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Los "locos" de San Agustín: Viaje a las entrañas del barrio musical de Caracas

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Enclavados en una colina del centro de la capital venezolana, los habitantes de San Agustín han decidido mostrarse como son: alegres, trabajadores y jactanciosos. Dicen que antes eran orgullosos, pero que ahora son "perfectos". Un paseo por sus entrañas convence a más de uno.
Los "locos" de San Agustín: Viaje a las entrañas del barrio musical de Caracas

El corazón musical de Caracas mide 1,7 kilómetros: se llama San Agustín y es un barrio que, según sus habitantes, tuvo que existir para darle latido a la ciudad.

Como todas las zonas populares de la capital venezolana, no hay barda que lo tape ni argucia geográfica que permita ocultar la abigarrada y colorida estructura de bloques, zinc y cabillas que alberga a sus 47.000 habitantes. Se divisa desde cualquier parte del centro de Caracas gracias al Metrocable que conecta la parte baja de la ciudad, en Parque Central, con la punta de la colina donde se encuentra el Centro Cultural La Ceiba.

Pero aunque su presencia es inocultable, no cualquiera se atreve a subir. El credo de la ciudad enseñó a los habitantes de Caracas la religión del miedo al otro, el temor a la violencia y la caracterización del barrio como fábricas de notas rojas en los periódicos. Por eso, hace dos años, un grupo de habitantes de San Agustín se propuso una locura: ir en busca de los caraqueños para meterlos en las entrañas de su parroquia y enseñarles que hay más que eso entre sus callecitas estrechas. Así nació el 'Cumbe Tour'.

Cumbe caraqueño

"Nosotros estamos locos, pero más locos están ustedes que encima pagan por esta vaina", bromea Reinaldo Mijares, director del Teatro La Alameda de San Agustín, en el interior de un bus climatizado donde 45 personas empiezan el recorrido turístico.

El punto de partida es el Teatro Teresa Carreño. El grupo emprende el viaje por la Autopista Francisco Fajardo y se adentra al barrio por un costado, desde la Avenida Victoria. En el camino, recogen a tres músicos que empiezan la parranda con cuatro, tambor y maracas. A voz en cuello, cantan: "Yo vengo del pueblo, señor, yo vengo del pueblo. Y si acaso por aquí no vuelvo, dejo este recuerdo".

Durante el ascenso, el susto se les ve en las caras. La mayoría de los que integran el grupo son de las urbanizaciones pudientes del este de Caracas, además de una familia rusa que vivió en Parque Central en la década de los 90, pero jamás sintió deseos de subir al barrio. El paisaje urbano de edificios, oficinas y autopistas empieza a mutar y, de pronto, las casas precarias que siempre han visto a lo lejos, desde la comodidad de sus autos o balcones, toman una dimensión tan real como el calor de marzo que convierte a la ciudad en una bandeja plateada.

San Agustín es una parroquia creada el 2 de diciembre de 1936. Según el plan inicial, en la parte norte estarían ubicadas las clases medias de la ciudad; mientras que los pobres serían confinados al sur. El río Guaire, hoy convertido en un cauce de aguas servidas y desperdicios, haría las veces de ecuador entre ambos hemisferios.

Ese proyecto habría salido bien si hubiese podido calcular la magnitud del éxodo del campo a la ciudad que se registró a mediados del siglo XX, cuando Venezuela se afianzó como una nación petrolera. La parte sur se desbordó de migrantes provenientes del centro y oriente del país, y la parroquia fue habitada por una población mayoritariamente afro que dotó a San Agustín de un símbolo inconfundible: su ritmo, sus tambores, su 'tumbao'. 

Los pretenciosos

"Caracas no podría existir sin San Agustín", zanja de inmediato Don Emilio Mujica, cocinero y cronista del recorrido. "Dicen que somos unos vanidosos, ¿y no lo vamos a ser? Si aquí todos estamos buenos, somos trabajadores y bailamos sabroso. A nosotros nos recomendaron hacer un curso para ser menos pretenciosos, lo hicimos y ahora somos perfectos". Las carcajadas estallan dentro del autobús justo antes de la primera parada.

