El campesino colombiano que escapó de los laboratorios de cocaína y abrió su propia finca de café
Conoce la cultura cafetera desde los nueve años, sometido a extenuantes jornadas de explotación. El conflicto armado entre guerrillas, grupos paramilitares, organizaciones narcotraficantes y el Estado lo convirtieron en uno de los tantos nómadas internos. En ese trajín de constantes cambios, comenzó a recolectar marihuana y producir pasta base de cocaína para una red criminal en medio de la selva, pero logró escapar tras recibir su primer pago. Más tarde, en 2009, volvió al campo y pudo obtener su propia finca para producir café, sin agrotóxicos: "Sueño con que los trabajadores sean tratados como personas y no como máquinas de producción", idealiza Leo, un hombre que hizo de todo para subsistir. Así es su vida, o la historia reciente de Colombia, atravesada por la misma persona.
Desde los campos del municipio de Buena Vista, en el departamento del Quindío, Luis Leonel Martínez Naranjo comienza a contar su relato. La zona es una de las localidades que conforman el 'Eje Cafetero', la región donde nacen los granos que le dan vida a la bebida más querida por los oficinistas de todo el mundo. El paisaje es verde y montañoso. Los vecinos del pueblo, acogedores y amables, reciben a los turistas con una sonrisa, aunque aquella alegría esconde otros sentimientos; el sometimiento del campesinado colombiano, histórico, pero también actual. "Que el mundo entero se de cuenta que hay que ser un poquito equitativo con nuestros trabajadores, porque toda la vida fuimos devaluados, humillados, casi a un punto peor que la esclavitud", comenta el entrevistado. En efecto, su camino no fue un lecho de rosas.
Leo está cerca de cumplir 65 años, pero se mueve por las montañas como si fuese un chico, siempre con buen humor. Cuenta con un cuchillo, más bien un sable, para cortar la maleza durante el trayecto a su amada finca, 'La Alsacia', esa que le costó tanto trabajo conseguir. Es morocho, de estatura mediana y algo encorvado. Nació en el municipio de Risaralda, próximo al límite con el departamento del Chocó, muy cerca de la costa pacífica. "Fuimos desplazados por la violencia hace muchos años atrás", explica. Viene de una familia numerosa, de hecho tiene 15 hermanos: "En esa época no existía la cultura de dar una educación apropiada a los hijos, porque no había la manera económica ni cultural para darnos un estudio suficiente", recuerda. Por lo general, cualquier persona aprende a caminar a los dos años y a leer a los seis. A los nueve, ese pequeño fue enviado a las montañas a recolectar granos de café: "Me perfeccioné tanto que era uno de los mejores recolectores de esa época", cuenta. En esos tiempos el trabajo era enseñado por los padres y abuelos; la cultura cafetera se transmitía de generación en generación.
"Como los niños no teníamos la estatura suficiente, nos ponían a recolectar café de los árboles más bajitos", repasa. En cuanto a esa infancia corrompida por el trabajo, agrega: "Luego nos cogían de un brazo, una pierna y nos mandaban a la parte alta del árbol para que cogiéramos todo lo de arriba. Ya a los 10 años era un experto recolector". Por aquellos días, Leo no sabía nada de lujos: "Éramos familias humildes que nos conformábamos con un plato de sopa para sobrevivir. No conocíamos la televisión ni la radio, éramos un poco incivilizados". En tanto, los dueños de los campos notaban que pese a su corta edad, era eficiente, "entonces no faltaba el trabajo". Sobre aquellos días, agrega: "Éramos felices porque nos acogían en la finca como parte de la familia. No había discriminación social, eso llegó más adelante".
Asimismo, junto a la explotación laboral y una niñez destrozada por el capital, aparecieron los primeros vicios: "Éramos una juventud degenerada. A los 12 años tomaba aguardiente, cerveza, fumaba tabaco, cigarrillo y marihuana, jugaba dados y cartas", enumera. Todo eso era frecuente en los dormitorios de las fincas donde trabajaba: "No era criticado porque era parte de la cultura, la vida transcurría muy normal", aclara.
El 'boom' cafetero y la guerrilla
El 18 y 19 de julio de 1975 ocurrió un fenómeno climático en Brasil, el país que producía la mayor cantidad de café en todo el mundo. Cayó nieve sin parar, "donde nunca había llegado a caer, ni jamás ha vuelto a caer, ni jamás volverá a caer", describe. Así, en pocas horas, se destruyeron los cultivos del 'Gigante de Sudamérica' y eso tuvo una repercusión mundial, sobre todo en Colombia, "porque el café colombiano no solo era el mejor del mundo y el segundo en provisión de esa época; se convertía en el único".
