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México tras el sismo: ¿Qué rescataron quienes lo perdieron todo?

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Una foto, una plancha, una mesa de jugar. El inventario es breve para una pérdida enorme. A un mes del sismo en Ciudad de México, ¿cómo están hoy los damnificados?
México tras el sismo: ¿Qué rescataron quienes lo perdieron todo?

La carpa no es demasiado grande. Afuera están las nietas de Magdalena Hernández jugando sobre una mesa roja, un mueble que, junto al televisor, conforman todo el patrimonio familiar.

"Desde el momento en que fue el sismo ya no pudimos pasar al apartamento. Luego nos dieron cinco minutos para sacar documentos pero no estaban en la habitación donde pasó mi hijo, así que solo rescatamos el televisor. Ahorita estamos vestidos con todo lo que nos han dado los vecinos", cuenta la mujer. 

Magdalena es parte de la estadística, ese número frío que dice que hubo 5.765 viviendas dañadas por el sismo de magnitud 7,1 que afectó principalmente a Ciudad de México, Puebla y Morelos, el pasado 19 de septiembre. En los medios parece que la tragedia pasó, pero para ella, que ya no vive bajo el techo que la albergó durante 26 años, el drama apenas comienza.

"¿Cómo vamos a pagar?"

En el edificio donde vivía Magdalena habitaban otras ocho familias. Casi todos eran jubilados y pensionados. Después del temblor, por la carpa que improvisaron al frente de la construcción derruida han desfilado representantes de bancos, gente del Gobierno nacional e ingenieros de la delegación para ofrecerle opciones para recuperar su techo.

Pero las cuentas y los tiempos no le dan. Ella tiene 60 años y su apartamento no estaba asegurado contra sismos: "En estos días nos propusieron un préstamo, pero tendríamos que pagar como 16.000 pesos mensuales (890 dólares). Si mi esposo es jubilado y yo no trabajo, ¿cómo lo vamos a pagar?" Una vez que sean retirados todos los escombros, la delegación emitirá un certificado con el que los damnificados empezarán los trámites para tratar de obtener ayudas estatales.

Sin embargo, advierte Magdalena, les dijeron que no les van a dar el 100 % de financiamiento para recuperar los inmuebles: "Eso me da una gran angustia y una gran tristeza. Volver a empezar ahorita va a ser difícil porque no es solo la casa, es la comida, la ropa. Ya no tenemos la fuerza de cuando éramos jóvenes, que uno decía 'voy a hacer, voy a comprar, me voy a endeudar'. Ya no. Y con eso, como que nos venimos más abajo. Es lo que siento, lo que tengo. Es tristeza, es desesperación y más cuando tengo que andar así, en la calle".

Uno de los mayores dramas que enfrentan las familias afectadas es que muy pocas habían contratado un seguro contra terremotos. Según El Financiero, menos del 10 % de la población cuenta con esas pólizas, a pesar de que el pasado lacustre de Ciudad de México y su tradición sísmica recuerdan cada cierto tiempo la fragilidad de los suelos.

Pero hoy hay algo que la alegra. Mientras los obreros derrumbaban el esqueleto del edificio y Magdalena veía cómo salían sus cosas despedidas por la ventana, incluso la imagen del Niño Dios que le habían traído de Guatemala, su hija se dio cuenta de que habían sacado la mesita roja: "Se fue allá y les pidió que se la dieran, porque esa era la de mi nieta, la que usaba para jugar. La rescatamos", afirma y voltea a mirarla, sonriente.

El jueves pasado, un grupo de damnificados salió a marchar al Zócalo para exigir atención del Gobierno, reconstrucción "sin corrupción" y acceso a los fondos estatales previstos para este tipo de desastres, porque muchos de ellos, como Magdalena, aún no han recibido ningún tipo de apoyo monetario. 

El costo estimado por el Gobierno para la reconstrucción es de 48.000 millones de pesos (equivalentes a 2.500 millones de dólares) y, según un arqueo de financiamiento hecho por Expansión, habrá 93.061 millones de pesos (4.890 millones de dólares) provenientes de fondos públicos y donaciones privadas entre 2017 y 2018. Es decir, hay más dinero del necesario. Sin embargo, el uso de esos recursos y el jugoso excedente está bajo la lupa de organizaciones no gubernamentales que exigen mayor transparencia en el país considerado como "el más corrupto" de América Latina.

De pie y trabajando

A un costado de ese campamento urbano ubicado entre las calles Yacatas y Concepción Béistegui, en la delegación Benito Juárez, está Enrique Alcántara, de 64 años. Fuma un cigarro junto al policía que recibe la guardia nocturna para custodiar la zona hasta que terminen las labores de remoción de escombros.

Hace frío y Enrique anhela un café o un chocolate caliente, pero por ahora la nicotina ayuda a espantar la ansiedad. "Es que tengo que esperar a que todos se duerman para empezar a planchar, los clientes me están escribiendo por sus pedidos", se excusa. 

Antes del sismo, él trabajaba en la tintorería y planchaduría 'La Docena', ubicada en la planta baja del edificio destruido, un pequeño espacio que su patrón le había cedido para que lo regentara. Allí también alquilaba una habitación. Hoy no queda nada y fue poco lo que recuperó.