Los "turistas" bajan en fila india y el bus se va con la orden de regresar a las 6:30 de la tarde porque el resto del paseo será a pie. Uno de los músicos toma el mando del grupo y cuenta sus peripecias de infancia, cuando tenía que saltar una cerca metálica para mirar la vida de las clases más acomodadas que vivían al otro lado del barrio: "Nosotros hacíamos vida allí pero ellos jamás subían a donde estábamos nosotros. ¡Así que les llevamos tremenda ventaja!".

Calle arriba se llega a la estación La Ceiba del Metrocable, donde funciona un centro cultural que todavía no termina de tener la vida que quisieran los habitantes de la parroquia. La reja está cerrada y en las afueras hay un olor a amoníaco que arroja pistas sobre las incontinencias públicas, pero, como dice Emilio: "Aquí no hay escenografía. Mostramos lo bueno y lo malo sin complejos".

Las puertas finalmente se abren y los visitantes caminan hacia un salón donde un grupo de niños los recibe con un potente redoble de tambores. Los más entusiastas palmean al ritmo de un cumaco ejecutado con furia juvenil, los osados bailan para alardear la independencia de sus caderas, y la mayoría observa, anonadada, la ejecución impecable y contagiosa de los muchachos del taller de percusión del maestro Pedro 'Guapachá'.

Porque los niños de San Agustín, desde chiquitos, crecen acostumbrados a usar las manos para percutir todo lo que les parezca un instrumento. "¡Las pobres maestras se volvían locas! Donde ellas veían un pupitre, nuestros muchachos sentían un tambor", recuerda Emilio antes de echar el cuento de cómo lograron torcerle el brazo a la deserción escolar en la parroquia a punta de "alfabetizar" a los maestros.

Antes del inicio de cada año escolar, los maestros recibían un 'tour' por el barrio "para que supieran cómo era la cultura de los niños que iban a educar", apunta Reinaldo Mijares. Lo que pasaba antes era que muchas de las educadoras, provenientes de los recatados Andes venezolanos, quedaban asignadas a las bulliciosas aulas de San Agustín y el resultado era catastrófico: docentes con la frustración anegando las aulas o alumnos que terminaban por castrar su tradición afrodescendiente. El equilibrio se logró y los salones empezaron a llenarse de nuevo con los percusionistas de pupitre.

Parroquia cultural

San Agustín, presume Don Emilio, es la única parroquia del país que tiene incidencia sobre el currículo educativo. La comunidad organizada en alianza con los maestros diseña un plan escolar en el que se incluye el estudio de los personajes de la afrovenezolanidad que habían sido olvidados por la historiografía oficial, de las tradiciones de toda la costa oriental del país y, cómo no, de los ilustres que han salido de las calles del barrio a los más prestigiosos escenarios de la escena musical mundial: de mayo a junio, toda la zona se convierte en un "Cumbe de paz y libertad".

En Venezuela, el "cumbe" es la palabra que se utilizó, en los tiempos de la colonia, para denominar a las poblaciones donde los negros vivían como hombres libres después de escapar de las haciendas donde eran esclavizados. Es el "palenque", la "cimarronera". Por eso fue fácil escoger el nombre para la aventura inventada por los entusiastas de San Agustín, primero para enseñar a los maestros y ahora para educar a los propios caraqueños como sólo su comunidad sabe hacerlo: con música, con parranda, con dulces de plátano y papelón, cervezas heladas y un chiste siempre a punto de estallar.

Una de las paradas obligatorias es el bar Los alegres All Star (porque la Fania no es la única que tiene estrellas en el firmamento). En ese pequeño y colorido recinto ocurre el recital de boleros y la cata de cocuy, un licor artesanal venezolano que se extrae del 'agave cocui trelease' y que ha sido declarado Patrimonio Nacional, natural, cultural y ancestral del país. Los vasitos de plásticos se reparten entre los visitantes que empiezan a corear detrás de Orlando Hernández mientras un calor democrático macera los cuerpos en su propio jugo.

