La Segunda Guerra Mundial, que se cobró decenas de millones de vidas en todo el mundo, llegó a su fin en 1945. Pero no para el sargento japonés Shoichi Yokoi, que durante 27 años más estuvo librando una guerra por sobrevivir en la isla de Guam mientras evitaba ser capturado por las fuerzas estadounidenses.
Según el historiador Robert Rogers, cerca de 5.000 soldados japoneses se negaron a rendirse tras ser derrotados en la batalla de Guam, prefiriendo una vida en fuga a la vergüenza de ser detenidos como prisioneros de guerra. Aunque los aliados capturaron o mataron a la mayoría de estos resistentes en pocos meses, unos 130 permanecieron escondidos.
El sargento Yokoi, de la 38.ª División del Ejército Imperial Japonés, solo se reincorporó a la sociedad después de ser sometido por dos pescadores locales, a los que intentó agredir mientras pescaba en un río en enero de 1972, convirtiéndose así en uno de los últimos en rendirse.
Esta semana, en vísperas del 50.º aniversario de su 'regreso de la muerte', su sobrino, el profesor Omi Hatashin, a quien Yokoi trató como al hijo que nunca tuvo, habló en exclusiva con RT.com.
El mito detrás del héroe
Hatashin, que reside en Osaka, donde es profesor universitario de historia moderna y derechos humanos, descartó la mitología del soldado que nunca se rindió que se ha creado desde entonces en torno a su tío y, en su lugar, pintó una imagen de un hombre con un profundo sentido de humanidad hacia sus camaradas.
Nacido en la prefectura japonesa de Aichi en 1915, Yokoi trabajó como sastre antes de ser reclutado por el Ejército Imperial Japonés en 1941. Según el portal Wanpela, que mantiene un registro de los japoneses que no se rindieron, Yokoi estuvo destinado en China hasta febrero de 1943, cuando fue trasladado a Guam.
"Debido a las terribles circunstancias en las que se encontraba el Ejército, con escasez de soldados hacia el final de la guerra, especialmente en la defensa de Guam, la administración japonesa decidió que todos los hombres de logística debían recibir más munición y luchar como soldados", contó el profesor Hatashin.
A pesar de su pequeña población de 20.000 habitantes, la isla tenía una enorme importancia estratégica. Japón se apoderó de ella en diciembre de 1941, comenzando con un ataque aéreo sobre la capital, Agaña. En solo tres días, el Ejército Imperial invadió la posesión estadounidense. Durante la ocupación, los japoneses intentaron erradicar cualquier vestigio de la cultura occidental en la isla. La mayoría de los afectados fueron los locales, que sufrieron torturas, violaciones y decapitaciones. Se calcula que más de 1.100 murieron durante la ocupación.
En julio de 1944, en un intento de reconquistar Guam, los estadounidenses lanzaron uno de los bombardeos navales previos al asalto más devastadores de la Segunda Guerra Mundial. Frente a 55.000 soldados enemigos, los japoneses fueron pronto derrotados.
Sin embargo, mientras los combates arreciaban a su alrededor, el sargento Yokoi se separó de su pelotón ya que había estado sufriendo una terrible diarrea y estuvo por un tiempo en la letrina, y cuando fue a reunirse con sus hombres, estos no aparecían por ninguna parte.
Pero no quedó solo. Las filas japonesas estaban desorganizadas, así que se unió a un grupo de nueve soldados bajo el mando de un oficial que había sido monje budista. "El oficial no estaba realmente interesado en luchar", dijo el profesor Hatashin, "así que buscaron la manera de construir una balsa y escapar de Guam, donde esperaban ser rescatados por la Marina japonesa, o incluso por los americanos".
Aunque el escuadrón, poco unido, continuó atacando las posiciones estadounidenses, la falta de alimentos y los desacuerdos sobre las tácticas provocaron una ruptura y el grupo se disolvió, dejando a Yokoi y a dos compañeros, Shichi Mikio y Nakahata Satoshi.
Según Hatashin, en un momento dado los tres hombres intentaron rendirse, pero se encontraron con tal hostilidad por parte de los habitantes de Guam, quienes recordaban el salvajismo de los invasores, que tuvieron que huir para salvar sus vidas, jurando no volver a acercarse a los lugareños. Tan grande era su miedo a las represalias que se aferraron a esa decisión incluso en 1952, cuando se encontraron con unos panfletos que declaraban que la guerra había terminado.
Un motivo para sobrevivir
Tras varios intentos de excavar un lugar adecuado, Yokoi acabó abandonando a sus dos compañeros por un desacuerdo sobre la preparación y el almacenamiento de los alimentos. Contando esta experiencia, dijo: "Cavamos una cueva en un matorral de bambú, pero al cabo de unos meses se nos acabó la comida. Los otros se trasladaron a un nuevo escondite donde había más comida. Nos visitábamos unos a otros". Los tres acordaron que debían limitar su contacto entre ellos para evitar ser detectados.
El interior de la cueva de Yokoi tenía un metro de altura y 2,7 de longitud. La cueva estaba sostenida por fuertes cañas de bambú y era accesible a través de un estrecho agujero oculto con una escalera. Los suelos y las paredes estaban cubiertos de bambú e incluso construyó un retrete interior.
