El 5 de septiembre de 1970, el mundo se despertó con una noticia que en Washington cayó como un balde de agua fría: el candidato socialista Salvador Allende se había impuesto en los comicios presidenciales de Chile y estaba a un paso de convertirse en el primer político de perfil abiertamente marxista en llegar al poder a través del voto popular.
Ante esto, el Gobierno del presidente estadounidense Richard Nixon (1969-1974), bajo las directrices de su consejero de Seguridad Nacional, Henry Kissinger, intentó que el Congreso no ratificara al vencedor y que el estamento militar se rebelara, pero el fallo de este plan puso en marcha uno todavía más siniestro, cuyas consecuencias aún son palpables en el seno de la sociedad chilena.
La nueva estrategia, como demuestran documentos oficiales desclasificados, se apalancaba en el colapso económico del país, en interés de crear las condiciones para que las Fuerzas Armadas perpetraran un golpe de Estado. La conjura se concretó tres años más tarde, el 11 de septiembre de 1973.
A 50 años de aquella fatídica fecha, conviene exponer lo que EE.UU. y sus socios locales e internacionales emprendieron para "hacer gritar" a la economía chilena y deponer a un líder popular que representaba una amenaza para sus intereses geopolíticos.
El plan para "hacer gritar" a la economía
Los esfuerzos para derrocar a Salvador Allende comenzaron inmediatamente después de su triunfo y tuvieron en Kissinger su principal impulsor, como recogen cientos de documentos desclasificados disponibles en distintas agencias oficiales de EE.UU.
Además de evitar con ahínco su investidura a través de manipulaciones en el Congreso, el respaldo al golpe militar y hasta con el asesinato del comandante general del Ejército, René Schneider, la Administración Nixon consideró que había que poner en marcha otros métodos que permitieran defenestrar al mandatario democráticamente electo, sin que se pudiera detectar la intervención directa de EE.UU. en el proceso.
A estos efectos, la crisis económica inducida se presentaba como el escenario más favorable, vista la amplia influencia de Washington en los organismos multilaterales y ante gobiernos europeos anticomunistas.
En un telegrama de la embajada estadounidense en Santiago dirigido al Departamento de Estado el 5 de septiembre de 1970, se relata que la economía chilena estaba "en la mejor forma de su historia", pues acumulaba 500.000.000 millones de dólares en "reservas duras", cifra superior a la tasa per cápita de EE.UU. en aquellos años.
También se pronosticaba que el Gobierno de Allende evitaría "una gran salida de divisas en ganancias", se refería que en 1971 Chile sería "el segundo mayor productor de cobre del mundo, superando a la Unión Soviética, gracias a la enorme inversión de empresas estadounidenses", se apuntaba que los principales mercados del metal eran los países de Europa occidental y Japón, y se observaba que el Gobierno de la Unidad Popular incluso podría dejar de honrar acreencias con la banca internacional, sin que ello supusiera una debacle.
"El caso es que no necesita enfrentar ninguna restricción económica por algún tiempo", precisa el reporte.
Aunque el documento no lo detalla, la información relativa a las empresas estadounidenses se refiere a Kenneth Corp. Cooper (Kenneth Corp.) y a International Telephone and Telegraphs (ITT), que a la postre se convertirían en dos de las tenazas principales para asfixiar la hasta entonces pujante economía de Chile.
Apenas 10 días más tarde y en presencia de Kissinger, Nixon ordenó al director de la CIA, Richard Helms, emplear "a los mejores hombres" para "hacer gritar a la economía" de Chile y propiciar un cambio de régimen en la nación suramericana, con la advertencia de que debía ocultarse a toda costa la presencia estadounidense, pues ello les haría quedar mal ante la opinión pública.
Tras la investidura de Allende, en el Memorándum de Decisión 93, fechado el 9 de noviembre de 1970, se recogen las primeras líneas maestras del plan de asfixia económica acordado por la cúpula de la Administración Nixon: "Se debe ejercer máxima influencia sobre las instituciones financieras internacionales para limitar los créditos u otras ayudas de financiamiento a Chile".
De manera semejante se procedió a cercar todos los ámbitos que el informe del 5 de septiembre de 1970 había calificado como ventajosos o auspiciosos, con el objetivo de que el país andino dejara de recibir beneficios económicos y se produjera el ansiado quiebre social, ora para conseguir la renuncia de Allende, ora para que los militares lo expulsaran del poder.
Empiezan a sonar los gritos
Con ese pistoletazo de salida, durante los siguientes dos años EE.UU. se encargó metódicamente de bloquear subterfugiamente la economía chilena.
