Aquí la muerte pesa tanto que, una vez al año, toca hacerla más leve y convertirla en una fiesta agridulce de calaveritas de azúcar, tequila y flor de cempoalxóchitl.
En México, cada 2 de noviembre, a la parca se "la adula, la festeja, la cultiva, se abraza a ella" —escribe Octavio Paz—, en una celebración sincrética llena de colores y papel picado. Los vivos hacen una pausa para darle la bienvenida transitoria y placentera a los suyos bajo tierra.
"Cuando nos morimos, nos desarmamos, regresamos a la esencia primigenia. Eso para nosotros es trascender, pero si no haces el trabajo de tomar conciencia de tu finitud, se te olvida y luego la muerte se hace dura, duele más", explica Atetzka.
El 31 de octubre de cada año, ella arma junto a sus hijos y amigos un altar a sus ancestros en el patio de su casa, como ocho de cada diez mexicanos. La diferencia es que su rito es de la tradición Tezcatlipoca (el señor de la vida y de la muerte para los mexicas), una ceremonia prehispánica que la fascinó desde que le dijeron que, después de morir, de sus restos podía nacer un árbol o reencarnar un pájaro: "Eso acalló mi angustia existencial, me fascinó. Desde entonces dije, 'ok, ¡qué viva la muerte!". Y atruena una carcajada.
"Pelonas" a 15 pesos
Los preparativos para el altar comienzan días antes. En los tianguis, nombre popular con el que se llaman los mercados en México, la oferta puede resultar abrumadora: calaveras hechas de azúcar, chocolate o amaranto; velas en forma de "catrina"; resmas y resmas de papel picado; esqueletos de yeso; pan de muerto e incienso en un interminable etcétera.
Es sábado y el Mercado de Portales, en Ciudad de México, es una hipérbole de colores, olores y vendimias. "Pásele, ¿qué va a llevar?", "¿se le ofrece una calabaza?", "¡Tenemos la veladora con olor!", son algunas de las letanías que oye Georgina Merino mientras recorre los estrechos pasillos en búsqueda de los elementos para su ritual.
Georgina es promotora de lectura y "bruja", como ella misma se define en broma. Todos los años acostumbra a armar su altar y, con pesar, se asegura de comprar una calaverita más por 15 pesos (0,80 centavos de dólar): "Es que mi hermano se murió hace pocos meses".
Las maneras de disponer los elementos para la ceremonia son tan variadas como las 69 lenguas indígenas y los más de 300 dialectos que se hablan en México: "Todo depende de la región", dice Merino, "aunque lo que nunca puede faltar son las flores, la veladora, la sal, una pizca de azúcar, las calaveritas y los platos que les gustaban a los difuntos".
Y que se sepa de una vez: en México no se celebra un solo día. El 1 de noviembre comienza el rito en honor a los niños, por eso se ofrecen en el altar las cosas dulces, como golosinas o el dulce de calabaza con piloncillo; el 2 es para los muertos adultos, y es cuando se coloca la comida salada que les gustaba: tamales, mole, pozole. Tampoco falta el alcohol. El 3 se levanta el altar y los vivos celebran con un fiesta para comerse la ofrenda.
"Lo ideal es que ese último día se haga en el panteón", añade Cyntia González, habitante de Ciudad de México. Pero como en toda urbe, la costumbre se modifica para adaptarse a la respiración del caos y el rito se hace, por lo general, puertas adentro.
Los cuatro rumbos
Atetzka pide que lleguemos después de las nueve de la noche. Ella arma su altar con los de la tradición Tezcatilpoca y, solo después, lo abre por nueve días para que sus vecinos y amigos lleven ofrendas a sus muertos.
En su pequeño patio hay un círculo de flores amarillas de cempoalxóchitl dividido en cuatro partes. Al oriente hay flores y velas blancas; al occidente, el color fucsia de los pétalos de terciopelo; al sur, el azul de un par de calaveras de cerámica; y al norte, el negro de unos frijoles separados por un camino de pétalos que sale de la circunferencia.
