En México se hace cada vez más frecuente la presencia de vagabundos en las calles de las principales ciudades fronterizas. Se trata de ciudadanos deportados de EE.UU. que vieron truncados sus sueños. Ahora se han integrado como parte del paisaje urbano, viviendo entre la tristeza y la añoranza.
Así suele ser el final de las historias de los que aquí habitan: los deportados que se convirtieron en vagabundos, pese a los distintos caminos que recorrieron hasta este punto, dejando atrás una vida asentada en EE.UU. Ahora sus existencias son similares: un día a día lleno de dificultades sin saber si podrán probar alimentos.
Uno de estos deportados vagabundos, José, asegura que "todos cometemos errores y así me tocó pagar a mí. Es más fácil probar drogas aquí que comer un taco". Otra víctima es Alberto, quien afirma que a veces está "ayunando, desayunando, lo que me toque".
Sin comida y sin techo están dejados a su suerte. Un problema que parece cobrará más fuerza, a pesar de los modernos programas que han implementado las autoridades mexicanas.
El padre Patricio Murphy, director de La Casa del Migrante de Tijuana, lamenta que "el Gobierno mexicano está apenas despertando de que tal vez van a deportar millones de personas". "Yo no tengo idea de cuántas personas van a ser deportadas. Ellos hablan de que tenemos los albergues. Ellos no tienen ningún albergue. Nosotros tenemos este lugar. Hay otras cinco casas que ya están bien preparadas, pero tenemos límites", explica Murphy.
Estos límites ya se empiezan a ver rebasados. José, al igual que decenas de repatriados, ha terminado viviendo a la intemperie. A la sombra de una monumental bandera de México y debajo de un puente en uno de los 'freeways' de Tijuana es que José pasa todos los días. Dentro de sus pertenencias tiene una cobija con la que se tapa el frío en las noches, un tapete que usa como cama para dormir, una escoba para barrer el contorno y que conserve "limpio" su dormitorio. Y algo que él valora mucho: un trapo, porque con este limpia los coches para ganarse un sustento y tener algunas monedas con las cuales pueda comer.
Sin embargo, estos no son todos los sufrimientos que afrontan los deportados. También está la añoranza y el sufrimiento de estar encerrados en la que consideran su prisión más grande: México, porque a pesar de tener la libertad de caminar por las calles, no pueden volver a ver lo más apreciado que tienen… sus familias, que están en el otro lado de la frontera. Alberto confiesa que todas las noches llora por su hija y que también llora ella "porque dice dónde está mi papá". "Como es el dolor que se guarda uno, el dolor de no poder abrazarla, de acariciarla, de poder decirle "mira hija, aquí estoy", reconoce.