No viven un duelo propiamente, pero es una angustia eterna, un vaivén de esperanza, tristeza y desolación, algo que llegó a romper sus vidas y las dejó marcadas para siempre.
Ellas lucen cansadas, ojerosas, a veces ilusionadas, pero seguirán recorriendo solas el territorio mexicano en busca de pistas que las lleve a encontrar a sus hijas e hijos desaparecidos.
Como prueba irrefutable de que no descansarán hasta encontrarlos, las madres de desaparecidos han recorrido fiscalías y morgues, hurgado en la tierra en busca de restos humanos, se han convertido en peritos y antropólogas forenses y han pedido auxilio al Gobierno que tenía la obligación de garantizar seguridad.
En esta búsqueda, las madres solteras enfrentan mayores dificultades, pues cargan solas con el dolor de la desaparición, la presión de pagar las cuentas para seguir financiando la búsqueda e incluso con los riesgos sobre un posible despido en el trabajo ante las constantes ausencias.
"Soy empleada, tengo que cumplir un horario laboral para poder tener los medios para buscar a Diego. Esto me ha desgastado físicamente, emocionalmente, son muchas las situaciones a las que me enfrento día a día en la necesidad de encontrar a mi hijo", dice Verónica Rosas, madre de Diego Maximiliano Rosas Valenzuela, quien fue secuestrado por una banda local a los 16 años de edad en el municipio de Ecatepec, Estado de México, y desde el día del supuesto rescate no supo más de él.
Verónica Rosas cuenta a RT que divide su tiempo entre el trabajo, la investigación sobre el caso, las visitas a las Fiscalías y su labor en Uniendo Esperanzas Estado de México, el colectivo que fundó para ayudar a otras familias en la búsqueda de sus desaparecidos.
"Tal vez en mi trabajo, muchas personas piensan que el ausentarme, el recorrer otros estados, es con otra intención", explica Verónica.
Pero en esos permisos obligados, Verónica recorre Servicios Médicos Forenses, Fiscalías de homicidios, se reúne con funcionarios y camina por terminales de autobuses y aeropuertos para pegar las fotos de Diego: cualquier pista es alentadora y ella hará lo que sea necesario para llegar a él.
"Es un proceso muy fuerte el que tenemos que enfrentar porque yo como mamá no tengo paz alguna de no saber en dónde está mi hijo", dice Verónica desde un centro comercial en el Estado de México, a unos cuantos kilómetros de donde ocurrió el secuestro que sacudió su vida.
Las dificultades en el trabajo
Cuando alguna parte del relato la pone triste y ansiosa, Verónica gira con sus dedos el collar que tiene con dos fotos de Diego, un joven blanco, delgado, cabello castaño, muy bien peinado. Da vueltas al collar cuando habla a detalle del secuestro ocurrido hace tres años y siete meses, o al contar que le dieron un ultimátum en su trabajo por las constantes ausencias.
Para Verónica, esta última advertencia laboral más bien se debe a un clima de falta de "sensibilidad humana", pues sus ventas en el negocio de comida para animales van mejor que nunca y los clientes no tienen queja alguna con ella.
"Yo como mamá, todos los días busco algo que hacer para encontrar a mi hijo, he viajado a varios estados de la República para tratar de encontrar alguna pista, alguna señal que me lleve a mi hijo Diego", cuenta Verónica.
Minutos antes, la madre de Diego mostraba con mucho orgullo las fotos del último viaje que hizo con Diego al balneario de Acapulco, en el último verano que pasaron juntos. En las imágenes, madre e hijo posan para la cámara, sonríen.
"La verdad que éramos felices", dice Verónica, y reconoce que le duele mucho su corazón, pero se repite que no puede quedarse callada porque ya lo hizo mucho tiempo, y para ella, "hablar es terapéutico".
Dejar todo lo que conoces
A veinte kilómetros de ahí, en Ciudad de México, Ana Enamorado divide su tiempo entre el trabajo y la búsqueda de su hijo Oscar Antonio López Enamorado, un migrante hondureño que fue desaparecido en Jalisco (oeste de México) cuando tenía 20 años de edad.
"Me ha tocado enfrentarme a un sinfín de dificultades, pero no me he detenido para nada. Desde que llegué a buscar a mi hijo me he dedicado a eso", explica Ana Enamorado, quien lleva un juego de collar, aretes y pulsera con bolitas negras y blancas, y a unos centímetros de su corazón, un pin con una foto de su hijo.
"Es difícil llegar a un país desconocido, en donde no tienes a nadie, ni quien te reciba. Yo mi vida la empecé de cero cuando llegué a este país", dice Ana.
Han pasado nueve años desde la desaparición de Oscar Antonio, presuntamente cometida por miembros del crimen organizado. En este lapso, Ana dejó San Pedro Sula (Honduras) para llegar a vivir a México, se divorció, investigó lo que pudo sobre el caso de su hijo y rechazó la versión de las autoridades cuando la intentaron convencer de que un cuerpo que había cremado el Instituto de Ciencias Forenses de Jalisco era el de su hijo.
Sin pruebas forenses y genéticas que demostraran que las cenizas eran de su hijo, Ana no se dejó intimidar y dejó claro que no se moverá de este país hasta saber realmente en dónde está Oscar y qué pasó con él.
Como pueden, Ana y Verónica intentan salir adelante y mantenerse, pero no se pueden dar el lujo de faltar a las reuniones con funcionarios, aunque sepan que su caso avanza lento y que serán ellos, los familiares, quienes tendrán que hacer la labor del Estado, investigar los nombres de los involucrados, viajar a otros estados, preguntar qué sucedió con su hijos, por qué los desaparecieron.
"A las familias que estamos en esta búsqueda no hay dinero que nos alcance. Si tenemos algo se acaba y la búsqueda nunca se acaba. Por eso es que ahora estoy haciendo esta campaña y le pido a todas las personas que quieran apoyarme para dar con el paradero de mi hijo", afirma Ana, mientras sostiene las bolsas de tela que vende para financiar la búsqueda de su hijo.
Entre las bolsas y el apoyo que recibe de Movimiento Migrante Mesoamericano, Ana sobrevive, pero explica que le es imposible tener un trabajo formal.
Esta búsqueda que nunca acaba para los familiares ha tenido muy poco apoyo del Estado, un Estado que ha quedado al desnudo en medio de la tragedia. El mes pasado, durante el relanzamiento del Sistema Nacional de Búsqueda de Personas, el subsecretario de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, Alejandro Encinas, reconoció que "México es una enorme fosa clandestina".
El Gobierno reconoce más de 40.000 personas desaparecidas, 27.000 cuerpos sin identificar en servicios forenses y casi 1.100 fosas clandestinas en el país. Frente al tamaño de la tragedia, las capacidades institucionales han resultado insuficientes y son los familiares de desaparecidos quienes han caminado juntos en la búsqueda de sus seres queridos.
Como Ana y Verónica, las madres de desaparecidos han adoptado un nuevo proyecto de vida, uno que nunca pidieron, pero que este país les dejó, y ellas, que juraron amor eterno, no descansarán hasta completarlo.
José Luis Beltrán
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