Matar al pájaro, callar al pueblo: el vil asesinato de Víctor Jara

La cultura de pactos de silencio instalada durante el régimen de Pinochet les permitió a los asesinos del cantor vivir tranquilamente por prácticamente cinco décadas, pero ya casi todos han sido condenados.

El 15 de septiembre de 1973, un grupo de militares apagó para siempre la voz del cantautor chileno Víctor Jara. Con las muñecas quebradas y 44 impactos de bala en el cuerpo lo encontraron dos trabajadores al día siguiente en una vía cercana al Cementerio Metropolitano de Santiago.

Considerado unánimemente como uno de los embajadores culturales más prominentes del Gobierno socialista del presidente Salvador Allende (1970-1973), su asesinato en el contexto de la masacre del Estadio Chile fue un campanazo de los duros años que habría de atravesar el pueblo chileno bajo el régimen de terror liderado por Augusto Pinochet.

Al matarlo, la recién instalada dictadura envió un mensaje claro a todos los partidarios del depuesto mandatario: el aparato represor estaría dispuesto a hacer lo que fuera para eliminar lo que calificaban de "yugo marxista", en aras, dijeron, de restaurar "el orden y la institucionalidad", según reza el primer comunicado de la junta militar, aparecido apenas dos días después de haber asaltado el poder.

Aunque la prominencia de Jara hizo que su crimen se conociera rápidamente dentro y fuera de su país, las circunstancias en las que este ocurrió permanecieron ocultas durante varias décadas a causa de una combinación entre el pacto de silencio suscrito entre los torturadores, las trabas de las Fuerzas Armadas chilenas y la incapacidad del Estado para administrar justicia y reparar a las víctimas.

A resistir el golpe

Nadie sabe lo que habría pasado aquel 11 de septiembre de 1973 si Allende hubiera acudido a la Universidad Técnica del Estado (UTE) –actual Universidad de Santiago de Chile– para anunciar un plebiscito en el que la población podría ratificar o rechazar su permanencia en el poder hasta 1976, cuando vencía el período constitucional para el que había sido electo en 1970.

Víctor Jara, además de un allendista consumado, era trabajador del Departamento de Comunicaciones de esa casa de estudios y estaba previsto que acompañara al presidente en la tarima con alguna interpretación. Allende nunca llegó. Pinochet, al tanto de sus planes, se encargó de que el golpe empezara al filo del alba.

"El 11 de septiembre comenzó como un día normal. Llevé a las niñas a la escuela. Cuando regresé, Víctor estaba escuchando la radio. Escuchamos que se habían puesto en marcha operaciones militares. Hubo un llamado urgente para que los trabajadores se congregaran y Víctor salió de casa para ir a la universidad. Allí trabajaba. Eso fue unas dos horas antes del bombardeo al Palacio de la Moneda", cuenta Joan Jara, esposa de Víctor, para el documental 'Masacre en el estadio', que vio la luz en 2019.

Joan relata que lograron hablar nuevamente la tarde de ese 11 de septiembre. Víctor le dijo que no podría volver a casa porque había entrado en vigor un toque de queda.

"Me dijo cuánto me amaba, que debía ser valiente… Y se despidió. Esa fue la última vez que hablé con él" 

De la UTE al Estadio Chile

En la mañana del 12 de septiembre de 1973, un contingente del Ejército conformado por unos 100 soldados asedió la Universidad Técnica del Estado, refiere, por su parte, Boris Navia Pérez, un sobreviviente de la dictadura, que divulgó los horrores que presenció en la masacre del Estadio Chile, incluyendo algunas de las torturas a las que fue sometido Jara. 

Osiel Núñez Quevedo, otro exprisionero político presente en la UTE, recuerda que sin previo aviso los militares "comenzaron a ametrallar la Casa Central", donde se resguardaban numerosos estudiantes y profesores, entre ellos, Víctor. 

En un reportaje publicado por el diario español El País en 2009, se menciona que unas 600 personas fueron sacadas de la UTE a punta de fusil y con las manos en la cabeza. Todos fueron vejados, apresados y llevados en autobuses hasta el Estadio Chile.

Los sobrevivientes calculan que, en los días que siguieron al golpe de Estado, el recinto llegó a alojar hasta 6.000 detenidos, al tiempo que el informe final de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura publicado en 2004 apunta que unas 40.000 almas desfilaron por allí durante los dos meses que funcionó como centro de detención clandestino.

"Era toda gente que venía golpeada, herida, sangrante, con la ropa hecha jirones; muchos, descalzos; muchos venían sin pantalones, en calzoncillos, ensuciados, arrastrados en el suelo", relata Navia para el documental 'Masacre en el estadio'.

El protocolo de ingreso obligaba a formarse en filas. El militar a cargo les obligaba a dejar sus efectos y documentos personales. También se exigía declarar abiertamente su filiación política. ¿El delito que se les imputaba? Ser "extremistas marxistas".

Allí, en esas filas y pese al caos reinante, un oficial reconoció a Víctor Jara.

¡A ese hijo de puta me lo traen para acá!

