"¡Vamos, carajo!", "¡Viva Perón!". Los gritos emocionados de un grupo de jóvenes aderezan el ingreso al avión que llevará a Buenos Aires a 290 pasajeros que ya cumplen semanas o meses varados en México por la pandemia. La consigna política hace sonreír a algunos. Otros fruncen el ceño. Pero la felicidad por volver a casa supera cualquier polarización.
El avión no tiene un solo lugar libre. Una joven guarda su mochila en el compartimento superior, se sienta, se abrocha el cinturón, se acomoda el tapabocas, se agacha y comienza a llorar. Con mayor o menor mesura, varios pasajeros también dejarán caer las lágrimas. Es el cúmulo de desesperación, tensión y estrés.
Porque este no es un vuelo común. No son hombres y mujeres que viajan por trabajo o vacaciones. Son ciudadanos argentinos o residentes a los que la pandemia atrapó en el extranjero, que padecieron con azoro el cierre de aeropuertos y las cancelaciones de aerolíneas que no les podían ofrecer alternativas.
Desde que el covid-19 alteró en marzo la cotidianidad mundial y hasta mediados de abril, lograron volver por tierra, aire o mar 168.140 argentinos o residentes que estaban en otros países. 20.000 de ellos lo hicieron gracias a los vuelos especiales de repatriación organizados por el gobierno, en la mayor parte de los casos a través de la estatal Aerolíneas Argentinas que, en promedio, cobró 600 dólares por pasajero, y que operó con tripulación voluntaria. No cualquiera se anima a volar sabiendo que corre el riesgo de contraer el virus.
Pero todavía quedan miles de argentinos y residentes que ansían regresar y que están a la espera de permisos especiales, ya que el 26 de marzo el presidente Alberto Fernández ordenó el cierre total de fronteras, lo que implicó la suspensión de operaciones en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza.
Esta semana, el gobierno autorizó la llegada de 16 vuelos que repatriarán a 3.104 personas. Así, la cifra de varados se reducirá a alrededor de 15.000. Los vuelos saldrán desde Guayaquil, Madrid, Montevideo, Miami, Ciudad de México, Roma, Cancún, La Habana, Miami, París, Barcelona y Bogotá, y serán operados por Latam, Copa, Iberia, Eastern, Aeroméxico, Air France y Aerolíneas Argentinas. En el operativo de rescate también participará un avión de la Fuerza Aérea argentina.
El vuelo Latam 1135, que partió el lunes a las siete de la noche en un vuelo directo desde la Ciudad de México a Buenos Aires, llevaba un combinado de pasajeros propios con otros incluidos por el consulado argentino, de acuerdo con las listas de espera que en México son especialmente abultadas, ya que a los viajeros se sumaron ciudadanos a los que la pandemia dejó sin trabajo, en particular en destinos turísticos del Caribe, y ya no tienen forma de mantenerse. También hay pasajeros que andaban por Europa o Estados Unidos y que, como México no cerró fronteras, viajaron para allá pensando que sería más fácil volver desde ahí a Argentina. Se equivocaron.
Aviso, incertidumbre y confirmación
El jueves 23 de abril por la noche, por pura inercia, reviso mis correos. Uno que tiene el remitente de Latam me desconcierta:
"Te informamos que estamos evaluando un vuelo para el día 27 de abril saliendo desde Ciudad de México a Buenos Aires. Para poder gestionar los permisos, la autoridad argentina nos exige presentar el listado de los pasajeros con información adicional. Necesitamos que confirmes nacionalidad, Documento Nacional de Identidad y dirección en Argentina. Necesitamos esta información hoy a las 20:30hrs de México. Importante: esto no implica que tu cupo está confirmado".
Son las 20:20. Corro a la computadora para responder que sí, que me anoten, que quiero volver a casa. Lo que no aclaro es que soy mexicana, pero vivo hace casi 18 años en Buenos Aires, ni que el 6 de marzo viajé a la Ciudad de México por un asunto familiar, y luego ya no pude regresar a Argentina.