Según recuerda el entrevistado, la libra de café pasó a valer, de la noche a la mañana, desde 60 centavos de dólar hasta cuatro dólares en 1977. "Los dueños de las fincas se estaban volviendo muy, muy ricos", cuenta, pero la bonanza no llegó para los campesinos. Así las cosas, "incrementó el precio de todo, la gasolina, el transporte, la comida, los impuestos", pero los salarios seguían siendo irrisorios. Al sector cafetero le iba cada vez mejor, y a los trabajadores cada vez peor: "Eso creó un desequilibrio social enorme, no podíamos ayudar a nuestras familias para alimentarse".
Asimismo, Leo reniega de los "Gobiernos oportunistas" por aquella inflación generalizada, pero también de la guerrilla. Sostiene que en ese tiempo las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), hoy convertidas en partido político, "no producían ningún temor, pero aprovecharon la inconformidad de los campesinos para reclutar a miles y miles de ellos". Según detalla, "decían que se les unieran para enseñarles a luchar contra el Gobierno en defensa de sus derechos, cuando en realidad en ese tiempo la guerrilla era la peor enemiga del campesino".
En otras palabras, el entrevistado no oculta su disgusto con aquel famoso movimiento insurgente: "Se decían llamar guerrilla, pero en realidad ellos no eran guerrilla. Un guerrillero es una persona que va en defensa del pobre, del humilde y el desprotegido, pero estas personas eran todo lo contrario. Llegaban a una casa, se robaban la comida, las gallinas y los chanchos. Cobraban un impuesto de guerra, que no era más que una extorsión, tan alta que a veces la finca no alcanzaba a producir para pagarle a ellos". Por su parte, él no se unió a las filas del movimiento armado porque generalmente sumaban a adolescentes, y ya era una persona adulta: "Les gustaba muchísimo llevar niños de 12, 13, 14, 15 y 16 años, porque era más fácil hacerles el lavado cerebral para convertirlos en enemigos de todo aquel que no estuviera de acuerdo con las atrocidades que ellos hacían". Al menos así lo recuerda Leo.
Nómada, entre marihuana y cocaína
La injusta distribución de la riqueza garantizada por el Estado colombiano, y su desacuerdo con los métodos aplicados por la guerrilla, hicieron que Leo se convierta en un campesino nómada, al igual que otros miles. Entonces, a partir de 1978 se trasladó al cerro nevado de Santa Marta, departamento de Magdalena, donde se suponía que había mucho café para recolectar. "Fui llevado engañado", repasa. En efecto, la cosecha ya se había acabado y solo contaba con el pasaje de ida. Entonces, cuenta que solo había una alternativa para juntar unas monedas en medio de las montañas: "Forzosamente, nos tocó internarnos a raspar marihuana". En esos años, hasta 1980, se desarrolló la bonanza de aquella planta: "Nos pagaban muy bien por recolectar la marihuana seca y empacarla en unas pacas de 50 kilos, que se llamaban quintales, todas para enviar a EE.UU.".
Leo tenía 25 años, y cuando empezó a ver un poco de dinero en sus bolsillos, iba y volvía a su pueblo para darles ayuda económica a sus padres. Sin embargo, la estabilidad de la marihuana duró poco. "En el año 80 empezaba a sentirse la presión de la guerrilla también en ese sitio, donde se volvió más sanguinaria porque tenía un combustible adicional, que es el narcotráfico. De allá también nos tocó escapar", destaca. A su vez, para entender mejor el contexto violento, menciona: "A ese sierra habíamos ido 17 'cachacos' (personas del interior del país), solo yo estoy vivo".
Así, llegaba el momento de buscar un nuevo destino: "Otra vez nos convertimos en nómadas. En 1984 comencé a bajar hacia los Llanos Orientales, muy cerca de la frontera con Brasil, donde me contrataron para recolectar hojas de coca, lo que llamaban en ese entonces un 'raspachin'". Lógicamente, a esos cultivos no podía ingresar cualquiera; un conocido lo hizo entrar en las plantaciones. Aquel compañero también murió allá: "Era como un hermano. Me dijeron que se ahogó, pero también dicen que lo tiraron forzosamente al río para matarlo". Por seguridad, prefiere no dar nombres, ni de víctimas o victimarios: "En Colombia ya me califican como un líder social, y usted sabe cómo se controla aquí a los líderes sociales".
