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La Merced, símbolo de la cultura popular mexicana que ni los incendios pueden vencer

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Si bien las llamas consumieron parte de las instalaciones de este mercado el pasado 25 de diciembre, su ecosistema sigue vivo gracias a generaciones de comerciantes y compradores que mantienen la identidad y, sobre todo, el sentido de pertenencia.
La Merced, símbolo de la cultura popular mexicana que ni los incendios pueden vencer

Una señora regordeta, morena, peinada con un chongo y vestida con delantal se sienta en un banquito de plástico y le echa salsa verde a los seis tacos de canasta amontonados en su plato. El puesto de una de las variedades del antojo más popular de los mexicanos está a la salida del metro Merced, nombre de un barrio y del mercado más icónico de la ciudad de México.

Es un sábado a la mañana, pero podría ser cualquier día. La señora come sus tacos en escasos minutos. Es la primera escala de una jornada en la que, tal y como hacen aquí a diario casi 200.000 personas, ella se abastecerá de frutas, verduras y todo tipo de alimentos. Quizá compre una camiseta o zapatos. Y flores, dulces o juguetes en escala mayorista. También puede llevarse productos de ferretería y hojalatería, hierbas medicinales, recuerdos para alguna boda o fiesta de 15 años o tardíos adornos navideños.

Porque es bien sabido que, en los más de 8.000 puestos fijos y ambulantes repartidos en los 88.000 metros cuadrados de La Merced, se puede encontrar de todo. 

A su alrededor se escuchan consignas con las que los vendedores compiten a los gritos: "¡lleve, lleve, güerita!, ¿qué le damos?", "aquí sí le ponemos kilos completos", "¿qué le vendo?", "pásele, güerita, tenemos el mejor precio". Hace décadas, los cargadores inventaron su propia palabra clave para abrirse paso entre la estrechez de los espacios. "¡Diablo!", alertan. La gente, de manera automática, se corre y los deja pasar con sus "diablitos", carretillas de carga colmadas de cajas de cartón o madera con la mercancía que sus clientes van acumulando.  

El mercado, que fue construido en 1957 pero que ya funcionaba de manera informal desde hace siglos, está dividido en zonas para cada tipo de mercancía. En algunas partes la anarquía se impone y permite postales en las que pueden verse vendedores de maquillajes, masa azul, chiles verdes, moles, canela, quesos, tortillas, jengibre y zapatos deportivos. Uno detrás de otro.

Los colores invaden la vista, ya sea en los puestos bajo techo o a la intemperie: las variadas tonalidades verdes de nopales y chiles se mezclan con el reluciente rojo de los jitomates, el naranja de las zanahorias que, de tan limpias, parece que ya no tienen cáscara, y el intenso amarillo de las guayabas o de los pollos que posan descabezados en planchas de azulejo.  

La música ameniza. Los reguetones suman ambiente de fiesta, pero en otros pasillos están en modo más romántico. Juan Gabriel y José José se turnan para cantar: "ya lo sé que tú te vas, que quizás no volverás" o "qué triste fue decirnos adiós, cuando nos amábamos más".

Huele al salado bacalao de temporada, ajos y hierbas; a la fritura de papas que acompañan hamburguesas al paso, a las pizzas que reposan en vitrinas de vidrio, al hervor de gigantescas ollas o cazuelas con moles, caldos de pollo, pancitas, frijoles y guisos con horas de preparación.

Pero también huele a quemado. Gran parte de la llamada Nave Mayor, destinada a la venta de alimentos, luce negra por el humo, derruida y custodiada después del incendio del incendio de la semana pasada. En plenas vísperas de Navidad, con el mercado casi vacío, las llamas estallaron de nuevo, como ocurrió aquel angustiante 13 de diciembre de 1988, cuando la explosión de fuegos artificiales almacenados mató a 61 personas. Una década más tarde, el fuego reapareció pero dejó solamente daños materiales. Lo mismo ocurrió en febrero de 2013. En esta ocasión, el saldo fue de 2.000 muertos y casi 1.000 puestos afectados. 

