La travesía de las madres y parejas de detenidos hacia las cárceles de Argentina
A Olga Silva, de 74 años, no le importa que el ómnibus que la llevará 400 kilómetros para ver a su hijo en la cárcel de 'Sierra Chica', provincia de Buenos Aires —y por el que pagó 30 dólares—, esté repleto de cucarachas. Tampoco que la Policía la haga bajar dos veces en medio de la madrugada para revisar sus pertenecías: dos bolsas plásticas. Ni siquiera que exista la probabilidad de traslado de su hijo a una unidad aún más lejana y sin ningún argumento. Mucho menos, una vez que llegue, esperar durante horas en la intemperie y en medio del frío, hasta que las puertas del penal se abran y tenga que observar cómo las corridas por ocupar el primer lugar en el sector de visitas la dejan última, aguardando otra hora más para el ingreso.
Lo que a Olga le molesta es que el pastel que preparó para su hijo, quien cumple años, no pueda ingresar debido a su tamaño. Que un oficial penitenciario decida abrirlo en dos, meter sus dedos para comprobar que no haya ningún objeto y dejar el regalo para su familiar totalmente resquebrajado y partido, haciendo que su travesía no haya valido la pena.
Los familiares de detenidos en el Sistema Penitenciario Federal (SPF) de Argentina, órgano encargado del régimen carcelario en el país sudamericano, también sufren las penurias de una estructura deficitaria, con hacinamiento poblacional en los penales, pésimas condiciones de habitabilidad, rotaciones permanentes de internos a otras unidades y detenciones arbitrarias sin una condena firme.
Según un informe del Centro de Estudios Latinoamericanos sobre Inseguridad y Violencia (CELIV), a siete de cada diez familiares de detenidos el traslado desde una cárcel a otra lo alejó de su vínculo: un alto porcentaje (72%) se vio perjudicado por alguna reubicación a otra institución, sobre todo en el resto de las provincias del país (84%), en donde la distancia provoca un mayor obstáculo y costo económico para que los allegados puedan concurrir a las visitas.
La Ley 24.660 establece el derecho del interno a comunicarse periódicamente, en forma oral o escrita, con su familia, amigos, allegados, curadores y abogados (Art. 158). Por su parte, el decreto reglamentario también refiere a que el personal penitenciario debe facilitar y estimular las relaciones del detenido con sus familiares. Sin embargo, la administración penitenciaria suele anteponer criterios de seguridad en detrimento del derecho de las personas presas a recibir visitas.
El Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena (SNEEP), que depende de la Secretaría de Justicia, estipula que en el régimen federal casi el 93% de la población es de sexo masculino y el 54% tiene menos de 35 años. Lo que da como resultado que un número significativo de mujeres (madres, esposas y parejas) sean las encargadas de realizar los arduos viajes y sortear las adversidades propias del sistema.
El viaje en los colectivos 'tumberos'
Son las 9 de la noche de un viernes de marzo (hora local) y en una esquina de la localidad de San Justo, en la región metropolitana de Buenos Aires, diez mujeres con bolsas repletas de mercadería aguardan la llegada del colectivo 'tumbero', un transporte utilizado exclusivamente para visitar las diferentes prisiones en el país y cuyo recorrido es sólo conocido en el ambiente carcelario. Los números telefónicos para reservar un lugar no figuran en ninguna página de internet, ni en el sitio oficial del SPF. Los familiares que lo toman habitualmente suelen pasar el contacto a los nuevos, al no existir una forma más económica (el costo es de 30 dólares) y directa para llegar hasta la puerta del penal.
En esta ocasión, el ómnibus tiene como destino el penal de máxima seguridad de 'Sierra Chica', ubicado en la ciudad de Olavarría, a 400 kilométricos del distrito federal y capital del país.
Liliana M., brazos robustos y un gesto adusto en el rostro, viaja junto a su hija de siete años por tercera vez para ver a su esposo. Carga en sus manos dos bolsas grandes de la que sobresale una pequeña caja de salsa de tomate.
