Al rescate de los abrazos, pero con barbijo: el tango comienza a revivir en Buenos Aires después del freno total por la pandemia

La industria cultural se reactiva de a poco con estrictos protocolos que no todos quieren cumplir.

"Peor es no bailar", dice Sofía, una recepcionista de 27 años que se acerca a la milonga al aire libre que se realiza todas las tardes en la Plaza del Congreso, en el centro de Buenos Aires.

El labial rojo intenso que solía usar ya no es necesario porque lleva la boca cubierta con un barbijo. Los estilizados tacones los sustituye por zapatillas. En la cintura se amarra una bolsita con billetera y celular. Y, ante la persistencia del frío otoñal, se incorpora a la improvisada pista callejera con la chaqueta de cuero puesta. Es un ajuar impensable en la era pre coronavirus, cuando el aura de glamour seguía predominando en el tango.

Los cambios son incómodos, pero para Sofía y miles de milongueros todo esto es preferible a no bailar. Ya tuvieron abstinencia suficiente durante el año y medio que ha durado la pandemia.

"Iba a las milongas por lo menos tres veces por semana, imagínate. Ha sido muy duro porque no tengo pareja para bailar en casa. Hacía ejercicios sola, escuchaba música, tomé clases por zoom, pero no es lo mismo", dice.

Y no. No es lo mismo. El tango es una identidad argentina, más concretamente del Río de la Plata que une a Buenos Aires y a Montevideo, y una pujante industria cultural que incluía clases, salones de baile, recitales, espectáculos teatrales, cenas-shows y venta de ropa y zapatos.

Pero todas las actividades quedaron paralizadas desde marzo del año pasado y recién comienzan un lento retorno, envueltas en estrictos protocolos con eje en el uso del barbijo que, por supuesto, no todos quieren cumplir.

Rebeldía

El tango solo adquiere sentido con una pareja y en colectivo. Se baila de a dos, abrazados, con una cercanía extrema vedada en pandemia y que no demandan otros ritmos que, aun en cuarentena, podían sobrevivir. Moverse solo, sola, al compás de una salsa, un reguetón, un merengue e incluso un rock and roll, es posible. El tango en soledad es inviable.

Parte de su encanto radica en la coreografía que las parejas forman para moverse en círculos, siempre en sentido contrario a las agujas del reloj, en las pistas de milongas tradicionales y no tanto. Las sonrisas, los efusivos besos en las mejillas que se dan las y los tangueros asiduos eran una postal permanente. El amontonamiento, los roces de los cuerpos, las manos entrelazadas, los empujones involuntarios en las pistas, también.

Por eso, la nostalgia de muchos tangueros en muchos casos muta en rebelión. Desde el año pasado se esparcieron por la ciudad milongas clandestinas, al aire libre o en espacios cerrados, bajo la premisa de que es mejor desafiar al virus que dejar de bailar. De ese tamaño es la adicción que genera esta danza.

El mes pasado, el Gobierno de la Ciudad formalizó por fin el protocolo para las milongas al aire libre que ahora pululan en plazas y parques. Se supone que debe haber distancias mínimas entre parejas y barbijo obligatorio. El intercambio de parejas está prohibido por completo. Pero las reglas se evaden, en algunos casos, al amparo de la vacunación.

"Ya me di las dos dosis", explica un hombre delgado y canoso un lunes por la noche en una milonga callejera del barrio de Almagro. Justifica así su negativa a usar cubrebocas porque le incomoda para bailar. Cuando le explico que pone en riesgo a sus parejas y a quienes están alrededor, se limita a sonreír y encoger los hombros.

La maestra pone un parlante. Suenan los acordes de un tango clásico de Juan D'Arienzzo, pero el volumen es insuficiente. La música se confunde con las bocinas de los autos que pasan, los ladridos de los perros; los gritos de unas chicas trans que, a escasos metros, bailan vogue; o de los reguetoneros que tienen su propio espacio.

En esa plaza, por lo menos, corre el aire. Peor es el panorama en una milonga clandestina del barrio de Recoleta.

Riesgos

"Esto es casi suicida", pienso (exagero) al atravesar la puerta roja que de inmediato conduce a un piso inferior. Bailar en una especie de sótano sin ventilación en plena pandemia no parece la mejor idea. Una pareja que ingresa al mismo tiempo dice que somos valientes. Yo más bien creo que irresponsables.

Es lunes y la idea es participar en una clase y después en una milonga. Apenas entrar, me doy cuenta de que, después de tanto tiempo y tantas campañas de información, muchas personas siguen sin enterarse de que ponerse mal el barbijo, no cubrir la nariz y la boca, es igual a no tenerlo.

A diferencia de las milongas callejeras, aquí sí hay más tacones altos, más vestidos brillantes, más maquillaje. Es un esfuerzo de "normalidad" en el que reaparecen tradicionales personajes tangueros, desde aquel que fastidia porque quiere enseñar a su pareja de turno aunque no es profesor, hasta el que despierta ternura porque todavía no sabe bailar, pero ya va engalanado con el estereotipo milonguero: traje oscuro, corbata y cabello engominado.

En la clase, que dura una hora, participa una veintena de alumnos. Cuando arranca la milonga, en el salón ya hay más de 30 personas. Varios se conocen. Se saludan de beso y abrazo. Las luces se apagan. El salón queda en penumbras, lo que dificulta todavía más las posibilidades que las mujeres tenemos para sumarnos a la pista.

A oscuras y con barbijo, no creo que abunden los cabeceos masculinos, ese gesto tradicional que invita a bailar. El encierro es lo más agobiante. Me voy.

Reencuentro

Días antes, el regreso a la movida tanguera ha quedado marcado por la calidez. En un salón de ensayos del barrio de Palermo, María Plazaola, una de las mejores maestras de tango de esta ciudad, se reencuentra con una decena de alumnas en la primera clase presencial de técnica femenina que da en el último año y medio que ha estado atiborrado de pantallas y virtualidad.  

Aquí sí hay barbijo, distancia, alcohol y todo tipo de protocolos. Responsabilidad, pero, sobre todo, emoción, afecto y cariño. Ha sido demasiado el tiempo de espera para volver a mirarse a los ojos y a los pies, para imitar las indicaciones de la docente sobre el peso del cuerpo, el metatarso, el balanceo, el ritmo, la posición de los brazos, el equilibrio, los talones, las caderas, las piernas y las rodillas.

"El cuerpo ahora es como un instrumento que hay que afinar, necesita recuperar la memoria corporal", explica Plazaola con dulzura ante la torpeza robótica que sentimos varias alumnas que tratamos de acomodar nuestros movimientos a la específica cadencia tanguera que la pandemia nos obligó a dejar de ensayar.

La clase se entorpece con los gritos de los integrantes de una murga que, esa tarde de sábado, no tienen mejor idea que emborrachase y tocar y cantar en la calle, justo en el balconcito que permite ventilar el salón.

En otro momento, quizá habría quejas. Pero esta tarde nos miramos y nos sonreímos. Hoy, lo más importante es que por fin volvimos a vernos y a desplazarnos acompañadas por los acordes de un bandoneón.

Cecilia González