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Narcotráfico, desplazamiento forzado y violencias: las huellas silenciadas de la deforestación de la selva en Suramérica

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Solo en los últimos seis meses, Bolivia, Colombia, Ecuador y Perú registraron un total de 34.709 alertas por devastación de superficies boscosas en espacios protegidos.
Narcotráfico, desplazamiento forzado y violencias: las huellas silenciadas de la deforestación de la selva en Suramérica

Las condiciones generadas durante la crisis sanitaria del covid-19 han sido aprovechadas por grupos ilegales para avanzar en la destrucción de los bosques en el sur de América. Desde marzo de 2020, cuando se decretó la pandemia mundial, se han disparado 724.557 alertas de deforestación en espacios protegidos de Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia.

Cada una de esas alertas, detalla una investigación de Mongabay, se dispara cuando se destruye una superficie de 30 x 30 metros en un bosque tropical, o lo que es lo mismo, cuando se pierde un área selvática equivalente a dos canchas de básquetbol. Solo en los primeros seis meses de este año se han detectado 34.709 alertas.

Las imágenes satelitales revelan que zonas de la Amazonía (Colombia, Perú y Ecuador) y la Chiquitania (Bolivia) son las áreas más afectadas por este fenómeno. En estos pulmones verdes se observa la acción de la tala indiscriminada con varios propósitos, entre ellos, el tráfico de madera, los monocultivos y el narcotráfico, un panorama que afecta especialmente a las comunidades indígenas que habitan en esas tierras.

La violencia, el desplazamiento y la pérdida de sus predios es la consecuencia más palpable en esos territorios, donde la presencia del Estado es reemplazada por la acción de grupos armados dispuestos a abrir rutas para la extracción de recursos, como la madera o los minerales, o el tráfico de mercancías ilegales, como la droga.

¿Quiénes dominan los territorios?

Los narcotraficantes que integran organizaciones como el 'Clan del Golfo', las disidencias de las extintas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), los latifundistas y personas involucradas en la la tala de bosques son los principales responsables de la escalada de deforestación y violencia. 

El reporte de Mongabay hace mención especial a Colombia, donde los narcotraficantes han incrementado el número de rutas para el tráfico de sustancias ilícitas, un comportamiento que coincide con el aumento récord de la producción de cocaína en ese país en el último año, según el informe de la Oficina de Política Nacional de Control de Drogas de la Casa Blanca que fue publicado el mes pasado.

Ese estudio determinó, en paralelo, que en 2020 hubo un aumento "de la violencia en las áreas rurales" en el contexto de la pandemia. El panorama es similar en Perú, donde en ese mismo año "el cultivo de coca y la producción de cocaína alcanzaron un nivel récord de 88.200 hectáreas".

Según las conclusiones de la oficina estadounidense, la evidente expansión de las áreas en control del narcotráfico "muestran la necesidad de incrementar los enfoques holísticos que combinen desarrollo económico, mayor presencia gubernamental y seguridad ciudadana, interdicción y erradicación en áreas rurales clave para reducir la producción de cocaína de manera sostenible y construir la paz en áreas afectadas por conflictos".

Pero las recomendaciones de EE.UU. –principal consumidor de las drogas que se producen en América Latina– están muy lejos de la realidad. La investigación conjunta de Mongabay destaca que el avance de grupos irregulares ha sido por la ausencia -o anuencia– del Estado y ha afectado no solo a la naturaleza, debido a la deforestación, sino también a las comunidades indígenas que viven en esos territorios y sufren la violencia y el desplazamiento forzado. 

Anatomía de la violencia

En Perú, los pueblos originarios situados en la región de Ucayali, y los de Santa Rosillo de Yanayaku y Anak Kurutuyaku, en la región de San Martín, han dejado de recorrer sus propias tierras por temor a ser asesinados por los narcotraficantes que operan en esa región.

Los habitantes estiman que los narcotraficantes les han despojado de al menos 10 % de sus tierras, al tiempo que han destinado unas 2.000 hectáreas para el cultivo de coca y la instalación de laboratorios de pasta base. La acción de esos grupos ilegales se ha ejercido a través de la intimidación y la imposición de unas 'normas' que privan a las comunidades indígenas de transitar libremente por sus propios predios.

Datos recopilados desde el inicio de la pandemia hasta la actualidad dan cuenta del asesinato de al menos siete líderes indígenas en Perú, tres de ellos este año. El último reportado fue el homicidio de Mario Marco López Huanca, responsable de la Reserva Comunal El Sira, quien fue abaleado por narcotraficantes mientras caminaba por las inmediaciones del río Anacayali.

En Colombia, el panorama es aún peor. Solo en lo que va de año, al menos 28 líderes indígenas han sido asesinados, según el recuento realizado por el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), que contabiliza un total de 86 activistas sociales y ambientales víctimas de homicidio.

La Amazonía colombiana, además, aparece entre las zonas de mayor conflicto por la aparición de actores ilegales armados que no solo deforestan, sino que ejercen su coerción contra las comunidades originarias que rodean los parques nacionales Sierra de la Macarena (departamento del Meta), Serranía de Chiribiquete (departamentos del Guaviare y Caquetá) y, sobre todo, el resguardo indígena Yaguará II (Llanos del Yarí). 

En Bolivia y Ecuador, la situación también es preocupante. Las extracción de madera en la cuenta de los ríos Bobonaza, Curaray y Villano, en territorio ecuatoriano, no solo ha tenido consecuencias en el desbosque, sino también en la instalación de colonos, la ruptura del tejido social y la proliferación de actividades ilegales, detalla el informe de Mongabay.

De hecho, el expresidente ecuatoriano Lenín Moreno hizo alarde del aumento de las exportaciones no petroleras en el país durante su Gobierno, sin embargo, parte de ese fenómeno fue posible debido al incremento desmedido de la explotación maderera de balsa amazónica, un árbol silvestre de rápido crecimiento que tiene la característica de ser el más liviano que se conoce, incluso es más ligero que el corcho.

Entretanto, la Chiquitania boliviana sigue bajo el asedio de los traficantes de tierras que pretenden instalar sembradíos extensivos de soya y se disputan el territorio con sus legítimos habitantes, especialmente en el área protegida de Bajo Paraguas San Ignacio de Velasco.

Nazareth Balbás

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