Los vecinos de la zona, que admiran sus dotes para someter arrugas y almidonar cuellos, le regalaron una plancha, una mesa y un cartel en papel verde fosforescente en el que se lee: "Tintorería y planchaduría la 12na. De pie y trabajando". En la esquina inferior derecha, una carita feliz.

Enrique ubicó su negocio temporal dentro de la carpa improvisada donde también duerme. El espacio es reducido, pero el olor a spray para planchado le da una sensación de amplitud inusual, límpida. Sobre una percha están las camisas alineadas en ganchos dispuestos en fila y, en el centro del recinto reposa boca arriba la panza acerada de una plancha.

"Todavía no acabamos de procesar las cosas, fue muy difícil pero yo creo que vamos a poder salir de esta situación con la ayuda de los amigos. Yo sigo planchando y lo que más me importa es conseguir un sitio fijo para poder instalarme, porque si no ¿de dónde voy a sacar la lana, verdad? No puedes tener una casa si no puedes pagarla".

El Gobierno nacional anunció un plan de apoyo a pequeños y medianos emprendedores, pero la burocracia es amplia y los tiempos apremiantes. Enrique ha empezado a recuperar sus papeles y tiene un mes en trámites a ver si consigue alguna ayuda. Al igual que Magdalena, tiene la esperanza de recibir un cheque que le alivie las cargas a fin de mes. Por ahora, el espaldarazo financiero solamente viene de vecinos y antiguos clientes.

Mientras cuenta que le cuesta trabajar porque hay poca corriente y se le enfría la plancha si alguien usa el horno o la cafetera del campamento, un vecino llega con una jarra de chocolate caliente y la promesa de ayudarle con algo de dinero para conseguir un nuevo local. Él se sirve rápidamente, lo sorbe con fruición y alecciona: "¿Ya ves? Poquito a poquito se va a poder".

Tingüindin y Don Tortugo

Una señora irrumpe en la carpa donde almuerzan José Luis Tavera y su esposa Donny Romero. En la mano trae un pequeño fajo de fotografías aún llenas de polvo que acaba de rescatar del amasijo de concreto y vigas apostado en la esquina.

Donny trata de contener las lágrimas mientras repasa las fotos del bautizo de su hija, su coronación como reina de la primavera, el recuerdo de una tarde veraniega con el cabello largo al viento. Pero se derrumba cuando ve la imagen de su abuela, fallecida hace muchos años: "¡Yo no me acordaba que estaba aquí! Ella se llamaba igual que yo". José Luis la abraza, la consuela.

Hace dos días, cuenta José Luis, despidieron lo que quedaba de su apartamento. "Fue el último, resistió allí hasta el final", agrega él, como si las paredes quebradizas hubiesen tenido una suerte de puño en alto. 

Ellos no estaban en la casa al momento del sismo, sino en el veterinario, porque su perro Poppy estaba enfermo. "Cuando regresamos y vimos el apartamento, yo me desesperé. Queríamos rescatar a mis niños, a Tingüindin, a Don Tortugo y a Dit Zul". Son los nombres de su gato, su tortuga y su pez beta.

"Había unas personas de protección civil y no me dejaban pasar. Yo me enojé e insistí, porque uno no mide. Así que entré al edificio y lo primero que vi fue la pared del apartamento del frente derrumbada. Entonces me estremecí. Pasé por encima de los escombros y traté de abrir la puerta de mi casa, pero estaba trabada, no pude, no pude, y ahí supe que algo estaba muy mal, que algo muy malo había pasado". José Luis detiene la narración, mira hacia arriba y se aclara la garganta: "Yo tenía que hacer algo, allí estaban mis chiquitos y yo no podía dejarlos".

Salió desesperanzado y esperó a los bomberos por más de dos horas. Cuando llegaron, él volvió a entrar con uno de ellos. "Lo primero que me dijeron fue que si sentía que algo se caía, me agachara y corriera. ¡Uy no, eso fue cañón! Ahí sí te entra el miedo de verdad". José Luis encontró a Tingüindin escondido en un bolso, Don Tortugo fue rescatado por un bombero en la cocina y el frágil florero que contenía a Dit Zul sobrevivió a la caída de trozos de pared en toda la casa. Los tres fueron rescatados junto a una computadora y algunos documentos. Esa fue la última vez que José Luis estuvo bajo su techo.

Decía el poeta Gastón Bachelard que la casa suplanta las contingencias, que es el espacio donde la existencia "empieza bien, empieza encerrada, protegida, toda tibia". Pero cuando ese abrigo no está, el hombre se dispersa. Por eso la incertidumbre se les acoda a todos ellos en la mirada cuando calientan sopas instantáneas en el único microondas de la carpa, comparten el café que les traen los vecinos, escuchan la lluvia sobre la lona que los cobija, y almuerzan en silencio la ración de arroz y salchichas en envases plásticos. Por ahora, han puesto su fe en el tiempo.

Cae la tarde y un camión se termina de cargar con restos de edificio. Falta muy poco para que el terreno quede sin ningún bloque en pie. En la antigua construcción apenas quedará un lote baldío, tierra arrasada. La carga pasa frente a la carpa, el piso se estremece y José Luis grita: "¡Mira, ahí van los pedacitos de casa!" Y con un ademán, los despide.

Nazareth Balbás

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