Vivía a base de gambas, peces, anguilas, sapos, ratas y cerdos salvajes que cazaba, mientras recolectaba cocos, frutos del árbol del pan y papayas en la selva circundante, saliendo de su escondite solo por la noche para evitar ser detectado.
Aunque vivía separado de Mikio y Satoshi, no estaban a gran distancia, y cuando, en algún momento de 1964, se dio cuenta de que no había visto a sus vecinos durante algún tiempo, fue a buscarlos. Cuando el sargento entró en la cueva de sus compañeros, se topó con restos humanos. Los dos estaban muertos. Una aplastante realidad para Yokoi, como lo describe su sobrino:
"A lo largo de su vida se había sentido terriblemente solo, pero quedó claro que estos dos tipos que vivían en un agujero en el suelo de Guam se habían convertido en su familia".
El profesor Hatashin explicó que la destrucción causada por el tifón Karen, que azotó Guam en 1962, creó una grave escasez de alimentos que dificultó a los soldados las posibilidades de encontrar comida: "Estaba emocionalmente devastado, pero de alguna manera se convenció de que tenía el deber de informar de la muerte de los dos chicos a Japón. Pensó que alguien debía informar al gobierno sobre esta tragedia. De ese modo, se convenció a sí mismo para sobrevivir".
La misión de Yokoi fue su salvación y lo que le hizo seguir adelante durante sus últimos ocho años de aislamiento. Más tarde, confesó a su sobrino que su único propósito para seguir vivo era informar de la muerte de sus dos compañeros a sus superiores para que sus familias pudieran guardar luto por fin. A su regreso a Japón cumplió la promesa que se había hecho a sí mismo, dirigiéndose a las casas de ambos soldados para confirmar que habían fallecido.
Aunque se ha hablado mucho del código de conducta militar del Ejército Imperial Japonés y de su sentido del honor, que exigía la muerte antes de la rendición, muchos han sugerido erróneamente que esa fue la razón de la determinación del sargento Yokoi para mantenerse firme.
El profesor Hatashin señala que esto no era un reflejo fiel de la realidad de la guerra. Los oficiales japoneses de Guam capturados por los estadounidenses se rindieron fácilmente para salvar su propio pellejo, algo que irritó enormemente a su tío cuando finalmente regresó a casa.
"El propio Yokoi dijo que los coroneles que se rindieron y vivieron felizmente de vuelta en Japón nunca quisieron verle con vida".
Para ajustarse a la narrativa oficial, y para evitar cualquier pregunta sobre el hecho de dejar hombres atrás, cualquier soldado del que no se tuviera constancia tras la devastadora batalla en la isla fue simplemente declarado muerto, por lo que a la madre de Yokoi se le dijo que su hijo había perecido. "Se decidió que todos los soldados habían muerto en la batalla, aunque no tuvieran ninguna prueba de ello", señaló el profesor.
La vida tras el regreso a casa
Aunque la inesperada reaparición del sargento Yokoi en 1972, después de 10.000 días, pudo avergonzar a la jerarquía militar, a su regreso a Tokio fue recibido como un héroe por un público que le mostró su gran admiración.
Millones de personas en Japón vieron por televisión cómo un avión de pasajeros fletado por Japan Air Lines traía al antiguo aprendiz de sastre que, ya con 56 años, estaba de vuelta a un país que había visto por última vez cuando fue reclutado en 1941.
"He regresado con el fusil que me dio el emperador", dijo el sargento en un breve encuentro con los periodistas. "Lamento no haber podido servirle a satisfacción".
Sin embargo, el 'regreso de la muerte' de Yokoi causó descontento entre algunos. Las bajas japonesas en Guam sumaron alrededor de 18.000 y los familiares de muchos soldados que nunca regresaron se pusieron en contra del sargento, quien recibió a altas horas de la noche llamadas anónimas exigiendo saber cómo había sobrevivido tanto tiempo, cuando sus seres queridos habían perecido. En un momento dado, recibió una navaja de afeitar en el correo, cuya sugerencia implícita era que hiciera con ella lo que los estadounidenses y los años de aislamiento en la selva de Guam no habían conseguido.
Aunque luego vivió tranquilamente en Japón dando conferencias y entrevistas sobre su extraordinaria vida, el exmilitar visitó más tarde Guam con su nueva esposa ante la insistencia de esta, que tenía curiosidad por ver las condiciones en las que su marido había sobrevivido durante casi tres décadas. Mihoko Yokoi sobrevivió mucho tiempo a su marido, y hoy, con 94 años, vive en Kioto.
Sin pensión militar, la vida posterior del sargento que nunca se rindió fue austera. Se presentó sin éxito al Parlamento en 1974, e incluso escribió un libro titulado 'Hay que vivir con más dificultades'.
Antes de morir de un ataque al corazón en 1997, a la edad de 82 años, las últimas palabras del sargento Yokoi a su sobrino se centraron en sus compañeros, cuyos cadáveres hacía tiempo que habían sido reclamados por la selva de Guam: "Me dijo que ojalá hubieran podido volver los tres juntos".