Algunas de las víctimas fatales de la erupción del monte Vesubio en el año 79 —una de las erupciones volcánicas más catastróficas de la historia, que arrasó con la ciudad romana de Pompeya— murieron a causa de una evaporación súbita de los fluidos corporales y una consecuente explosión del cráneo a causa de una presión extrema en su interior, señala un estudio publicado el pasado 26 de septiembre en la revista PLOS One.
Un equipo de expertos de la Universidad de Nápoles Federico II (Italia) examinó los restos óseos humanos desenterrados en doce recámaras de la zona costera de la antigua ciudad de Herculano, que también fue alcanzada por la erupción volcánica, detalla el portal Science Alert.
Los investigadores descubrieron extraños residuos minerales de color rojo y negro tanto en los huesos como en el interior de los cráneos, así como en las cenizas que se encontraban tanto alrededor como en el interior de los restos humanos.
Luego, los científicos analizaron esos materiales mediante técnicas de espectrometría de masas con plasma acoplado inductivamente (ICP-MS) y de microespectroscopía Raman para determinar su composición química.
De esta manera, los autores del trabajo detectaron en los restos la presencia de hierro, así como de óxidos de hierro, y llegaron a la conclusión de que esos materiales son residuos sanguíneos que se formaron cuando la sangre de las víctimas del volcán hirvió y se convirtió en vapor a causa del calor extremo.
Las zonas carbonizadas alrededor de las fracturas en los huesos y cráneos, similares a los que se forman en los restos humanos cremados, "son el resultado combinado de la exposición directa al calor", así como "un incremento en la presión de vapor intracraneal inducido por la ebullición del cerebro" lo cual pudo producir, a su vez, "una explosión del cráneo", precisaron los investigadores en la publicación.
De esta manera, cerca de tres centenares de personas que se refugiaban en las recámaras costeras al momento de la erupción sufrieron una muerte violenta e instantánea tras ser envueltos en una corriente piroclástica de entre 200 y 500 grados centígrados que se desplazaba a una velocidad de entre 100 y 300 kilómetros por hora.