"En el primer viaje la pasamos mal. El colectivo se averió en medio de la ruta y tuvimos que esperar en un descampado hasta que lo arreglasen, porque no podían mandar otro. Después, cuando llegamos, me tuve que pelear con una señora porque quería adelantarse en la fila de ingreso. Acá es un todos contra todos", explica Liliana en diálogo con RT, mientras se divisa la llegada del transporte.
Lo primero que se observa al subir al ómnibus son cucarachas: patitas marrones caminando sobre los asientos y en todo el piso. El angosto pasillo comienza a cubrirse de las pertenencias de los familiares, que en su mayoría llevan alimentos para el detenido. La modalidad es simple: a las tres de la mañana es la hora pactada de arribo a la unidad penitenciaria, cuyas puertas abren a las siete. Horas después, a las tres de la tarde, comienza el retorno desde el mismo lugar.
"Los asientos tienen garrapatas porque los presos las contagian en las visitas. Todos los fines de semana es lo mismo. 'Sierra Chica' es uno de los peores lugares. Los internos duermen en la mugre", dice Lujan O. que ya visitó otras dos prisiones más en cuatro años, debido al traslado de su pareja. Confiesa que si tuviera la posibilidad, viajaría en los 'transfer', pequeñas furgonetas que ofrecen el mismo servicio pero a un costo doble: 60 dólares.
Son las 00:30 de la madrugada en el 'tumbero'. Desde la ventanilla izquierda, retazos de una luz amarilla llegan directo de la ruta e iluminan apenas el interior, donde se perciben, en pequeñas siluetas, los insectos caminando. Algunas mujeres duermen con la pasividad de un viaje placentero. Otras, atónitas, vigilan sus pertenencias y sacuden su asiento con golpes secos.
De pronto, el transporte se detiene. Por la ventilla la luz amarilla se vuelve, ahora, azul y roja intermitente: dos patrulleros policiales rodean el ómnibus. El chofer, entonces, anuncia la primera pesquisa de la noche.
"Si alguien lleva alguna droga, por favor descártela ahora", pide con un hilo de voz ronca. Pero nadie se mueve. Entonces, ordena el descenso mientras las autoridades revisan las pertenencias de cada familiar.
"A veces los policías se ponen más duros. Si le encuentran algo a alguna, nos la hacen pagar por todas porque rompen toda la mercadería para investigar. Casi que llegas con las manos vacías a la visita", explica Luján O.
Faltan unos 100 kilómetros para llegar a 'Sierra Chica'. El frío de la madrugada anuncia una espera larga cuando se llegue al 'corralito', término utilizado para referirse al sitio donde comienza la fila para acceder a la puerta de visita.
La Policía autoriza que el viaje continúe sin ningún inconveniente. Las mujeres vuelven a ocupar sus asientos y las luces, otra vez, se oscurecen. La mayoría vuelve a dormitar sin saber que, en unos 30 minutos, la situación volverá a repetirse.
La espera en el 'corralito'
Cuando el 'tumbero' llega al penal en la ciudad de Olavarría, a las 3:30 de la mañana, los familiares se agolpan en un sector aledaño donde pueden aguardar junto a sus pertenencias. Faltan casi cuatro horas para que las puertas se abran y puedan dirigirse, casi en un carrera, al ingreso de visitas. Pero ahora, en medio de un frío punzante, sólo queda esperar.
Olga Silva tiene 74 años y es la segunda vez que visita a su hijo de 42. Está preso desde hace seis meses, con una condena de nueve años por asesinar a otro hombre.
"Yo vengo sola. Al padre no le gusta todo esto. Uno termina muy cansado. Hoy es el cumpleaños de mi hijo, el primero que pasa acá adentro. Su mamá tenía que estar", dice, sonriente junto a sus bolsas. En una lleva una torta que, ruega, espera poder ingresar porque "sino todo fue en vano".
