A cada instante, un número incalculable de mujeres padece alguna forma de violencia asociada únicamente a su condición. Son mujeres en un mundo donde las medidas que se toman para evitar las agresiones van muy a la zaga de conductas y prácticas sociales que las legitiman, atenúan y perpetúan.
De entre estas, destacan los feminicidios, la forma última de la expresión de la violencia machista. Según ONU Mujeres, "cada 10 minutos se asesina a una mujer" y en 2023, "alrededor de 51.100 mujeres y niñas de todo el mundo murieron a manos de sus parejas u otros miembros de su familia". A esto suman que, "globalmente, casi una de cada tres mujeres han sido víctimas de violencia física o sexual al menos una vez en su vida".
Sin embargo, las violencias contra las mujeres no se restringen a los asesinatos y a los ataques físicos o sexuales, aunque estas constituyan las más agresivas dentro de una escala bastante más amplia donde caben muchas prácticas naturalizadas y asociadas a lo que culturalmente se considera correcto o esperado para las mujeres.
De acuerdo con las la Declaración de Naciones Unidas de 1993, "la violencia contra la mujer abarca actos que causan daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico, así como amenazas, coacción o privación de la libertad, tanto en la vida pública como en la vida privada".
Así las cosas, una lista no exhaustiva obliga a añadir asuntos como tan variopintos como el control de la vida, dificultades para acceder a la educación y a los servicios sanitarios, matrimonios forzados, subrepresentación en instancias de decisión públicas y privadas, infantilización, violencia patrimonial, violencia vicaria y minusvalizaciones de diversa índole.
Aunque existe un marco jurídico internacional y 165 países han sancionado legislaciones para proteger a las mujeres, especialmente de la violencia en sus entornos domésticos, esto no parece bastar para poner coto. De un lado, muchas víctimas no se animan a denunciar por temor a represalias de sus agresores o desconfianza en las instituciones; de otra, en el 'ethos' social sobreviven creencias que acaban por justificar, directa o indirectamente, estas violencias.
Problema estructural
Las violencias contra las mujeres van aparejadas del nacimiento de la vida en sociedad. A mediados del siglo XX, el famoso antropólogo francobelga Claude Levi-Strauss presentó su tesis sobre el intercambio de mujeres como explicación a la formación de relaciones de parentesco entre distintos grupos culturales. Y si bien se trata de una propuesta muy elaborada con muchos haces interpretativos, el término "intercambio" remite directamente a la noción de propiedad: solo se puede dar lo que es propio.
Bajo este punto de vista, las mujeres son mercancía traficada por los hombres-líderes del grupo, en función de sus propios intereses, a menudo políticos y económicos, como advirtiera la estadounidense Gayle Rubin en su conocido ensayo 'Tráfico de mujeres'. No es un problema del pasado. En la actualidad siguen estando presentes prácticas como los matrimonios infantiles, la venta de hijas de familias pobres y la explotación sexual de mujeres y niñas.
Esto es posible porque la noción de propiedad de los hombres sobre las mujeres es el articulador simbólico principal del orden patriarcal, donde encuentran su asiento las violencias contra las mujeres en todas las sociedades, sin que importen demasiado los ropajes que se usen para justificarlas desde el punto de vista de las tradiciones o para esconderlas, al presentarlas como un problema característico de países pobres o grupos vulnerables.
Por otro lado, lejos de lo que se piensa desde el sentido común, el patriarcado también blande su espada represora sobre los hombres y acaba por delinear las conductas sociales esperadas según el género. Lo que cambia, sostiene Rubin, es el contexto.
"Lejos de ser una expresión de diferencias naturales, la identidad de género exclusiva es la supresión de semejanzas naturales. Requiere represión: en los hombres, de cualquiera que sea la versión local de rasgos 'femeninos'; en las mujeres, de la versión local de los rasgos 'masculinos. La división de los sexos tiene el efecto de reprimir algunas de las características de personalidad de prácticamente todos, hombres y mujeres. El mismo sistema social que oprime a las mujeres en sus relaciones de intercambio, oprime a todos en su insistencia en una división rígida […] de la personalidad", explica.
Como matiz puede apuntarse el señalamiento de la antropóloga argentino-brasileña Rita Laura Segato, quien advierte que si bien las violencias derivadas del patriarcado se presentan en todo el mundo, en el Sur Global y en grupos vulnerables coexisten con otras formas de dominación como el colonialismo, el racismo, el clasismo, los fundamentalismos religiosos o la xenofobia.
Lo antes dicho explica por qué muchos hombres se asumen propietarios totales o parciales de las mujeres con las que interactúan –lo que significa que pueden disponer de ellas a su antojo– y por qué a estas se les imponen normas tácitas o explícitas de obediencia y subordinación frente a los varones.