La pasta base de cocaína en ese momento se llamaba 'basuco', y tenía como destino los grandes narcotraficantes de la época y otros compradores extranjeros. Según afirma, el 20% de la producción se destinaba a la guerrilla, que cobraba una especie de impuesto en la plantación. De esta forma, por cada 100 kilogramos, 20 se los quedaba las FARC, que participaba del negocio por su propia cuenta, de forma paralela: "Se convirtieron en los mayores exportadores porque recogían mensualmente toneladas de coca, que eran comercializadas por testaferros, o ellos mismos las cambiaban por armas en otros países. Llegaron a tener armas más sofisticadas que el mismo Ejército de Colombia, por eso el Gobierno no los podía combatir, iban un paso adelante", apunta.
Regresando al relato, Leo transcurría sus primeras horas como recolector de coca. Durante el trabajo, escuchó que hablaban sobre un laboratorio y decidió ir a mirarlo personalmente por la tarde: "Era algo tan sencillo como un plástico debajo de los árboles grandes de la montaña, cubriendo muchos químicos y recipientes en desorden", visualiza. Así nacía la cocaína, en una zona recóndita de la selva colombiana. En aquel sitio había un anciano a cargo de la confección del producto ilegal, y al protagonista le dio curiosidad por aquel oficio. "Todos los días terminaba mi labor de 'raspachín', iba y me sentaba cerca del laboratorio para tratar de aprender algo mirando", explica.
Al comienzo, ese sujeto no recibía bien a Leo, quien se inmiscuía en territorio ajeno. Sin embargo, todo cambió cuatro días después: "Noté que temblaba su mano para mezclar los químicos. Por mi experiencia de campesino, supe que iba a ser su reemplazo, porque tenía malaria o fiebre amarilla, producida por el mosquito de la selva". Dos días más tarde, aquel hombre ya no podía levantarse de la cama: "Me llamó para que le ayudara a mezclar los químicos, porque si cometía un error, allá los narcos no perdonan". De esta forma, Leo se convertía en el químico de la plantación.
"Me volví lo que había detestado toda mi vida: ¡un oportunista!", vocifera. Así las cosas, aquel retirado y deteriorado anciano le enseñó el trabajo "y a los 12 días ya era el mejor químico de toda esa región", describe. De pronto, el joven campesino acostumbrado a los granos de café comenzó a manipular sal liviana, cemento, gasolina, ácido sulfúrico, amoníaco, permanganato "y toda la mierda que se necesita para elaborar ese veneno". Además, sus condiciones en la plantación mejoraron radicalmente: "Así me nombraron químico de planta de ese cultivo. Entonces ya trabajaba a la sombra y mejor alimentado. Pasé de recibir órdenes, a dar órdenes. Me convertí en un experto". Una pequeña cuota del poder narco lo seducía.
Huir sin dejar huellas
Tras dos meses de arduo trabajo en el mundillo de la cocaína, una avioneta pasó por encima de la plantación y arrojó un paquete hacia uno de los cultivos. Era el pago para Leo y todos sus compañeros: "Casi me muero de la emoción, era una cantidad de dinero que nunca había visto en mi vida", recuerda. De esta forma, comenzaba a comprender de qué se trataba el negocio de la droga. En aquel desembolso recibió 180.000 pesos, algo completamente nuevo para él: "Nunca había tenido más de 5.000 en mis bolsillos, cuando el billete de más alta denominación de esa época eran 500 pesos". Los sentimientos de aquel humilde campesino también mutaron: "Al principio, me sentí importante, con la grandeza y prepotencia que sienten los grandes traficantes".
No obstante, la alegría duró poco. A las pocas horas aparecieron el remordimiento, la culpa y la angustia, por ser la mano de obra de un sistema plagado de adicción y muerte. "Estaba acostado y empezaron a surgir los valores y principios de nuestra cultura cafetera. En verdad, me sentí como la peor mierda del mundo, el ser más miserable. Analicé por primera vez lo que estaba haciendo y cómo perjudicaba al mundo. Eran miles de familias y miles de jóvenes que perdían sus hogares y sus vidas por culpa de lo que estaba produciendo", reflexionó en ese momento. La decisión estaba tomada. Había que escapar, otra vez.