La calaveras, con el nombre de los muertos escritos en un papel, se colocan por el orden de edad de quienes ofrendan: de mayor a menor. Se empieza desde la parte con la flores blancas y se sale de oriente a occidente, bordeando ese sol de pétalos amarillos. Antes de posar la pequeña cabeza de azúcar en el piso, lo ideal es dibujar una cruz en el aire.
Según la tradición que practica Atetzca, cada parte del círculo señala los rumbos: el del oriente es el de los ciclos naturales y representa lo físico, lo indispensable; el del occidente, por donde se oculta el sol, es el del instinto, de lo necesario; al sur está el rumbo de los guerreros "que es el de la voluntad, lo emocional y lo deseable". Y, finalmente, al norte está la conciencia, lo energético.
"La conciencia es negra por varias cosas: primero porque hacia el norte, para quienes estamos en la parte de arriba del Ecuador, está la parte más oscura; también es porque no sabemos nada y porque el universo en su mayoría es obscuro". Atetzka lo aclara porque para la tradición prehispánica, la ausencia de luz no tiene la connotación negativa que profesan los europeos, "que es la que nos da miedo porque se vincula con los demonios, con la maldad".
El viaje al Mictlán
El sociólogo judío-alemán Norbert Elias decía que la muerte es un problema de los vivos. En México, cada persona lo asume con la seriedad del caso. Georgina Merino, por ejemplo, sabe que debe comprar los cigarrillos y el mezcal para la visita del ánima de su padre, fallecido hace más de 15 años.
En algunos pueblos del Istmo de Tehuantepec, las comunidades indígenas no sólo recuerdan a los suyos, sino a los difuntos que no tienen altar. En las afueras de sus chozas colocan un bolso con ofrendas para que las ánimas sin deudos memoriosos tengan algo que les recuerde en su breve estancia en la tierra.
En la cultura azteca el Mictlán es 'la región de los muertos', el noveno piso del inframundo al que descienden quienes fallecen por causas naturales. Para llegar allí, los difuntos debían pasar varias pruebas guiados por un perro sin pelo llamado itzcuintli y luego presentarse ante los dioses Mictlantecutli y Mictecacihuatl, que regían ese lugar. Pero lo curioso era el carácter dual de ese recinto: a esa caverna llegaban los muertos, pero de ahí también nacía la vida.
Según la mitología, Quetzalcóatl (representado con una figura de la serpiente emplumada) acudió ante Mictlantecutli para pedir los huesos del lugar, salió del inframundo y "los bañó con su sangre, a la vez que los dioses hicieron penitencia, logrando así el nacimiento de los humanos", refiere el libro 'Los antiguos mexicanos' del historiador Miguel León Portilla. Por eso la vida es nostalgia de la muerte, un tránsito natural destinado a cumplir el círculo virtuoso de volver a la tierra.
Somos los que fuimos
En la cultura occidental, la muerte asusta. Su presencia tiende a ignorarse por lo que tiene de lúgubre, por el dolor intrínseco que sigue a la pérdida de un ser querido. En México, ese temor no se disipa, pero se lo mira a la cara y hasta se lo alburea.
"Desde una mirada antropológica, para nosotros esta festividad es la que nos permite reconocernos como lo que somos: no podemos ser sin nuestros ancestros, sin los que fuimos", dice Georgina mientras enciende el copal para su ofrenda, después de recortar la foto de su padre.
En la alfombra de pétalos dispuesta en su apartamento, todavía desordenado por los estragos del sismo del pasado 19 de septiembre, está el vaso de agua para saciar la sed de sus difuntos, una vela para alumbrarles el camino, el incienso que limpia el lugar de los malos espíritus, la sal para que sus cuerpos no se corrompan, un cigarrillo, mezcal, tequila y frutas. La idea es que, como dice la canción, "el muerto venga gozando".
Nazareth Balbás