Alcanza a todas
No cabe duda que la debilidad institucional, la ausencia de denuncias oportunas, la impunidad y la falta de recursos para crear y sostener en el tiempo entidades dedicadas a la protección de las mujeres contra las violencias por razones de género favorecen estas prácticas, pero los datos muestran que esta lacra no es solo un asunto de gente en condiciones vulnerables.
Si se atiende, por ejemplo, a los feminicidios, se encuentra que en la región latinoamericana y caribeña una mujer fue asesinada cada dos horas por razones de género durante 2023 y la tendencia va al alza, según datos sistematizados por Mundosur, una organización francoargentina dedicada a recopilar cifras mensuales del flagelo desde 2021.
En el caso de la Unión Europea (UE), la realidad no es demasiado diferente. De acuerdo con Catalina Espinoza Notrica, investigadora en género adscrita al portal alemán de visualización de datos Statista, los feminicidios en el bloque van en ascenso, con Italia, Francia y España a la cabeza.
"Es claro que la tendencia en Europa, sobre todo en los últimos años, se ha visto una tendencia al aumento. Los datos lo muestran claramente. […]. Cuando vemos [en] los países de la UE qué países cuentan con mayores casos de feminicidios, se encuentra primero Italia, seguido por Francia, seguido por Alemania, seguido por España", afirmó.
Se trata de naciones de altos ingresos, que disponen de un tejido institucional consolidado, con cifras relativamente bajas de pobreza y desempleo, y donde sectores significativos de la población cuentan con titulación técnica o universitaria; escena inconsistente con la asociación entre violencia y precariedad.
Espinosa atribuye la situación a una mezcla entre la prevalencia de una mentalidad conservadora, que insiste en negar el problema o restarle importancia, la desconfianza de las víctimas hacia las autoridades –lo que se traduce en menos denuncias y más impunidad– y la falta de fondos para financiar políticas eficaces de protección de las mujeres.
El contraste muestra que, a contravía de lo que sugiere la creencia generalizada, muchas naciones ricas han sido incapaces de tomar medidas eficaces contra las violencias contra las mujeres, aunque la brecha de género haya disminuido en algunos entornos y cuenten con legislaciones medianamente garantistas en la materia.
¿Qué hacer?
Dada su complejidad y su fuerte asiento cultural, el panorama de la violencia contra las mujeres puede resultar desolador, desatar sentimientos de impotencia y hacer pensar que no hay mucho más por hacer que denunciar a los perpetradores y presionar a los gobiernos para que implementen políticas destinadas a ponerle fin al problema, pero esto no es cierto.
ONU Mujeres presentó una lista de 10 acciones dirigidas a erradicar en el mediano plazo la violencia contra las mujeres: escuchar y creer a las sobrevivientes, enseñar a la próxima generación y aprender de ella, exigir respuestas y servicios adecuados para su propósito, comprender el alcance del consentimiento, conocer los indicios del maltrato y aprender cómo ayudar a las víctimas, iniciar una conversación, oponerse públicamente a la cultura de la violación, donar recursos a organizaciones de mujeres, ser responsable y exigir responsabilidad al resto, y conocer los datos y demandar más información.
Aunque todas son importantes, reviste de especial interés identificar los signos del maltrato, pues este suele comenzar en la adolescencia y muchas mujeres asumen que se trata de conductas perfectamente normales, propias del rol de género que corresponde a cada miembro de una pareja. Como dato inquietante, la ONU recoge que "una de cada cuatro adolescentes ha sufrido abusos de su pareja".
Desde este enfoque, no debe naturalizarse que un compañero sentimental: registre todo lo que la mujer hace, controle con quién habla o con quién está, la aísle de sus seres queridos y sistemas de apoyo, le impida asistir a clases o a su trabajo, le demande respuestas inmediatas a sus llamadas o mensajes o le exija que comparta sus contraseñas bancarias, de redes sociales, de correo electrónico y otro tipo de cuentas.
Tampoco deben tolerarse las acusaciones de engaño basadas en celos, el control de los gastos, la injerencia o las opiniones despectivas sobre la vestimenta o el maquillaje, los insultos o burlas sobre la apariencia, la destrucción de objetos personales, la culpabilización por sus arrebatos de ira, los golpes o las amenazas de daño a la mujer o a algún miembro de su círculo, los empujones, las patadas, los mordiscos o las amenazas con armas.
En la misma escala de líneas rojas de advertencia de conductas abusivas están el forzamiento sexual de cualquier índole, el chantaje y las amenazas con denunciar a la mujer frente a la justicia por la comisión real o ficticia de un delito para evitar que ella haga lo propio y deje al descubierto el abuso.