Hasta ese momento no había hecho ningún trámite para repatriarme, ni con la aerolínea ni con el consulado argentino. Quería esperar a que la crisis por la pandemia amainara, pero pasan las semanas y cada vez son más las advertencias de los gobiernos de México, de Argentina y de gran parte del mundo de que esto va para largo.
Como yo había viajado en Latam, me tenían en su lista de pasajeros pendientes. Después de responderles, me la paso a pura inquietud. Me da miedo viajar, el peligro de contagio está más que latente en los aeropuertos, en los aviones. Pero también tengo ganas de volver a Argentina. En México he cumplido la cuarentena sugerida por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, quien, a diferencia de Alberto Fernández, no la ha decretado obligatoria.
Decido resignarme a que hay más posibilidades de que me dejen fuera y prioricen a los argentinos. Me siento en desventaja porque cualquiera puede pensar que, a fin de cuentas, estoy protegida en mi país. Y tienen razón, pero ya extraño mi casa en Buenos Aires. Más bien extraño mi vida, como seguro le pasará a gran parte de la humanidad, aunque sé que ya nada volverá a ser como antes del coronavirus. La incertidumbre dura tres días. El domingo, sin ningún tipo de mensaje personalizado, me mandan la tarjeta de embarque. Mi regreso para el día siguiente está confirmado. Me parece inverosímil. Me resisto a ilusionarme. Solo me convenceré cuando ya esté adentro del avión.
El lunes al mediodía, llega otro correo. Me piden presentarme cuatro horas antes de la salida para realizar chequeos médicos previos al embarque. "Nuestro vuelo más importante en este momento es cuidar tu salud y la de todos nuestros pasajeros y colaboradores", avisan. El horario me obliga a salir y a despedirme a las apuradas de los amigos que me albergaron.
Así, después de haber pasado 52 días en México, 46 de ellos en cuarentena, inicio el periplo a Buenos Aires.
Trámites a pura tensión
Llego antes de la hora pedida, pero me encuentro con que ya hay una fila de más de 100 personas. Luego un chico porteño me dirá que hace tres días que duerme en el aeropuerto porque se quedó sin dinero para pagar algún tipo de hospedaje, por eso fue uno de los primeros en formarse. Otros llegaron desde la mañana. No les importan las horas de espera. Lo que les urge es regresar. La mayoría sabe que la paciencia será el principal requisito para este vuelo.
Cada tanto pasan policías a pedirnos que mantengamos una distancia mínima de un metro y que no nos quitemos los cubrebocas. Hay barbijos de todo tipo: comerciales, caseros, profesionales, azules, blancos, multicolores. Uno tiene la figura de Bob Esponja. Las máscaras de lámina de acetato que protegen todo el rostro son escasas. Los guantes, también.
Aunque López Obrador decidió mantener abierto el aeropuerto, es evidente que las operaciones no son masivas. Deambulan pasajeros que embarcan, otros que arriban; familiares o amigos que los despiden o los reciben. Trabajadores en todas las áreas. Todos con cubrebocas, unos pocos con trajes especiales que les cubren de los pies a la cabeza. Las secuelas de la pandemia se evidencian en el cierre de las tiendas libres de impuestos y en la mayoría de los negocios, salvo las casas de cambio y tiendas de bebidas y comidas.
Conforme la larga fila avanza hacia el mostrador, funcionarios del consulado argentino en México, cubiertos de trajes blancos, pasan con listas en mano para confirmar a los pasajeros. El temor de que el nombre propio no aparezca y nos dejen de nuevo varados subyace todo el tiempo.
Luego reparten los formularios de solicitud de repatriación en los que anotamos nuestros datos personales y los de algún contacto en cualquiera de los dos países. Ese papel es para la Dirección Nacional de Migraciones. En otros más detallados, y que son para los ministerios de Salud de México y de Argentina, debemos declarar si tuvimos fiebre, tos, diarrea, vómitos, dolores musculares, dificultades para respirar, erupciones de la piel o sangrados anormales.