Afuera, el sol anima un partido de bolas criollas, la salsa resuena entre las ventanas y ropa de la lavada sabatina ondea sin pudor en las cuerdas anudadas sobre las platabandas. Los habitantes más viejos cuentan las glorias de la zona, antiguamente frecuentada por grandes artistas en el popular Afinque de Marín o en el Teatro La Alameda; y los más jóvenes, que a esa hora pulen sus motos a la vera de la casa, preguntan con algo de sorna y en voz alta: "¿Y qué es lo que vienen a ver aquí?".

El otro, ese abismo

El recorrido dura unas cinco horas. Casi siempre un poco más porque los visitantes, que antes de empezar tienen miedo de que la noche los alcance en las calles del barrio, terminan por relajarse tanto que hay que presionarlos para que aborden el autobús de vuelta al Teatro Teresa Carreño.

Además de una visita a los bares más pintorescos del lugar, al teatro La Alameda, a la Casa de la Cultura y al estudio de grabación de la zona, también se incluye un viaje en Metrocable hasta la estación Parque Central, un punto donde se hace más evidente la presencia del "otro". Las torres más altas de la ciudad, construidas antes del colapso económico de 1983, son dos colosos de concreto que recuerdan que el "progreso" en Caracas se erigió con el desplazamiento de los más pobres, los relegados al cerro, al margen, siempre obligados a estar separados por alguna frontera física, natural o espiritual. 

En los años 70 incluso llegó a proponerse el desalojo de San Agustín del Sur para convertirlo en un área verde, en un parque que dejara de "afear" la vista del centro de la ciudad con una barriada de bloques desnudos, pero sin proponerle a cambio un plan de vida digno a los habitantes que tendrían que dejar sus casas. Al final, la comunidad se impuso en otro acto de resistencia y no dejó que la desplazaran otra vez. Del éxodo ya habían aprendido los primeros pobladores de la parroquia.

Quien sabe si sea por eso que el tramo se recorre a pie. Al salir de la estación del Metrocable se camina por la pasarela peatonal hacia el barrio con un tambor a la vanguardia. Hay una brisa fuerte porque abajo está la autopista y el río Guaire, atestado de garzas citadinas que escarban los márgenes llenos de escombros y árboles de papaya que crecen entre montones de basura. El paisaje recuerda tanto alguna ciudad invisible de Ítalo Calvino que cuesta asimilar que es apenas una de las tantas Caracas que cabe en Caracas.

La tarde se va de a poco y la noche se anuncia con la luz mortecina de los bombillos de la calle. La última parada es en la Casa de la Cultura, ubicada a pocos metros del teatro La Alameda y recuperada hace pocos años, después de que la comunidad decidiera encadenarse a él con una toma cívica para exigir que volviera a ser un centro cultural y no un galpón de trastos del circuito de cine de la acaudalada familia Radonski. Dentro del recinto espera un grupo de boleros que, cuando empieza a tocar, convoca las nostalgias del vecindario que a esa hora sigue con las puertas abiertas. Los niños juegan en la vereda y una suerte de vida de provincia sigue como si nada, ajena a una ciudad que en los últimos meses se esconde temprano.

Cuando toca regresar al bus, el paso es lento y las despedidas largas. Un abrazo, una sonrisa, una promesa de volver. Lo que se llevan los visitantes quizá no sea una transformación de su mirada sobre el barrio, pero sí un resquicio, una grieta por donde pueden empezar a ver al otro más allá de su prejuicio. Pero en San Agustín no hay demasiado tiempo para esa tristeza de forasteros. Es sábado y, mientras los extraños vuelven a sus jaulas enrejadas temerosos de la noche, las bocinas de la calle suben los decibeles, los cuerpos de unas morenas de infarto se preparan para alardear su virtuosismo en la pista de baile y los parroquianos, cerveza en mano, saben que la música aguarda en las esquinas para unir la sal de los cuerpos allí, donde la ciudad palpita.

Nazareth Balbás

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