"¿Quiere saber cómo son las fuerzas democráticas que luchan por la libertad del pueblo sirio?", pregunta el soldado dirigiendo la luz de su farol a una de las paredes del búnker apenas reconquistado a los rebeldes en el centro de Jobar, un suburbio de Damasco. ''A los cristianos, a Beirut. A los chiitas, al infierno", dice la frase inscrita en la pared.
Los corresponsales de 'Izvestia' Yuri Matsarski y Mijaíl Fomichov acaban de volver de Siria, donde entrevistaron a los militares sirios que están combatiendo con los grupos armados de la oposición.
Los búnkeres subterráneos, en algunas ocasiones de varios pisos, son una cosa muy común en los alrededores de Damasco, testimonian los periodistas en su reportaje. El Ejército gubernamental suele hallar ahí folletos que llaman a la yihad, amplios arsenales de armamento y talleres para producir explosivos. Incluso si el fuego de artillería derriba un edificio que tiene un búnker en su sótano, este permanece a salvo. Unas casas convencionales no pueden tener sótanos tan resistentes, comentan los servicios especiales sirios, y concluyen que los rebeldes estaban preparando una guerra desde hace décadas, desde la época de la urbanización masiva de la zona.
"No había nadie aquí cuando llegamos. Pero todo estaba minado. Organizaron aquí una verdadera planta militar. En el segundo piso hay un laboratorio con reactivos químicos. Parece que intentaban fabricar armas químicas. Arriba, fuera, había una 'plazoleta' con un mortero dirigido contra Damasco", cuenta el comandante de la unidad de los zapadores en Jobar.
La característica común de todos los militares sirios es el fatalismo. Los de Infantería se dan cuenta de que cualquier momento pueden perder la vida bajo el fuego enemigo, los zapadores no dudan que un día se equivocarán desminando un búnker abandonado por los rebeldes, los médicos militares viven a la espera de los morteros que en cualquier momento pueden acertar su convoy.
Ninguno de los oficiales permite mencionar su nombre o publicar sus fotos. Es cuestión de seguridad. Los rebeldes pueden identificarles y acabar con sus familias, según cuenta el comandante del batallón de tanques que combate en Jobar. O tomar a sus hijos como rehenes y obligar al padre a desertar e incorporarse a sus filas. El comandante tiene 30 años de edad. Empezó la guerra con el grado de capitán, ahora es mayor y cree que será general para el final de la guerra, eso si sobrevive.
Homs, al oeste de Siria, es un permanente campo de batalla entre las tropas gubernamentales y los rebeldes. En el centro de la ciudad no hay ni una sola casa entera. De las paredes destruidas resaltan sofás y armarios con numerosos agujeros de balas. En las ruinas se esconden los insurgentes. Para protegerse de su fuego, en las calles edifican terraplenes de arena o tienden tejido denso. "Aquí no hay una línea de frente. Nos separan del enemigo unos cuantos metros. A veces tenemos una pared común con ellos porque estamos en recintos vecinos y hablamos con ellos por las tardes. Les ofrecemos que se entreguen, pero ellos nos insultan como respuesta", cuenta el mayor Ahmad Ali, el único que no esconde su nombre porque el enemigo ya lo conoce.
Grupos armados de la oposición ocupan centenares de casas en toda la ciudad. Sin embargo, el Ejército está seguro de que triunfará. "Han acumulado una gran reserva de alimentos y armamento y pueden resistir durante meses. Aparte, les beneficia también la arquitectura de Homs. Muchos edificios aquí son de la época romana y son de una roca que puede resistir incluso el fuego directo de los tanques. Pero acabaremos con ellos. No tienen adonde escapar. Les hemos rodeado por todos lados. Están en la misma situación que estaban los nazis en Stalingrado. No pueden ni ceder, ni recibir tropas de refresco", insiste el comandante del frente de Homs cuyo nombre conoce solo su círculo más cercano.
"¡No he matado a nadie! ¡Solo fabricábamos bombas, nada más!", dice Abu Abdullah, uno de los líderes rebeldes detenidos por el Ejército. Presidía uno de los grupos que fabricaban coches bomba y entrenaban kamikazes para explotarlos. Procedente de Asjabad, la capital de Turkmenistán, una de las repúblicas del escenario postsoviético, llegó a Siria con su familia para unirse a los rebeldes. En los videos que aparecen en su 'laptop' confiscado se ve a su hijo de 4 años, Abdulshahid, montando un fusil de asalto y embolsando explosivos. Actualmente, Abu se encuentra en una de las cárceles de Damasco. Su hijo fue adoptado por una familia siria. Se comporta como cualquier otro niño, pero con una única diferencia: Se niega a jugar al fútbol ya que está seguro de que es peligroso porque la pelota puede explotar.