Cualquier respuesta positiva a estos síntomas pone en riesgo el abordaje, lo que me hace dudar si todos diremos la verdad. Ojalá. No queda más que confiar en la honestidad y responsabilidad individual. También nos insisten en poner el número de nuestro asiento, ya que ello permitiría localizar a nuestros compañeros de viaje más cercanos en caso de que, ya en Buenos Aires, diéramos positivo al test de coronavirus.
Ya en los mostradores, pasamos primero con un equipo de trabajadores sanitarios. Unos revisan los documentos; otros toman y anotan la temperatura y sacan fotos a los informes que llenamos. Si alguien tiene 37 grados o más, se cancela su viaje. Yo tengo 36,2. Respiro aliviada. Me sorprende, además, que en todo el proceso no haya una sola discusión, ni gritos, ni reclamos a pesar de lo extraordinario de la situación, y que la docena de trabajadores del consulado que nos atienden en cada etapa mantengan una serena amabilidad en medio de tantos nerviosismos, tensión y angustia por parte de los pasajeros.
Una vez que se confirma que no tenemos fiebre ni síntomas, podemos hacer el chequeo para obtener el preciado pase de abordar.
"Que llegue con bien a destino", dicen los trabajadores de la aduana a modo de despido. El mantra, que para ellos es cotidiano, adquiere otra dimensión para los viajeros en el marco de esta pandemia. La gratitud y el deseo de que sus palabras muten en profecía cumplida se multiplican.
Los trámites duran más de tres horas. Por eso el abordaje es casi inmediato. Los lemas peronistas estallan en la manga, entre risas. Las lágrimas, ya adentro del avión. Los gritos y aplausos, cuando la nave despega. Desconocidos sonríen entre ellos. Las miradas de complicidad entre extraños se mezclan con frases dichas en voz alta que resumen un sentimiento colectivo: Lo logramos. Nos vamos a casa.
En realidad, todavía faltan nueve horas de vuelo y varias horas más de protocolos y trámites en Argentina.
Precauciones
Antes de acomodarse, varios pasajeros limpian su asiento, ventanas, apoyabrazos y pantalla de televisión con toallitas húmedas o se rocían desinfectante en aerosol en la ropa y en el cabello. La frotada de manos con alcohol en gel es una constante durante todo el viaje.
Un hombre treintañero pregunta a los pasajeros más cercanos si hicimos cuarentena en México porque tiene miedo de contagiarse. Al tener diabetes, es paciente de riesgo. Todos le decimos que sí, que estuvimos encerrados. Se tranquiliza. Cuenta que es programador y llegó hace tres meses contratado por una empresa, pero al iniciar la pandemia lo echaron y su única opción era volver a Argentina. Tardó casi dos meses en conseguir este lugar que le asignaron en el último minuto. Llegó tan a las apuradas al aeropuerto que ni siquiera sabe si el vuelo es directo ni a qué hora llegaremos a Buenos Aires.
Las azafatas informan que debemos mantener puestos los cubrebocas durante todo el viaje y que no hay cobijas ni almohadas ni revistas por prevención, para que no las compartamos con pasajeros de otros vuelos. Nos entregan una bolsa de plástico para que, antes de salir, tiremos ahí los barbijos que queramos descartar o cualquier otro objeto que hayamos tocado. Debemos cerrarla con un nudo bien apretado. También piden caminar lo menos posible por los pasillos y mantener la mayor distancia posible. Los pasajeros intercambiamos miradas irónicas. El avión va lleno. No hay forma de no rozarte en algún momento con tu compañero de al lado.
La buena noticia es que, a diferencia de otros vuelos de repatriados, en éste sí hay comida. De cenar nos dan pasta con salsa de tomate, y de desayuno un sándwich de queso y jamón y un chocolate. La mala noticia es que no hay bebidas alcohólicas, solo agua. Con lo bien que nos vendría ahora una copa de vino o un mezcal.
