Tribunales de Buenos Aires y otras siete provincias avanzan en 20 juicios en los que 312 exmilitares, expolicías y civiles son juzgados por delitos de lesa humanidad cometidos en contra de 2.685 víctimas durante la última dictadura militar de Argentina (1976-1983).
Los procesos son dispares en cifras y en impacto. En Salta, por ejemplo, hay un solo imputado. Se trata del exjuez Ricardo Lona, quien está acusado de encubrimiento en las investigaciones por el secuestro y desaparición del exgobernador de esa provincia, Miguel Ragone; el asesinato de Santiago Arredes y la tentativa de homicidio contra Margarita Martínez de Leal.
En el otro extremo está el llamado "Juicio acumulado" que se realiza en la ciudad de Mar del Plata, y que tiene el mayor número de acusados. Son 42 exmiembros del Ejército y un expolicía señalados de cometer crímenes contra 272 víctimas en esta zona militar y en dos centros clandestinos conocidos como 'La Cueva' y 'La Base Naval'.
Los procesos restantes continuarán en Buenos Aires, Chaco, Jujuy, La Pampa, La Rioja, Mendoza, Neuquén, San Juan, Rosario, Santa Fe y Salta. En la provincia de Buenos Aires, están en marcha nueve juicios más en los que se investigan secuestros, torturas y desapariciones forzadas, delitos catalogados de lesa humanidad, es decir, que no prescriben.
"Una nueva tortura"
En cada uno de los juicios, las escenas se repiten: familiares y amigos de las víctimas se sientan en el área destinada para el público. Los jueces, en un estrado central y siempre más alto. Los fiscales, la querella y los abogados defensores se distribuyen en la sala. Los acusados, en los asientos que les asignan. Y muy cerca de ellos pasan los testigos, muchos de ellos sobrevivientes de torturas que reviven su historia de secuestros en cárceles clandestinas.
Para ninguno es fácil. Los testigos se sienten protagonistas de una especie de representación teatral dramática que, al salir, ellos mismos califican como pesadillesca, irreal, tortuosa, agobiante o inverosímil. El esfuerzo de memoria es agotador porque tienen que recordar direcciones, fechas, horarios, nombres, colores, descripciones físicas o de lugares. De situaciones que vivieron hace décadas y que recién ahora la Justicia está castigando.
"A veces, ser testigo en los juicios es como una nueva tortura", afirma a RT Carlos Loza, quien pasó la Navidad de 1976 encerrado en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), uno de los centros clandestinos de detención más grandes que hubo en América Latina, y que hoy ha sido reconvertido en el Espacio de Memoria y Derechos Humanos.
La importancia de los juicios, señala, radica en que rescatan la memoria y refuerzan la condena social, lo que mantiene cerrada la puerta a la posibilidad de que haya un nuevo gobierno militar en el país sudamericano.
El sobreviviente advierte, sin embargo, que no hay que descuidar los juicios ni darlos por sentado. "Todavía no sabemos toda la verdad, no sabemos dónde están los cuerpos de los 30.000 desaparecidos, sus familiares no pueden terminar su duelo. Además, hay presiones permanentes para promover la impunidad de diferentes maneras, como liberar a los represores con el argumento de que ya son gente de edad avanzada y están enfermos", dice.
Dejar de llevar la palabra como estigma
A pesar de que los juicios reavivan recuerdos dolorosos, las sentencias son emotivas. Los testigos y sobrevivientes suelen partir en medio de una reparadora sensación de justicia, entre gritos de apoyo y aplausos de militantes de organizaciones de derechos humanos.
Eso le pasó a María Freier el 16 de octubre de 2013, el día que testificó contra los responsables de la desaparición de su hermana Verónica, ocurrida en junio de 1978. La mujer leyó frente al tribunal un poema que erizó la piel de quienes presenciaban la audiencia. Escribir había sido hasta entonces una forma de conectarse con su dolor personal y con la construcción de la memoria social, colectiva.
"El silencio produce mucho daño. Leí ese poema en el juicio porque trataba de reflejar qué pasa realmente en la vida, en la historia de uno, en estos casos. Le quería dar al tema de los desaparecidos una mirada diferente al relato oficial. Después de testificar me sentí muy bien, pero nunca se resuelve todo. Fue un acto liberador porque, como dice John Berger, dejas de llevar la palabra como estigma. Sentí que en el tribunal había sido coherente con mi vida y con mis convicciones", dice.
Cuatro años más tarde, cuando el juicio terminó y se dio a conocer la sentencia, Freire estaba contenta. Lo sintió como un logro muy grande. "Es un acto de justicia, pero no alcanza porque los represores hicieron un pacto de silencio absoluto, algunos incluso han mentido, pero en términos generales sí es reparador porque una cosa es el juicio en términos políticos y sociales, y otra en términos personales. Un desaparecido es una tragedia muy difícil de superar, el corazón queda lastimado y aprendes a vivir, a transitar con eso", explica.
Los juicios tienen una importancia histórica, ya que han convertido a Argentina en uno de los países quemás delitos de lesa humanidad ha condenado en el mundo con tribunales propios. No abundan. Sin embargo, los procesos no suelen tener mucho público y los medios de comunicación no los cubren de manera consistente.
En ese sentido, Gastón Schiller, director del Centro de Estudios Legales y Sociales, uno de los organismos de derechos humanos más reconocidos en este país, considera que "no es necesariamente malo" que no vaya tanta gente a los juicios.
"Eso puede pasar porque se han normalizado. Ha habido más de 200 juicios con sentencias paradigmáticas por apropiación de niños, por los crímenes en la ESMA, el Plan Cóndor, y en esos casos ha habido movilizaciones populares muy importantes en los tribunales. Claro que sería bueno que fueran jóvenes y estudiantes para escuchar el horror que, por suerte, no vivieron", señala.
Schiller considera que también puede influir el hecho de que, si bien el gobierno del presidente Mauricio Macri no ha tomado políticas en contra de los juicios, tampoco les ha otorgado la centralidad que tuvieron en años anteriores.
De la impunidad a la memoria
La historia de los juicios de lesa humanidad en Argentina es larga y compleja. En 1985, dos años después de terminada la dictadura, bajo el gobierno de Ricardo Alfonsín fueron condenados los miembros de las juntas militares, entre ellos el dictador Jorge Rafael Videla, pero cinco años más tarde, el presidente Carlos Menem los benefició con un indulto, al igual que a cientos de militares y civiles que estaban procesados. En un afán de equiparar los crímenes cometidos por el Estado y por los "subversivos", Menem también indultó al ex jefe de Montoneros, la principal guerrilla que había sido combatida por la dictadura, y varios de sus miembros.
Miles de represores quedaron protegidos gracias a la aprobación, entre 1986 y 1987, de las Leyes de Punto Final y Obediencia Debida, mejor conocidas como leyes de impunidad, las cuales fueron anuladas en 2003 por el Congreso y en 2005 por la Corte Suprema.
Desde entonces los juicios avanzaron y, de acuerdo con el informe más reciente de la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad, hasta el pasado 17 de julio han sido condenadas 915 personas, entre exmilitares, expolicías, exjueces, curas y empresarios que secuestraron, torturaron, cometieron desaparición forzada y delitos sexuales, se apropiaron de niños y recién nacidos y robaron bienes de las víctimas.
Actualmente, de las 974 personas detenidas por delitos de lesa humanidad, 649 de ellas, es decir, el 67%, goza de arresto domiciliario, mientras que 248 permanecen en cárceles comunes y 77 cumplen condenas o esperan sus juicios en prisiones militares especiales y de fuerzas de seguridad.
Cecilia González
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