Así, los créditos del Banco Interamericano de Desarrollo y el Banco Mundial, que fluían a manos llenas en los tiempos del predecesor de Allende, Eduardo Frei Montalva (1984-1970), se suspendieron de improviso y se conspiró en el Club de París para que no se permitiera a Santiago renegociar los pagos de su deuda externa, considerada para la época una de las más altas del mundo por habitante.
Asimismo, el 'lobby' diplomático de la Casa Blanca en Europa occidental, en contubernio con los gobiernos de Francia y Alemania, consiguió manipular el mercado mundial del cobre, lo que se tradujo en una reducción significativa de los ingresos del país.
En la misma línea, agencias y funcionarios estadounidense amenazaron a las compañías chilenas con la imposición de medidas coercitivas si se atrevían a comerciar con países de Europa del Este o la Unión Soviética, hacia donde había mirado la Administración allendista para paliar el acoso.
Además, para impedir que las nacionalizaciones del cobre y de la empresa nacional de comunicaciones se hicieran letra viva, Kenneth Corp. e ITT torpedearon deliberadamente las negociaciones con el Estado chileno, desconocieron la autoridad de los tribunales locales y llevaron el caso a cortes internacionales, en la certeza de que allí obtendrían un fallo favorable.
A esto se suma que en octubre de 1972, por medio de agentes locales ligados al grupo de extrema derecha Patria y Libertad, la CIA pagó 100.000 dólares a compañías dueñas de camiones para boicotear el transporte de mercancías y provocar escasez de mercancías esenciales, en un contexto de creciente crisis económica.
Tal era el estado de las cosas en diciembre de 1972, cuando el presidente Salvador Allende compareció en la Asamblea General de las Naciones Unidas para pronunciar su discurso anual.
En la alocución, que se extendió por casi hora y media, el dignatario abundó en los detalles del 'crack' económico al que estaba siendo sometido su país. Y si bien no acusó nunca directamente al Gobierno de Richard Nixon, sí dijo claramente que estos hechos eran una expresión del "imperialismo".
"Desde el momento mismo en que triunfamos electoralmente, el 4 de septiembre de 1970, estamos afectados por el desarrollo de una presión externa de gran envergadura, que pretendió impedir la instalación de un Gobierno libremente elegido por el pueblo y derrocarlo desde entonces. Que ha querido aislarnos del mundo, estrangular la economía y paralizar el comercio del principal producto de exportación –el cobre– y privarnos del acceso a las fuentes de financiamiento internacional", denunció Allende.
Aunque Allende contó con el respaldo abrumador de la Asamblea, el organismo no demandó una investigación en el seno de las instituciones financieras internacionales y otras instancias multilaterales, que habría podido dejar al descubierto al menos una parte de la trama pacientemente urdida desde EE.UU. para cercar económicamente a Chile.
Datos oficiales refieren que al cierre de 1972, sin haber entrado en recesión, el producto interno bruto chileno se había contraído 4 % en relación con el año previo. Era el prolegómeno de una crisis que se agudizaría en 1973, cuando la inflación acumulada superó el 600 %, según estimaciones contemporáneas.
La estocada final
El paro patronal de octubre de 1972 sirvió como punto de partida para arreciar los ataques económicos internos. De más en más, partidos derechistas alentaron y organizaron manifestaciones antigubernamentales por el alto costo de la vida y la creciente escasez de insumos básicos en los anaqueles, intensificada con la cooperación de comerciantes y distribuidores.
La agenda era pública: hacer desistir a Allende de su plan de nacionalizaciones, frenar su reforma agraria y obligarlo a renunciar bajo el argumento de que las decisiones tomadas por su gestión habían hundido al país.
De su parte, el Gobierno respondió a la maniobra de acaparamiento con las Juntas de Abastecimiento y Control de Precios, unidades administrativas adscritas al Ministerio de Comercio compuestas por líderes sociales locales, quienes tenían a cargo distribuir equitativamente los productos de primera necesidad entre los vecinos de su comunidad.
A pesar de la compleja situación que reinaba en el país, en las elecciones legislativas para el período 1973-1977 celebradas el 4 de marzo de 1973, la coalición gubernamental Unidad Popular no sufrió la derrota aplastante que se vaticinaba, pues obtuvo 141 escaños en la Cámara de Diputados y 17 senadores, frente a los 149 diputados y 22 senadores conseguidos por el pacto derechista Confederación de la Democracia.