"¡A ese hijo de puta me lo traen para acá! Gritó el oficial apuntando con su dedo a Víctor Jara […]. ¡A ese hijo de puta me lo traen para acá!. Repitió iracundo el oficial…. […]. ¡A ese huevón! ¡A ese!", se lee en el testimonio que Boris Navia pronunció en un acto de homenaje a Víctor Jara en 2006.

Después de eso, en el episodio solo hay vejámenes: culatazos, puntapiés, improperios hasta dejarlo visiblemente amoratado y sangrante. Es entonces cuando el perpetrador decide que esas manos, de las que brotó canto revolucionario, ya no puedan tocar más canción alguna.

Navia recuerda para 'Masacre en el estadio':

"Un oficial de las FACh –Fuerzas Armadas de Chile– se acercó y venía fumando y tiró el cigarrillo cerca de Víctor y le dijo: 'Fuma, huevón'. Y él le dijo que no fumaba. 'Fuma, huevón'. Y ante esa voz perentoria, Víctor, con una mano vacilante y tiritona, empieza a estirarla para llevarla a donde estaba la colilla del cigarrillo. El oficial empieza a golpearle las muñecas y le dice: 'Vas a ver ahora si con estas manos vas a poder tocar la guitarra, hijo de puta'"

A pesar de la llamativa escena, las gradas y tribunas son espacio de horror. Solo unos pocos, en su mayoría compañeros de trabajo de la UTE, presencian esta fase de la tortura. Están demasiado aterrorizados y ocupados en su propia sobrevivencia como para reparar en lo que está sucediendo con Víctor.

Los torturadores deciden poner fin al espectáculo y el oficial a cargo hace avanzar la fila, no sin antes voltearse hacia un soldado raso y ordenarle que aparte a Jara del resto y que lo mate al menor movimiento. Durante el resto del 12 de septiembre y parte del día 13 lo dejan en un pasillo sin agua ni alimento donde la oficialidad hace de él objeto de burlas.

"Víctor tiene varias costillas rotas, uno de sus ojos casi reventado, su cabeza y rostro ensangrentados y hematomas en todo su cuerpo. Y estando allí, es exhibido como trofeo por el oficial superior y por 'El Príncipe' ante las delegaciones de oficiales de las otras ramas castrenses y cada uno de ellos hace escarnio del cantor", narra Navia.

Una situación extramuros distrae momentáneamente a los verdugos. Sus camaradas, atentos, aprovechan la oportunidad para arrastrarlo hacia un punto más visible, darle agua y limpiarlo un poco. Incluso cambian un poco su aspecto, en la esperanza de conseguirle anonimato entre la masa creciente de prisioneros.

La solidaridad se extiende hasta un soldado al que se le pide algún alimento para el cantor. Dice que no tiene nada, pero al poco aparece con un huevo crudo, lo único que, dice, fue capaz de conseguir. Pese a su estado físico, Víctor se lo come con sencillez y alegría. 

Navia no lo menciona, pero es evidente que el soldado se abstuvo de comentarle a sus superiores que Víctor Jara estaba en ese grupo, pues lo dejan permanecer cobijado con ellos durante la noche del 13 de septiembre. El 14, todo parecía indicar que les trasladarían hacia el entonces Estadio Nacional y que los militares, apremiados por otras urgencias, habían dejado en paz al cantautor.

Lamentablemente, no fue así. Una balacera retrasa la salida hasta el día siguiente. Entonces, el oficial conocido bajo el apodo de 'El Príncipe' recibiría visitas de la Marina y no se abstendría de jactarse frente a ellos de haber capturado a un ser humano al que había rebajado al estatus de presa.

Pese a la dramática situación, Víctor se las arregló para no borrar la sonrisa, enviar noticias a su familia con conocidos que aparentemente serían liberados, animar a sus compañeros de infortunio y hasta para componer los versos de un canto que aspiraba a entonar en cuanto fuera posible.

"La última visión con vida que tenemos muchos de Víctor es allá arriba en el palco, otra vez con el rostro sangrante, y él mirando hacia las graderías del estadio donde todavía debían quedar unas mil o dos mil personas, presos políticos, que eran su pueblo", remata Navia.

En la penumbra

Él y otros prisioneros vieron a Víctor una vez más, ya cadáver, apilado junto a varias decenas de cuerpos en la entrada del Estadio Chile la madrugada del 16 de septiembre. Sabían que estaba muerto, pero nada más.

Lo que sucedió la noche del 15 de septiembre de 1973 se mantuvo oculto bajo siete llaves hasta 2009, cuando el exoficial José Adolfo Paredes Márquez describió ante el juez Juan Eduardo Fuentes cruentos detalles de las últimas horas de vida del intérprete y precisó algunos de los nombres de los responsables materiales del hecho.

Paredes, que en septiembre de 1973 era un conscripto de 18 años venido de provincia, afirmó que desde el mismo 12 de septiembre los soldados rumoreaban que en el estadio estaban tanto Jara como los directores de Prisiones e Investigación del Gobierno de Allende, Littré Quiroga y Eduardo 'Coco' Paredes.

