El tejido ancestral que se resiste a desaparecer ante la industrialización

"Estamos tejiendo ilusiones, estamos tejiendo nuestra vida, estamos tejiendo nuestras esperanzas", dice Luzmila Zambrano, una de las fundadoras y socia del Museo Viviente Otavalango.

A los kichwa otavalos se les conoce como 'mindalaes' (viajeros), pero principalmente se les asocia con el arte del tejido, que han heredado de sus ancestros y como buenos 'embajadores' lo han llevado a todas las partes del mundo. Son de Ecuador y están en la provincia de Imbabura, a unos 90 kilómetros al norte de Quito, la capital del país.

Ponchos, cobijas, tapices, bufandas, fajas, camisas, chales y manteles, entre otras prendas, adornan los mercados artesanales del país, pero principalmente los de Quito y Otavalo En este último, todos los días, pero con mayor proporción los sábados, se pueden encontrar los tejidos en y alrededor de la Plaza de los Ponchos.

Aunque siguen produciendo y comercializando, actualmente enfrentan una dura realidad: cada vez son menos quienes se dedican al tejido artesanal, al manual; las máquinas han ganado espacio.

"Las máquinas ya nos suplantaron (…) la industrialización ha hecho que estos tejidos ya pierdan su valor", dice Luzmila Zambrano, una de las fundadoras y socia del Museo Viviente Otavalango, espacio creado en 2011 para la conservación y revitalización del patrimonio cultural tangible e intangible del pueblo kichwa Otavalo.

Laboriosas técnicas de tejido

Belén Arellano, una joven quiteña que decidió practicar el arte del tejido otavaleño en el museo, dice que en esa zona "se teje desde época precolombina, desde antes de los Incas [siglo XV], inclusive".

Cuenta que "existen evidencias de que la gente ya tenía conocimiento de la técnica de la callua [o callwa], que es una técnica preincaica". Es la forma más antigua de tejer que se conoce en Otavalo. El tejedor se sienta en una estera, con una faja apretada a la cintura que se amarra a un palo; el cuerpo de la persona es la que tensa la urdimbre (conjunto de hilos colocados en paralelo y a lo largo en el telar para pasar por ellos la trama y formar un tejido). "Es un trabajo súper sacrificado, que requiere de mucha paciencia y también de mucho desgaste físico", explica la joven.

En el Museo Viviente Otavalango está el 'taita' [líder] Lucho, quien aún teje en callua y puede tardar un mes para hacer un poncho o hasta tres, si es a dos caras o reversible, comenta Zambrano. Ya son muy pocos quienes usan esta técnica. "Yo considero que es un trabajo muy mal remunerado", dice, por su parte, Arellano, porque un turista no está dispuesto a pagar más de 150 dólares por una pieza de esta naturaleza.

La otra técnica es el telar de pedal, el que usa Arellano. "Este fue traído en la época de la conquista de la corona española", comenta. Sin embargo, los lugareños hicieron una adaptación y ahora tienen un "telar híbrido". También es de madera, pero la urdimbre es tensada por la misma pieza y los artesanos pueden estar sentados un poco más cómodos.

El borrego sigue aportando la lana

"Al diseño le ponen el alma. Son piezas únicas, porque es la historia que el tejedor está contando en su tejido", dice Zambrano, al hacer referencia a los diseños que plasman los artesanos en cada prenda hecha a mano. A quienes han querido rendirse, les recuerda que "el tejer es un arte" y que en cada pieza "estamos tejiendo ilusiones, estamos tejiendo nuestra vida, estamos tejiendo nuestras esperanzas".

Los diseños pueden incluir figuras de cóndores [ave andino conocido como el mensajero de los dioses], diseños precolombinos, las chismosas [mujeres indígenas sentadas], paisajes, flores, animales, entre otros.

Los tejidos se siguen haciendo con lana de borrego. Al principio, las prendas eran del color natural del animal; sin embargo, con el tiempo fueron introduciendo productos con colores llamativos, luego de someter a tinturado la lana, con tintes naturales.

El proceso que se aplica para obtener la materia prima y hacer las duraderas prendas a mano parte del trasquilado al borrego, se obtiene la lana que se somete a un proceso de lavado y limpieza; con eso se hace el hilo —aunque si se quieren de colores, antes se hace el tinturado—; luego sigue el urdido (disponer los hilos para hacer una tela) y ya está listo para el tejido a mano.

El espacio que han ganado las máquinas

Pero a las técnicas de tejido manual, cada vez más le roban espacio las máquinas; telares eléctricos donde se produce en masa. "Es fácil irse a una máquina y poner un diseño en el computador y salen por cientos y por miles", dice Zambrano.

En las once parroquias de Otavalo, "son contadas las personas que se dedican a tejer a mano", ya la mayoría prefirió migrar a las máquinas, comenta. Pero independientemente de la técnica, el otavaleño sigue siendo un caminante que lleva sus productos a todas partes.

Lo que las máquinas no reemplazan, ni lo harán —según Zambrano— es el proceso con el cliente que tenía la confección manual. El artesano se mantenía en contacto constantemente con quien había pedido la prenda, ponía a su elección el color, le contaba cada paso que iba dando: "Ya comencé a hacerlo, ya tengo el cuello, ya le estoy haciendo este lado, falta este otro lado. Era bonito escucharlo".

Para enfrentar la competencia de la industrialización, desde el museo, por ejemplo, se han dado a la tarea de mostrar a los turistas todo el proceso de confección a mano. Pero el mayor reto es "que nuestros jóvenes, los niños, no pierdan la identidad que tenemos como pueblo" y aprendan las técnicas, explica Zambrano.

Lugar que guarda una triste historia

El espacio que actualmente ocupa el Museo Viviente Otavalango tiene una triste historia detrás.

Desde 1821 funcionó como la Hacienda Quinta de San Pedro. Para entonces, en ese lugar se "tejían las mejores bayetas (tela hecha en lana) para enviar a la corona española", dice Zambrano, citando un documento encontrado en la casa, que data de 1850. Para la confección de esas telas, los artesanos eran amarrados con cadenas a las columnas.

En 1858 se funda la fábrica de tejidos e hilados San Pedro. Desde entonces y hasta 1998 se hicieron en el lugar cobijas, que eran fabricadas únicamente por hombres. Trabajaban con máquinas traídas desde Boston. Pero los artesanos, que también fueron sometidos a duras jornadas, fueron los artífices de moldes con diseños que eran plasmados en las prendas.

"Luego por mala administración, la fábrica quebró" y pasó a manos de los bancos de Tungurahua y Occidente, que tras el feriado bancario la cedieron a la Agencia de Garantías del Depósito. En 2010 la tomó la Corporación Financiera Nacional, la cual la sometió a subasta y la obtuvieron los representantes del proyecto del museo.

Edgar Romero