Venezuela, 1979. Pablo tiene seis años y hace una semana que recorta pedacitos de papel para hacerle las escamas a un pez de cartón que debe llevar al festival del Entierro de la Sardina, que cada año organizan los pueblos pesqueros del estado Vargas, en las costas del mar Caribe, en Venezuela.
Hace poco más de cuatro años que Pablo llegó a este país, porque sus padres huían de la dictadura de Augusto Pinochet en Chile.
Marlich Riesco, la mamá de Pablo, lo había inscrito en un taller de dibujo para niños que funcionaba en el 'Castillete', así se llama la casa del quizá más relevante pintor venezolano, Armando Reverón.
Allí, 'Pablito' se acercará a manifestaciones de la cultura popular. Hará una cruz para el velorio de 'la cruz de mayo' y el pez para el entierro de la sardina.
"Amablemente, fui adentrándome en las tradiciones de los pueblos que habitan nuestra costa", evocará Pablo, muchos años después.
Cuando terminó el pez de cartón, miércoles de ceniza del año 1979, los niños del taller de dibujo fueron invitados con sus creaciones al Entierro de la Sardina en La Guaira, ciudad cabecera del estado. En plena celebración, le pidieron al niño su pez y sin explicarle nada lo lanzaron al mar, como es la costumbre.
"Yo, que había pasado semanas recortando escamas y armando la sardina, me reboté (molesté) cuando la echaron al mar. Nadie reparó que yo era el hijo de los exiliados y no tenía ni idea de cómo eran las tradiciones de Venezuela", cuenta.
Esa feliz infancia junto al mar, Pablo la resume en una frase:"La Guaira es lo más parecido que tengo a una Patria".
Él y su familia habían dejado su "austral Chile por el rabioso Caribe venezolano", obligados por la persecución política... Eso lo sabrá más adelante.
Estados Unidos, 2018
Hoy, Pablo Diego Pérez Riesco o Kalaka, como se le conoce en el mundo artístico de Venezuela, pinta un mural en la fachada del Mercado Central de la ciudad de Mineápolis (Minnesota, EE.UU.), muy lejos de las orillas del mar Caribe.
Un grupo de muralistas llamado 'Goodspace Murals', liderado por Greta McLain y Cándida González, lo escogió para que sus pinceles vistan la estructura del mercado operado por comerciantes latinos, casi todos mexicanos. Esa agrupación financia el trabajo artístico del venezolano en esa comunidad estadounidense.
Kalaka interviene un muro con una obra a la que llama 'Todos vuelven', como dice una canción peruana, que el salsero panameño Rubén Blades popularizó en 1984.
"El mural es un retablo de cuatro piezas que ilustra la dinámica de la cultura mexicana, el carácter latino del pueblo de México", explica el artista.
Una obra, cinco campos
La primera parte del mural que el artista pinta en suelo estadounidense traza un campo para el cultivo de alimentos. La segunda, explicará el mercado como espacio cultural. La tercera, representará a la comunidad que hace parte del mercado. Luego, una 'Pacha Mama' (madre tierra) huichol, en homenaje al pueblo indígena mayoritario en el estado de Nayarit, México. Por último, la imagen de una familia que representa varias etapas de la historia mexicana.
Kalaka cree que los latinos que visitan o hacen vida en el mercado "están volviendo permanentemente a su querencia: vuelven a ella y la exhiben y la intercambian".
Una ciudad 'progre'
Se dice que el nombre de la ciudad deriva de la combinación de las palabras 'mini', término que para los indígenas siux significa agua, y 'polis', la palabra griega para ciudad.
Para el muralista venezolano de origen chileno, Mineápolis es una ciudad "muy progre" y "un foco de resistencia, donde el hombre blanco está deconstruido. Están conscientes de la realidad, dentro de lo que cabe y les permiten, ya que el blindaje informativo es bestial".
A Kalaka le asombra que "muchos gringos" le ofrezcan "disculpas por tener a Trump como presidente".
Cronista del tiempo que vive, el muralista observa que en Mineápolis conviven dos realidades sobre las minorías en Estados Unidos. Se trata de una de las ciudades con mayor cantidad de población LGTB (Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales) de Estados Unidos, y también una urbe donde "la pobreza" es un asunto racial. Kalaka cree que los "negros y los indígenas están 'escoñetadísimos' (vulnerados)".