Se trataba de un voto de confianza de gran envergadura hacia el proyecto allendista, como advirtiera rápidamente el secretario del Departamento de Estado, Theodore Elliot, en un memorándum dirigido a Henry Kissinger tres días más tarde, porque, a pesar de las ventajas electorales de las que disponía, la oposición no había logrado conseguir el control de las dos terceras partes del Parlamento, una condición indispensable para bloquear sin obstáculos cualquier iniciativa del Ejecutivo.
Ante este escenario, Elliot dijo a Kissinger que "el fracaso de la oposición en obtener un margen más amplio de victoria será decepcionante para quienes esperaban que los resultados obligarían a Allende a modificar decisivamente el ritmo y la dirección de su 'revolución'".
Una semana más tarde, la CIA recomendaba "intentar inducir a la mayor parte posible de las Fuerzas Armadas, o a todas, a tomar el poder y destruir el Gobierno de Allende".
"La Estación –sede central de la agencia– considera que se debe crear un renovado clima de incertidumbre política y crisis controlada para poder estimular a los militares a considerar seriamente una intervención", reza otra parte del cable.
Todo salió a pedir de boca para EE.UU. En el segundo trimestre de 1973, el clima sociopolítico de Chile se había deteriorado ostensiblemente: los ciudadanos debían hacer largas filas para adquirir alimentos, la inflación estaba disparada y se cometía un atentado terrorista contra infraestructura crítica cada 10 minutos. Se habían conseguido crear las condiciones para un golpe de Estado militar.
La primera asonada, conocida a posteriori como 'El Tanquetazo', se produjo el 29 de junio, cuando el Regimiento Blindado Nº2 se rebeló contra La Moneda y tomó las calles de Santiago con tanques.
Aunque la rebelión fue conjurada por soldados leales al comandante en jefe del Ejército, Carlos Prats, el estamento militar había inclinado la balanza hacia el fin del Gobierno socialista y la suerte terminó de echarse un par de meses más tarde.
La verdad sale a la luz
Si bien los documentos de la política exterior de EE.UU. hacia Chile comenzaron a desclasificarse pasados 25 años del golpe de Estado contra Allende, la implicación estadounidense para desplazarlo del poder a través de una estrategia combinada de colapso económico programado, sabotajes a los servicios esenciales, propaganda anticomunista y un alzamiento militar, está fuera de toda cuestión desde el año 1974.
El Comité Church, una instancia de investigación del Senado de EE.UU. constituida para investigar las operaciones encubiertas en el seno de la Administración Nixon, consiguió abundante evidencia al respecto y mucha de esta fue divulgada oportunamente en una serie de reportajes aparecidos en The New York Times, principalmente bajo la firma de Seymour Hersh.
De acuerdo con las revelaciones del jefe de la CIA ante el Comité, de las arcas estadounidenses salieron ocho millones de dólares –unos 60 millones al cambio actual– para financiar la campaña contra Allende en el lapso 1970-1973.
Buena parte de las decisiones para emplear estos recursos con fines desestabilizadores las tomó el poderoso Comité 40, un organismo encabezado por Kissinger con amplio margen de maniobra y escasa supervisión del que participaban funcionarios cuidadosamente seleccionados y agentes de la CIA, sometido únicamente a la autoridad presidencial.
Pese a estar bajo la lupa por el Escándalo de Watergate –que terminaría con la dimisión de Nixon en agosto de 1974–, tanto el mandatario como Kissinger utilizaron su poder para obstruir las pesquisas y durante décadas sostuvieron que las actuaciones de la Casa Blanca en Chile entre 1970 y 1973 se limitaron al "fortalecimiento" de los partidos de oposición, sin que ello supusiera ninguna injerencia en la política interna chilena.
"EE.UU. no buscó presionar, subvertir, influenciar a un solo miembro del Congreso chileno en ningún momento en los cuatro años completos de mi estadía. En ningún momento se llevó a cabo una línea dura hacia Chile", afirmó por su lado el embajador estadounidense en Santiago entre 1968 y 1972, Edward Korry, al ser interpelado por el Comité Church, en interés de deslindarse del golpe de Estado de 1973 y mantenerse dentro de los límites de lo declarado por sus superiores.
Casi todos los participantes de esta operación fallecieron sin haber rendido cuentas por su actuación en la estrategia de cambio de régimen implementada por EE.UU. en Chile ni por su posterior respaldo a la dictadura militar de Augusto Pinochet.
Kissinger fue demandado por familiares del general Schneider ante tribunales estadounidenses, pero la causa fue desestimada por la Corte Suprema, que consideró que no estaba habilitada para juzgar los hechos por la independencia de poderes que rige en el país. Sigue sin reconocer su rol estelar en todo el plan que condujo al derrocamiento de Salvador Allende.