmobiliarios a las tierras.
Tras años de disputas, en diciembre de 2009 se sancionó la denominada 'ley de urbanización', que obliga a las autoridades a poner la zona en las mismas condiciones que cualquier otro barrio de Buenos Aires. Sin embargo, pasó mucho tiempo sin hacerse reformas y nuevas familias se asentaron en la villa, dándole nacimiento al barrio San Martín, pegado a la terminal de micros y a la estación del ferrocarril que lleva su mismo nombre. Esta nueva extensión no estaba contemplada en la ya antigua legislación, las pocas obras que comenzaron siete años después de promulgarse no incluyen a estos terrenos.
Bienvenidos al pasado
El pasillo de entrada al San Martín parece un portal hacia el medioevo, en 2017. Las calles de tierra, las inseguras construcciones de hasta cuatro pisos, los tendidos eléctricos improvisados y los sistemas cloacales artesanales generan una sola conclusión: el Estado aquí es inexistente. Todo lo que puede observarse fue instalado por los vecinos, organizados. El sonido de los martillos es incesante, difícilmente se encuentre un momento en que los residentes no estén levantando emprendimientos edilicios. Ladrillos, carretillas y herramientas se pasan de manos constantemente, y se escuchan frases en idioma guaraní. "La mayoría acá son paraguayos, bolivianos y peruanos", comenta Guillermo, de 49 años, quien llegó desde Lima, Perú. En efecto, dentro de este rincón de miseria, en el corazón de Buenos Aires, hay poca presencia de argentinos.
Los olores también impactan, la basura y el aroma de las comidas regionales se mezclan en el aire. Para sorpresa de muchos, el lugar funciona por sí solo: hay decenas de comercios, bares, peluquerías, ferreterías y kioscos. Pero además de esfuerzo y trabajo duro, están aquellas cuadras dominadas por la droga, a la vista de todos y a plena luz del día. Muchos vecinos ya se acostumbraron a ver niños de 10 años, o menos, consumidos por sustancias tóxicas, tirados en el barro y diciendo incoherencias. Las ventas se hicieron más frecuentes, en zonas donde los 'dealers' advierten que "no se puede estar con el celular", para no registrar los hechos. En aquellas transacciones pueden observarse a compradores de la villa y consumidores de clase media que no viven allí, pero solo ingresan –guiados por intermediarios- para conseguir estupefacientes de dudosa procedencia.
Fuera de servicio
A simple vista, se perciben los principales conflictos que aquejan a las 1.500 familias del barrio, además del hacinamiento. La carencia de servicios básicos es notable, y uno de los más necesitados es la recolección de residuos. En efecto, los camiones de basura no entran a la villa porque los caminos de tierra y las angostas dimensiones de los pasillos hacen imposible la tarea. Por ello, son los propios vecinos quienes se agruparon para juntar los desechos con sus propias manos.
En esta área de pobreza, a la vista de todos pero también de nadie, se conformó la cooperativa de recolección de residuos 'Los Invisibles'. Bajo una concepción política latinoamericana, este grupo de jóvenes estudiantes universitarios arribó al lugar para hacer tareas comunitarias y concientizar sobre la importancia en la urbanización de la zona, y muchos lugareños se sumaron.
El grupo se compone por 14 trabajadores, todos tienen turnos de cuatro horas y ganan lo mismo, aproximadamente 9.000 pesos – unos 529 dólares -. El dinero lo envía el Gobierno de la Ciudad para que realicen el trabajo que las mismas autoridades no llevan a cabo. Para sus recorridas salen en grupo, preferentemente la cuadrilla no se divide en el trayecto. Cuentan con carros donde guardan los residuos, escobas, palas y guantes para intentar que el trabajo sea menos insalubre. Todo lo que recogen es llevado a los contenedores que se encuentran en las entradas de la villa; son los únicos lugares donde pueden acceder los camiones.