Aún así, detalla, "descubro que los gringos tienen formas de organización comunitaria muy poderosas. Presiento que son maneras de blindarse contra el aplastante fascismo que controla sus vidas".
El exilio a Venezuela
La percepción política y social de Kalaka está tamizada por su origen.
Nació en Chile, en 1975, dos años después del asesinato del presidente Salvador Allende y en el apogeo de la dictadura del general Augusto Pinochet.
Sus padres, "El Tano" y Marlich Riesco, ambos artistas plásticos, trabajaron para el gobierno de Allende. Instalada la dictadura, pasan a la clandestinidad, con la esperanza de resistir en Chile.
"Un día volvieron a casa y la hallaron toda baleada, por los soldados al servicio del dictador. Al día siguiente, conmigo de año y medio, emprendieron el exilio a Venezuela, un país del que sabían poco, o nada", cuenta.
El Tano y Marlich fueron recibidos en Venezuela por un cura, del que solo recuerdan el nombre: Esteban, y que atendía la iglesia de Cumbres de Curumo, al este de Caracas. Ese religioso recibió a muchos chilenos que huían de Pinochet.
Su universo
Con dos padres artistas del pincel, Kalaka debió haber estudiado pintura pero ingresó a la facultad de Letras de la Universidad Central de Venezuela. "Quizá por rebelarme contra mi propio destino", reflexiona el artista mural. Sin embargo, encontró en las letras lo que la pintura no le daba: "Aprendí a sistematizar mecanismos de reflexión e investigación, a leer a profundidad y a formalizar los criterios", indica.
A principios del 2000 se marcha a Barcelona (España), una ciudad que, según recuerda, "era en ese momento el mejor lugar del mundo para el arte urbano".
Estudia ilustración y comienza a mirar el mural como su forma de expresión artística por la convicción "de que no era carne para el mercado del arte, ni para el mundo editorial".
Su universo se ha nutrido de otros: los muralistas Rivera y Siqueiros; los caricaturistas Mike Mignola y el argentino Roberto Fontanarrosa. De Tom Waits aprendió la actitud ante la música y el arte y del japonés Hayao Miyazaky a ser "profundamente serio pero sin perder la ligereza", reflexiona.
Pero confiesa que cuando escuchó el tema 'Misa Negra', de la banda cubana Irakere, pensó que así había que pintar, "como ellos estaban tocando esa música".
Regresa a Caracas en 2012 y sumó sus pínceles a la campaña electoral de Hugo Chávez, que resultaría la última.
"El comandante se nos fue muy pronto. Así que ese 'guayabo' (despecho) lo cargo como un desgarro en el corazón. Pero me quedé a crear en Venezuela", sentencia.
Muralismo local
En Venezuela "hay muralistas pero no un movimiento", opina Kalaka.
Durante varios años, agrega, se ha intentado formalizar un movimiento de muralistas, "pero creo que ha sido un error, porque es como creer que haciendo tocar al grupo Menudo pueda salirte Pink Floyd".
En la actualidad, asegura, Venezuela tiene "cero políticas culturales para el desarrollo sostenido y sostenible de las artes. Veinte años después, seguimos igual que el primer día, aunque persisten artistas serios que están entendiendo el muralismo como un vehículo expresivo y comunicacional: Comando Creativo, Bravo Sur y los panas de SOU están en esa dinámica".
Kalaka cree que un artista debe ser "políticamente activo, militante y con el compromiso de llenar de espíritu festivo y creativo los muros. En una ciudad como Caracas toda intervención artística es una acción política, en el sentido de la incidencia en su devenir histórico".
Ese ha sido su principal aporte a la movida muralista en Venezuela, romper con las barreras impuestas entre el 'grafitteo' y la 'guerrilla comunicacional', trascender de la propaganda al arte.
Los muralistas de Venezuela, asevera Kalaka, van "de un proyecto al siguiente, y como el cuento de la cigarra nos sorprendió el invierno, sin soporte alguno".
Y aunque analiza que el apoyo que le ha dado el Estado a los muralistas "ha sido una bendición", también considera que "ha sido una condena".
Kalaka ahora dibuja las escamas de aquel pez que, cuando era niño, echó a bailar al mar. Las dibuja grandes, se convierten en caras, las caras quemadas por el sol de la cosecha, las caras del pueblo bajo el sombrero, y en cuyo cielo reposa la más antigua expresión de la humanidad, el dibujo en la cueva.
Ernesto J. Navarro