Por eso, las charlas de pasillo giran en torno a la quemazón: "pensé que el humo había llegado hasta acá", "el gobierno dice que les va a dinero a los damnificados", "¿cuánto perdiste?". La versión oficial apunta a un corto circuito, pero el temor extraoficial es que el incendio haya sido provocado para tirar el mercado, transformarlo en una especie de 'shopping' y repartir los espacios con un injusto criterio de discrecionalidad, sin respetar a los vendedores locales.

De ahí la incertidumbre, pero también la resistencia de los más de 25.000 comerciantes que trabajan aquí y que saben que La Merced es, además de su modo de subsistencia, un símbolo de la ciudad que van a defender

Una tradición

La vitalidad de los 359 mercados de la ciudad de México tiene su epicentro en La Merced, un barrio popular que está delimitado por 54 manzanas vecinas del Centro Histórico. En estas calles, desde tiempos prehispánicos, se instalaron tianguis callejeros que después maravillarían a los conquistadores españoles. La tradición comercial de las culturas antiguas persiste tanto como la fascinación de la mirada extranjera. 

En La Merced hay un ecosistema propio de convivencia al que no cualquiera puede incorporarse. La mayoría de los puestos son herencia familiar. El linaje comercial muchas veces está atravesado por bodas entre familias de vendedores, alianzas que pueden mutar en rivalidades al estilo Montesco y Capuleto. Hay chismes, peregrinaciones, fiestas colectivas y "limpias" de los puestos, rituales con hierbas, velas e incienso para combatir el "mal de ojo" provocado por la envidia de los competidores. Hay indigentes, raterías y una creciente amenaza de los narcos, que han convertido la extorsión a los vendedores en otra de sus fuentes de ingresos.

Hay, sobre todo, identidad, sentido de pertenencia. Y cultura del trabajo. 

Las horas de descanso son escasas y nunca totales. En las madrugadas, cuando La Merced está casi vacía, en algunos puestos las ollas de comida comienzan a hervir mientras llegan los camiones de carga. Cada día, aquí se comercializan más de 10.000 toneladas de alimentos y se producen 450 toneladas de basura. Al alba, se corren las cortinas de hierro de locales de venta y de bodegas o se destapan los hules que cubren las mercancías en los puestos fijos. Afuera llegan los vendedores más humildes, los que ni siquiera tienen un lugar asegurado. Su escaso patrimonio son los productos que ofrecen caminando durante todo el día y a viva voz, desde manitas de hule para rascar la espalda, esponjas para lavar platos o calcetines. Otros más afortunados posan su mercancía en cajas de madera. Puede ser el dulce de amaranto que los mexicanos bautizaron como "alegrías", tacos de canasta, un costal de aguacates o ropa interior.

Desde temprano hay compradores en masa. Los revendedores que vienen de lejos para llevar productos a sus propios comercios se mezclan con las amas de casa de presupuestos limitados que saben que aquí todo está más barato. No faltan los que sólo van a comer uno de los caldos de gallina más famosos de la ciudad. O los que hacen una parada en La Merced aunque en realidad su destino es el Mercado Sonora, que está a un par de cuadras y que es famoso por sus pociones mágicas y tráfico de especies.

La ruta sobre la Avenida Anillo de Circunvalación, en donde está la entrada principal del mercado, permite visitar, por orden, los comercios de flores, los de alimentos, los de ropa y los de dulces. En esta última parte aparecen las cientos de prostitutas que conforman una legendaria y barata zona roja en la que deambulan con sus tacones, abundante maquillaje, faltas cortas o vestidos ajustados y escotados durante las 24 horas. Sus servicios cuestan escasos pesos. Las cobija la Iglesia de Nuestra Señora de la Soledad. El nombre de la Santa Patrona parece una redundancia.

"El barrio de La Merced y el mercado de La Merced son dos bastiones, dos referencias básicas, dos centros legendarios de la cultura popular urbana", resumió el escritor Carlos Monsiváis. Es una construcción de siglos que ningún incendio ha podido vencer

Cecilia González

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