Pureza Lopes Loyola vendió todo lo que tenía y salió tras los pasos de Abel, el menor de sus cinco hijos que desapareció tras marcharse en busca de una oportunidad en la minería en el estado amazónico de Pará, en el norte de Brasil. Era 1993.
Sospechaba que algo malo había ocurrido y, decidida a encontrarlo, se fue prácticamente con lo puesto –una bolsa, una biblia y un foto de su hijo–. En su búsqueda, que duró tres años, se infiltró en haciendas donde fue testigo de un violento sistema de reclutamiento con el que se engañaba a los trabajadores con falsas promesas y después eran sometidos a condiciones degradantes, equiparables a la esclavitud.
Con la ayuda de la Comisión Pastoral de la Tierra (CPT), Pureza contactó con el Ministerio Público de Trabajo y denunció la situación, lo que generó gran repercusión nacional e internacional en aquella época.
Su lucha no fue en vano, terminó recuperando a su hijo y se convirtió en símbolo del abolicionismo. Pero, en el último país de América en prohibir oficialmente la esclavitud (1888), miles de trabajadores siguen malviviendo sometidos al trabajo forzoso, principalmente a través del sistema de servidumbre por deudas.
El último gran caso mediático fue a finales de febrero, cuando 207 personas fueron rescatas en Bento Gonçalves, en el estado de Río Grande do Sul, durante la vendimia.
No es que fuera una excepción, pero afectó al pujante sector vinícola brasileño: las autoridades destaparon que los trabajadores, sometidos a shocks eléctricos, porrazos y spray pimienta, estaban contratados por una empresa que cedía su mano de obra a tres de las mayores bodegas de Brasil, Salton, Aurora y Garibaldi.
Recurrir a empresas subcontratadas es la solución más común de las compañías para eludir la ley y evitar el pago de derechos laborales.
El código penal brasileño considera esclavitud cuando una persona sufre condiciones degradantes, horas de trabajo agotadoras, trabajo forzoso y servidumbre por deudas. Este crimen es castigado con entre dos y ochos años de prisión y a una multa.
Entre 1995 y 2022, más de 60.000 personas han sido rescatadas en Brasil en situación análoga a la esclavitud. Solo en 2022, se hallaron 2.575 víctimas, entre ellas 148 extranjeras, en 462 operaciones, y de enero a marzo de este año han sido localizadas 918 personas.
Estas cifras muestran el enorme desafío que todavía supone para las autoridades. "El trabajo esclavo existe en gran medida en Brasil porque se naturaliza esta forma de explotación. Damos por sentado que los trabajadores pueden estar en condiciones inhumanas", denuncia Natalia Suzuki, coordinadora de 'O Escravo, nem pensar', primer programa nacional de prevención de trabajo esclavo de la ONG O Reporter.
Según datos oficiales, un 92 % de las personas rescatadas en 2022 eran hombres y un 83 % negro o mestizo. El 51 % era originario del pobrecido nordeste.
El perfil más común es el del migrante interno que, como el hijo de Pureza, abandona su hogar para marcharse a zonas agrícolas a trabajar en ganadería, producción de carbón, cultivo de caña de azúcar, soja, algodón, café o en las minas de oro.
Aunque el trabajo forzoso suele producirse en áreas rurales también se encuentra extendido en las grandes ciudades, donde se detectan, principalmente, condiciones análogas a la esclavitud en el sector del textil –que emplea a un mayor número de mujeres– o en la construcción.
El Ministerio Pública indica que desde 2003 han sido rescatadas 2.488 mujeres, más de la mitad con edades comprendidas entre los 30 y 59 años. La mayoría trabajaban en la agropecuaria, en cocinas o en campos de café. Muchas también son explotadas como trabajadores domésticas o sexualmente.
"Un tiro en el pie"
"El trabajo esclavo es un tiro en el pie de la actividad económica y un tiro en el pecho de Brasil", aseguró el ministro de Trabajo y Empleo, Luiz Marinho.
Marinho criticó la reforma laboral de 2017 durante el Gobierno de Michel Temer, que abrió las puertas a la supresión de los derechos de los trabajadores.
Asimismo, el Ejecutivo de Luiz Inácio Lula da Silva ha anunciado que reactivará la llamada "lista sucia", que quedó muy debilitada en los gobiernos conservadores de Temer y Jair Bolsonaro.
Creada en 2004, la lista, de consulta pública y considerada por la ONU como una herramienta clave en la lucha contra la esclavitud, reúne a empresas y personas que usan mano de obra esclava. Aparecer en ella es una enorme mancha difícil de borrar para las compañías.
Las administraciones de Temer y Bolsonaro también limitaron los fondos públicos para las operaciones de fiscalización del trabajo forzoso y, en la actualidad, muchos auditores denuncian que la falta de personal retrasa las investigaciones.
"La reducción de personal representa un número mayor de ciudadanos sometidos al riesgo de trabajos análogos a la esclavitud, trabajo infantil, accidentes de trabajo e incluso muertes y amputaciones. Supervisar y combatir todo esto son competencias de la inspección del trabajo", explicó Bob Machado, presidente del Sindicato Nacional de Auditores Fiscales de Trabajo.
Tras décadas de denuncias, en 1995, el gobierno de Brasil fue uno de los primeros en reconocer la existencia del trabajo esclavo contemporáneo ante la comunidad internacional. Los testimonios de Pureza fueron fundamentales para crear ese mismo año el primer grupo especial de fiscalización móvil para luchar contra este fenómeno.
En mayo de 1996, Abel, el hijo de Pureza, consiguió escaparse de la hacienda donde estaba retenido y se reencontró finalmente con su madre. Un año después, en 1997, Pureza recibió en Reino Unido el Premio Antiesclavismo de la organización no gubernamental Anti-Slavery International.
Su historia fue llevada en 2022 a la gran pantalla por el director Renato Barbieri con el largometraje 'Pureza'.
Abel, su madre y el resto de la familia, viven hoy en Bacabal, un municipio en el estado de Maranhão.
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