A las 23 (hora local) de esa misma noche, Leo no podía dormir: "Dios me dio el valor de escapar de ese infierno", comenta. Y lo hizo. "No debía dejar mi huella, no podía caminar por senderos ni por el río, porque era mi sentencia de muerte", grafica. En el trayecto sobrevivió comiendo nueces del monte y ciertos arbustos que contenían agua. Según repasa, se demoró cuatro días en salir de la selva, hasta encontrar un pequeño rancho familiar donde recibió comida, bebida y medicinas, "porque iba casi muerto por la inclemencia del tiempo en la selva". El lugar era una pequeña casa donde también producían pasta base de coca, pero en pequeñas cantidades. Luego de ser hospedado, lo orientaron para poder abandonar la selva utilizando atajos hasta llegar a la localidad más cercana, llamada Pueblo Tapado, en el departamento del Quindío. "A los pocos días de llegar al pueblo, tuve que ser hospitalizado porque traía la malaria, por esas noches en la selva sin protección", subraya. Leo dejaba atrás el campo, la jungla y las drogas, para comenzar una nueva vida.
Volver a empezar
Entonces, con el dinero de la cocaína se instaló en aquel distrito y abrió una tienda. "Cuando conseguí ese primer capital, tenía a mi hijo recién nacido", señala. En verdad, comenzó a irle bastante bien: "Tenía carros, propiedades y negocios. Vivía una vida lucrativa", destaca. Sin embargo, a pesar de poder satisfacer sus deseos materiales por primera vez, allí, en el municipio de Montenegro, muy cerca del Parque Nacional del Café, había algo que le impedía ser feliz. "Todos los días veía pasar por mi casa a los jornaleros a las 5:30, y volver a las seis de la tarde. Me recordaba la porquería que habíamos comido durante tantos años de manos de aquellos que tienen un pedazo de tierra y se creen superiores a todos", subraya. Y sigue: "Creen que somos robots de producción". No lo soportó. "Vendí todo lo que tenía y compré una finca para cumplir el sueño que tenía de joven, y mi familia estuvo de acuerdo", se enorgullece.
Su esposa lo acompañó en todos los proyectos. Ambos se conocían desde niños, de hecho Leo solía mirarla entre los cafetales de Pueblo Tapado y diseñaba estrategias para ganar su simpatía: "Cuando le echaba un piropo, ella me hacía mala cara", recuerda. A partir de los 13 años, comenzó a devolverle sonrisas y así nacía el amor en la vida de este joven campesino. "La vi hace casi 40 años. Tuvimos mucho tiempo de novios, resultamos amantes y luego formamos un hogar, que se ha convertido en indestructible", enaltece. Aquel romance, sin embargo, se veía interrumpido de forma frecuente por las aventuras de Leo, quien buscaba algo de estabilidad. La unión definitiva se pudo concretar mucho tiempo después, cuando pudo escapar de las plantaciones de coca. Más tarde, empezaron a idealizar un proyecto familiar.
En el 2009 adquirieron un terreno en Buena Vista, abandonado y deteriorado. Allí construyeron una nueva casa, en medio de las sierras selváticas del Eje Cafetero, donde podían soñar con producir su propio café. El lugar es bello, tiene una huerta en su entrada y plantas que dan los codiciados granos. "Es muy cómoda, muy bonita. Pero no es para nosotros solos, la hicimos para que los trabajadores la disfruten como si fuera de ellos", explica. Y sigue: "Quiero mostrar la equidad en carne propia. La idea es que el trabajador más humilde de todos se alimente igual que mi hijo, duerma en una cama igual a la de mi hijo y tenga una remuneración digna. Y lo más importante, que el trabajador sea valorado como un ser humano".
Entonces, empezó el trabajo en el campo. Esta vez, Leo no tenía patrones. Tampoco debía salir corriendo en medio de las balas. Ya no había narcotraficantes, ni tampoco guerrilleros. Solo su familia. Al comienzo, el negocio marchaba con mucho entusiasmo, hasta que llevaron la primera cosecha a la Federación Nacional de Cafeteros de Colombia, que le pagó por las arrobas de café la mitad de lo que había costado su producción. "Regresé a mi casa sin moral ni autoestima, o ganas de vivir. Le dije a mi familia que tal vez iba a tener que regresar a las montañas", cuenta. No obstante, su hijo lo incentivó: "Me dijo que nunca iba a permitir que regresara a producir esos venenos, ni mucho menos poner mi vida en peligro. Me pidió que me preocupara por producir el mejor café de Colombia. Él siempre quiso que pueda cumplir mi sueño". Y está cerca de cumplirlo.