Guillermo, de 49 años, cuenta que entre la basura suele encontrar "pañales, cervezas, vidrios y hasta animales", pero a veces tiene más suerte: "También hallé zapatillas y una aspiradora nueva", recuerda. "¡Hay basura!", gritan los trabajadores para que los vecinos se acerquen a dejar sus bolsas, y reciben agradecimientos. "¡Hola, Guillermo!", saluda un pequeño niño desde las escaleras de una casa durante la travesía cotidiana. La tarea del grupo es recibida con afecto por la comunidad villera. "Le lavamos la cara al barrio, eso nos dice la gente", agrega Percy Huamán Romero, de 40 años, quien dejó Lima por una aventura juvenil pero nunca volvió, y suma: "Hay mucha diferencia antes de limpiar y después, con toda la basura que había".
Las heroínas de la villa
La mayoría del equipo está compuesta por mujeres – diez del total-, para hacer un trabajo que, al menos en la ciudad, parecía ser solo de hombres. Cargar los pesados carros, sobre pozos y tierra mojada, no es tarea fácil: "Los días de lluvia son un desastre para trabajar, pero lo bancamos bien", se enorgullece Molly Sánchez Guarniz, vecina de 38 años que hace tres se desempeña en la cooperativa. En efecto, al no haber buenos drenajes y sistemas de desagüe, las inundaciones son frecuentes.
En esos momentos "se tapan las cloacas y puedes accidentarte", explica, y se ríe: "Parecemos chanchitos en el agua". Molly dice que "no es lindo vivir en un barrio sucio", pero opina sobre la discriminación que suelen recibir: "¿Qué pensaría alguien que viene de afuera? Acá hay gente trabajadora, pero quienes nunca entraron creen que vienes y sales sin zapatos, pero encuentras comidas, ropa y buenas personas".
Si hay algo que caracteriza a estas mujeres es su buen sentido del humor, las bromas son frecuentes, aunque el contexto en el que viven puede alejar la alegría: "Vine a Villa 31 cuando me enteré que mi hijo se murió aquí, electrocutado, por ayudar a una vecina con su instalación eléctrica", relata entre lágrimas Claudelina Ruiz, de 64 años, quien dejó Paraguay en el 2013. Al respecto, Guillermo acota que "esas muertes son comunes", evidenciando la precariedad del barrio y la falta de regulación estatal. Además, la mujer cuenta: "Llegué para vender la casa de mi hijo, pero se llenó de vagos en la puerta y nadie quiso comprarla, entonces me quedé". Sin embargo, destaca el lado positivo: "Como invisibles salimos adelante, estoy muy contenta, con los chicos progresamos", y añade que juntar basura "es como un recreo". Actualmente sueña con poder jubilarse el próximo año.
"Los derechos vulnerados son prácticamente todos"
Sebastián Zubizarreta tiene 31 años, es argentino, profesor de Comunicación Social y hace siete años conforma la agrupación. "Queremos un cambio social y para eso lo más importante es que quienes sufrimos la desigualdad nos organicemos para reclamarle al Estado sus faltas", explica.
Zubizarreta expresa que "en las villas o barrios populares los derechos vulnerados son prácticamente todos, principalmente el de la vivienda", y explaya: "La gente que no tiene la posibilidad de pagar un alquiler o su propia casa se ve en la necesidad de tomar un terreno para poder construir una casa lo más digna posible para su familia". También detalla que "debido a esta precariedad, la luz se corta constantemente, el agua muchas veces no sale y en muchos barrios es común que esté contaminada".
El militante, y también recolector, añade complicaciones sanitarias: "Todo esto trae aparejado otras vulneraciones, como el derecho a la salud, por el riesgo a contraer enfermedades y la falta de lugares de atención. Algo parecido pasa con la educación". Para finalizar, destaca el estigma sufrido por los vecinos: "Cuando muchos dicen que los villeros no trabajan y que son vagos, los invitamos a que hagan la prueba de pararse en las entradas del barrio para ver la cantidad de gente que sale, como hormigas, hacia sus empleos".
Leandro Lutzky