La pena de muerte siempre ha sido un tema delicado para los defensores de los derechos humanos en todo el mundo. Actualmente, 22 países practican la pena capital. Uno de ellos es Japón, que establece la ejecución para casos de homicidio y, como cualquier país asiático, tiene reglas especiales que difieren de la justicia occidental. Pero, más allá de las diferencias legales, el sistema nipón es tildado como muestra de alta gama de la crueldad humana, al someter a prueba la cordura de los condenados justo hasta el momento de la ejecución.
Los historiadores sostienen que la pena capital siempre ha figurado en los anales de la justicia japonesa, con más o menos frecuencia, excepto en el periodo Heian (años 794 a 1185). Según informa el portal Gizmodo, la pena capital está sujeta en ese país a una especie de guía de sentencia especial que contempla los criterios que pueden llevar a la ejecución de un reo: grado de crueldad, motivo del asesinato, la forma en que fue asesinada la víctima, el número de víctimas, reacción de la familia en duelo, impacto en la sociedad, edad del acusado, registro criminal anterior, grado de remordimiento.
¿Suerte o muerte lenta?
De acuerdo con las leyes de ese país, la pena capital por ahorcamiento debe ser ejecutada en un lapso de seis meses después de la apelación final del reo. Sin embargo, la solicitud de un nuevo juicio o indulto no está contemplada en tal periodo de tiempo, y ese vacío jurídico puede traducirse en años.
Normalmente, la permanencia en el corredor de la muerte dura en Japón entre cinco y siete años, pero ha habido casos en que los condenados esperaron su ultimo día durante décadas. A primera vista, eso puede parecer una esperanza y una verdadera suerte para los presos. La impresión cambia cuando se conocen las condiciones en las que pasan sus últimos meses o años de vida.
En Japón, los condenados a muerte no son considerados prisioneros comunes. Están encarcelados en centros especiales, ubicados en Tokio, Osaka, Nagoya, Sendai, Fukuoka, Hiroshima y Sapporo, y en condiciones completamente distintas a las de otras prisiones japonesas.
Los reclusos pasan todos sus días encerrados en celdas solitarias, sin posibilidad de comunicarse con sus compañeros. No tienen acceso a televisores, se les permite tener apenas tres libros y realizar ejercicios sólo dos veces a la semana, y nunca en sus celdas. Las visitas son muy infrecuentes y duramente vigiladas.
Tensión mental insoportable
Cuando el ministro de Justicia finalmente firma la aprobación última, la ejecución se lleva a cabo en un plazo máximo de cinco días. El condenado, por su parte, se entera de su propia ejecución sólo unas horas antes de la muerte. Los familiares, los representantes legales y la opinión pública en general, peor todavía, se informan de la decisión cuando ya el acusado ha sido ejecutado.
Las condiciones imperantes en los llamados corredores de la muerte –aislamiento extremo y limitación de ejercicios físicos por años, notificación de la inminente ejecución el mismo día–, constituyen, para los defensores de los derechos humanos, "una tensión mental insoportable", que el preso debe experimentar durante años o incluso décadas.
Así, Amnistía Internacional afirma, en un estudio de 72 páginas, que la noticia de ejecución que los presos reciben horas antes de ir a la horca ocasiona "brotes de enfermedad mental importantes".
De acuerdo con psiquiatras, el sistema judicial japonés lleva a los condenados al límite mental, obligándolos a esperar cada día –durante años e incluso décadas– a que en cualquier momento llegue un oficial y les comunique que en cuestión de horas serán ejecutados.