Tiempo de cosecha
Así las cosas, mejoraron el proceso de producción. Aumentó la calidad, su higiene y la preselección de los granos, a tal punto que ganaron un concurso en la región de Buena Vista por tener la mejor calidad de café: "Obtuve el derecho a vender el café en una de las cafeterías del pueblo, pero me lo tenían que pagar a un precio justo para volver a producirlo". La meta parecía estar más cerca. Más tarde, en la ciudad de Armenia, obtuvo el segundo puesto como el mejor producto de la región. Así, en medio de producciones masivas e industriales, un pequeño campesino se iba ganando su lugar, respetando al medio ambiente. "Tratamos de producir un café lo más orgánico posible. No usamos herbicidas, insecticidas ni plaguicidas de ninguna clase", describe. Solo usan, ocasionalmente, algunos fertilizantes para sumarle nutrientes a la tierra, que estaba muy dañada. "No puedo decir que mi café es 100% orgánico porque los vecinos sí utilizan químicos y son volátiles, los lleva el viento y el agua. Hay muchas formas en que los venenos contaminan fincas, como la de nosotros, pero pienso que nuestro café es un 90% orgánico".
Actualmente Leo cuenta con siete u ocho trabajadores, pero cuando hay cosecha el número puede aumentar hasta 20 o 25 personas. "Acá todavía no tienen vacaciones, ni nosotros tampoco. Mi esposa, mi hijo y yo todavía no tenemos salario. Ya llegará la época en que iremos a dar un paseo, o un domingo a almorzar en algún restaurante. Ese día llegará", imagina. En ese sentido, agrega: "Ahora estamos a medio camino, pero la idea es convertir la finca en un lugar donde los trabajadores tengan derecho a una vida digna, dormida digna, trato y salario digno. Que tengan vacaciones a fin de año, primas y seguridad social. Todo lo que yo no pude tener en mi vida. Me falta mucho trayecto para llegar a ese punto. Con la ayuda de mi esposa y de mi hijo, podré".
Según comenta, todo lo hace para mejorar la calidad de vida de los campesinos: "Me duele el alma la condición de los trabajadores nómadas, como fui yo, porque yo sé que a ellos los utilizan en las fincas grandes en las haciendas, donde en cosecha pueden haber dos o tres semanas donde ganan buen dinero, y el resto del año ellos trabajan casi por la sola alimentación". Y detalla: "Les pagan 600 pesos (20 centavos de dólar) el kilo, trabajan todo el día buscando café en épocas que no hay. A veces pesan 15 o 20 kilos, que son unos 12.000 pesos, donde deben pagar 10.000 de alimentación y les quedan 2.000 de salario. Cuando no juntan ese mínimo, a veces quedan debiendo para el dinero de la alimentación". Con indignación, critica a los otros patrones: "Se parecen reyes sentados en una cafetería llenos de dinero, llamando a sus trabajadores por una lista en un cuaderno para pagarles esa humillación, donde estos jóvenes no tienen más que coger esos 4.000 o 5.000 pesos (1,34 o 1,68 dólares) e ir a comprar un cigarro de marihuana, para amortizar o anestesiar ese hostigamiento tan 'hijoeputa' al que los tienen sometidos. Eso me altera la sangre y me corta la voz".
El objetivo de garantizar condiciones dignas para ese puñado de campesinos todavía no se cumplió, pero Leo va en ese camino. Sin embargo, cuando habla de su único hijo varón, se le dibuja una sonrisa: "Lo principal es que un niño tenga infancia y una formación, nosotros no la tuvimos". El primogénito de Leo es biólogo y obtuvo una beca, para la cual concursó con jóvenes de todo el departamento del Quindío para estudiar en Valdivia, Chile. "Dentro de poco vamos a tener lo que yo considero casi imposible para un campesino, va a ser el orgullo más grande de la vida", se emociona. "Seguramente él va a seguir ese legado que nosotros le dejamos", imagina el entrevistado, y finaliza, sin esconder su felicidad: "Decir que un campesino, jornalero, va a tener un doctor en su familia, es algo tan grande que ningún trabajador se lo imagina. Dentro de tres años vamos a verlo regresar con un título de doctor, acá en la finca".
Leandro Lutzky