Siempre según su testimonio, esta información le fue confirmada a él y a su compañero Francisco Quiroz por el subteniente Pedro Barrientos, quien junto a los tenientes Nelson Haase y Rodrigo Rodríguez Fuschloger fungía como responsable de todos los conscriptos destacados en el lugar.

En su decir, Jara y Quiroga fueron trasladados junto con otros prisioneros a un camerino ubicado en el sótano del estadio. En algún punto de la noche, Haase y Barrientos comenzaron a disparar la pistola del subteniente contra la sien del cantautor. De ese macabro juego salió la primera bala asesina.

"Víctor cayó al piso mortalmente herido y con violentas convulsiones". Barrientos le ordenó a Paredes y a otros conscriptos que le llenaran el cuerpo de balas.

La terquedad de la verdad

Aunque Joan Jara solicitó formalmente la investigación de las circunstancias de la muerte de su esposo en 1978, tuvo que esperar hasta 1998, cuando la justicia británica encarceló a Pinochet, para que el caso, que desde el principio ha estado en manos del abogado de derechos humanos Nelson Caucoto, se reactivara.

Pese a ello, el pacto de silencio entre los victimarios y en el seno de las Fuerzas Armadas seguía siendo el principal obstáculo a superar. La situación cambió cuando el testimonio de José Adolfo Paredes empezó a echar abajo el cuidadoso castillo de naipes y posibilitó que, a diferencia de lo que ha sucedido con gran parte de los crímenes cometidos por la dictadura, se pudiera establecer un relato firme de lo sucedido y los culpables tuvieran rostro.

Joan Jara aprovechó su nacionalidad británica y su intenso activismo para interponer, junto a abogados especializados en víctimas de derechos humanos, una causa civil contra Barrientos en los Estados Unidos, país donde se residenció en 1989 y en el que ha vivido protegido de la justicia chilena hasta la fecha.

En 2013, una corte del estado de Florida logró establecer su responsabilidad en el asesinato del cantautor y le ordenó pagar 28 millones de dólares a Joan y a sus hijas a modo de reparación.

Este fue el pistoletazo para que el Estado chileno se decidiera a sancionar a los responsables con la diligencia que el caso ameritaba, pues en los años que siguieron a la delación de Paredes se identificó plenamente a todos los participantes.

'El Príncipe', el oficial que reconoció a Víctor Jara en la fila de prisioneros del Estadio Chile, resultó ser el coronel retirado Edwin Dimitir Bianchi. En 2009, cuando estalló el escándalo, ejercía tranquilamente como director del Departamento de Auditoría de Procesos Especiales y Pensiones del Ministerio de Obras Públicas, al que había ingresado en 1985.

En junio de 2018, el ministro en visita para causas de derechos humanos de Chile, Miguel Vázquez Plaza, condenó a los exmilitares Hugo Sánchez Marmonti, Raúl Jofré González, Edwin Dimter Bianchi, Nelson Haase Mazzei, Ernesto Bethke Wulf, Juan Jara Quintana, Hernán Chacón Soto y Patricio Vásquez Donoso, por los asesinatos de Víctor Jara y Littré Quiroga.

La sentencia contemplaba 15 años y un día de cárcel por los dos homicidios y tres años más por el secuestro de las dos víctimas, pero en 2021 la Corte de Apelaciones del país suramericano elevó la pena de secuestro a 10 años y un día, con lo que su tiempo tras las rejas se extenderá por 25 años. Asimismo, el oficial Rolando Melo Silva fue sentenciado a ocho años de cárcel por encubrir los delitos.

Estas sentencias fueron ratificadas por la Corte Suprema de Chile el 28 de agosto de 2023, al considerar que no hubo errores en lo dispuesto por la Corte de Apelaciones, como había alegado la defensa de los militares. Al día siguiente, Hernán Chacón Soto se suicidó con un disparo. 

Por otro lado, el pasado 23 de julio una corte del estado de Florida despojó a Barrientos de la ciudadanía estadounidense en razón de su responsabilidad en las torturas y la ejecución extrajudicial del cantautor, lo que elimina la única barrera jurídica existente para impedir su extradición a Chile, solicitada a EE.UU. desde 2016.

En 2009, cuando habían pasado 36 años de su asesinato, una multitud acompañó el féretro de Víctor Jara por las calles de Santiago hasta su morada final. En nada se pareció al funeral de septiembre de 1973, cuando Joan tuvo que llevar a hurtadillas la urna al Cementerio Metropolitano, apenas escoltada por un empleado de la morgue conocido como 'Kiko' y por Héctor Herrera, entonces funcionario del Registro Civil. Ambos salvaron al cantor de la desaparición.

Pese a sus esfuerzos, la dictadura pinochetista no acalló la voz de Jara. Hoy, el Estadio Nacional de Chile lleva su nombre y cada año mil ejecutantes de guitarra, muchos de ellos jóvenes, se reúnen en un festival para honrar su música intemporal. También, más allá de los horrores pasados y presentes, la voz del pueblo chileno aún se hace oír en medio de sus propias contradicciones.