Los requisitos sobre qué alimentos pueden acceder los familiares no están unificados en el sistema penitenciario. Dependiendo de la cárcel, las condiciones varían y, aunque cada institución especifique sus reglas en los sitios webs oficiales, son los guardias durante las pesquisas los que finalmente deciden.
Las seis de la mañana. El cielo comienza a clarear desde el 'corralito'. La fila es abultada y el frío, luego de casi cuatro horas, cala en los huesos. La ciudad de Olavarría es un páramo casi desértico, sin edificios y con pocos comercios alrededor del penal. En un hora, personal de la unidad abrirá el portón y dará inició a una pequeña competición entre los mismos familiares: llegar primero al puesto de visitas para acceder más rápido y, de este modo, pasar más tiempo con el detenido.
Pero Olga Silva se mantiene lejana de los primeros puestos. Ni su avanzada edad le permite colocarse antes, lugar que está solo reservado para las madres con hijos menores. "La última vez me dieron un codazo en las costillas cuando se abrió el portón. Trato de mantenerme tranquila. No me importa ser la última, sólo quiero ingresar la torta de cumpleaños", vuelve a resaltar.
Familiares unidos
Desde el año 2010, funciona en el país la Asociación Civil de Familiares de Detenidos (ACIFAD), primera agrupación creada con el objetivo de ayudar y acompañar a las familias que transitan el ríspido camino del sistema penitenciario.
Así es como se fue gestando un equipo integrado principalmente por mujeres atravesadas por experiencias carcelarias y, quienes desde afuera del encierro, se encargan de acompañar a las familias. También integran el colectivo profesionales de distintas disciplinas como psicólogas y abogadas.
Todos los martes, la organización invita a encuentros en la ciudad de Buenos Aires, donde se debaten cuestiones referidas a los derechos de los detenidos y al régimen carcelario en general: el trasfondo de las causas judiciales, los procesos de adaptación y los vínculos con el interno.
Andrea Casamento, titular de ACIFAD, explica que el surgimiento del grupo nace puramente de una necesidad al no existir, en aquel entonces, ninguna entidad que acompañe a las familias.
"En mi caso personal, en el 2004, mi hijo estuvo detenido por error durante seis meses en el penal de Ezeiza. Estaba viviendo una pesadilla. Nunca había visitado una cárcel y solo conocía lo que sucedía adentro por películas y series de televisión. Tenía muchos prejuicios que fui perdiendo sola cada vez que visitaba a mi hijo. El camino fue muy intenso", confiesa Casamento.
Con el tiempo, fue aprendiendo qué alimentos podía llevarle a su hijo, en qué puntos de la ciudad tomar los colectivos hacia los penales y cómo enfrentar a un integrante del sistema carcelario ante alguna injusticia, así como también al propio sistema.
Pero la lucha de Andrea no terminó cuando su hijo quedó liberado. La dura experiencia la había interpelado. No quería que otra madre pasara por lo mismo, ni ningún otro familiar.
"Fuimos elaborando una red de familiares con distintas problemáticas y empezamos a ponerlas en común. De esa manera, sin ser expertas en derecho penal, podíamos saber cómo se manejaba tal juzgado, cómo se presenta un escrito judicial y qué hacer frente a cualquier acontecimiento que sufriera el detenido. Así es cómo ayudamos: con la experiencia propia", afirma la titular de la organización.
Es un martes de fines de febrero. La reunión semanal de ACIFAD, en la ciudad de Buenos Aires, está por comenzar: en una mesa ancha y larga, familiares se acomodan uno junto a otro. Andrea Casamento, en la cabecera, pregunta quiénes asisten por primera vez. Desde un costado, tímidamente, una madres y un padre levantan la mano. Cuentan que su hijo fue apresado injustamente hace dos meses, que no saben qué hacer, mientras los ojos se les ponen vidriosos. Andrea los mira y, como si se reflejara en ellos, les dice: "Para eso estamos nosotros".
Facundo Lo Duca
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