Una tormenta nos da la bienvenida en Ezeiza, al amanecer. El agotamiento que tenemos se evidencia en el desgano del aplauso con el que algunos celebran el aterrizaje, cien escalas menor al que tuvo el de despegue.
Antes de tomar nuestros bolsos de mano, nos avisan que primero van a salir los pasajeros que vivan en alguna provincia del interior del país y luego los de provincia de Buenos Aires. Todos ellos podrán cumplir la cuarentena en sus casas. Al final salimos los que vivimos en capital, porque a nosotros nos llevarán a hoteles.
Ezeiza sí es un aeropuerto fantasma. Todo cerrado, sin aviones despegando o aterrizando en las pistas, apenas con un puñado de trabajadores y funcionarios de los gobiernos nacional y capitalino que supervisan los protocolos de los vuelos de repatriados.
Al salir del avión, nos hacen pasar por los escáneres de detección de temperatura. De los 290 pasajeros, resulta que una docena registramos más de 37 grados. A mí me dicen que tengo 37,7. Me asusto. No entiendo cómo me subió tanto entre la partida y la llegada. Mientras el resto de los pasajeros avanza a una desierta sala de migraciones, a nosotros nos ponen en una especie de corral improvisado con cintas de seguridad. Una chica reclama porque le dijeron que tenía 38,5. Si fuera cierto, dice, estaría al borde del desmayo, pero se siente de lo más bien. Hay pasajeros de las provincias de San Luis y Córdoba que temen que los colectivos destinados por el gobierno para llevarlos a sus provincias partan y los dejen varados en Buenos Aires. Los policías de Seguridad Aeroportuaria garantizan que eso no va a ocurrir.
Los médicos de Sanidad de Fronteras que revisan a los pasajeros con fiebre tardan más de una hora en llegar. Si ellos confirman las altas temperaturas, nos dejarán en el aeropuerto y harán operativos especiales e individuales para trasladarnos a hospitales. Me dispongo a obedecer las instrucciones.
Por suerte, los escáneres se habían equivocado. El termómetro digital marca 36,6 en mi caso y grados similares en el resto. Nadie tiene fiebre. Nos llevan a migraciones, en donde entregamos una declaración jurada para informar por enésima vez nuestros datos personales y darnos por enterados de que hay una pandemia y estamos obligados a permanecer aislados por lo menos durante 14 días para prevenir la circulación y el contagio del coronavirus. Si no cumplimos, seremos acreedores a sanciones penales.
"Declaro conocer la obligatoriedad, en caso de presentar síntomas compatibles con covid-19, de reportar de inmediato a los prestadores de salud… de descargar y utilizar en mi celular la aplicación gratuita dispuesta por el gobierno nacional con el objeto de estar informado, controlar mis síntomas y evitar el contagio", dice el escrito que firmo sin leer, aturdida por el estrés y el desvelo.
Ya han pasado más de dos horas desde que bajamos del avión y casi 24 desde que salí rumbo al aeropuerto de la ciudad de México para hacer este viaje, el más insólito y arriesgado que recuerde. El cansancio me tiene tomada por completo y obnubila la alegría de haber llegado.
A cada paso nos acompañan trabajadores del aeropuerto, del gobierno nacional o de la capital que cumplen funciones específicas, incluso custodiarnos si vamos al baño o darnos agua. Uno me dice que tantas semanas de cuarentena han permitido aceitar los operativos. El último trámite en Ezeiza es acomodarnos en los autobuses. Para eso hacen de nuevo listas, revisan asientos disponibles, avisan en los destinos quiénes, cuántos somos y procedencias.
En cuanto subo al autobús, me quedo dormida. Un rato después despierto en medio de la tormenta que no cesa. Ya estamos frente a un hotel de Recoleta. Nos avisan que vamos a tener que estar aquí por lo menos durante cinco días, mientras nos hacen el hisopado para descartar coronavirus.
Ya en la habitación, busco un mapa. El hotel está a unas veinte cuadras de San Telmo. De cualquier manera siento que, ahora sí, por fin volví a casa.
Cecilia González
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