Una de las jóvenes que formaba parte de los rehenes capturados en la tristemente famosa escuela № 1 ha publicado años después en su blog sus terribles recuerdos de aquellos días de septiembre de 2004. En aquel entonces la chica iba a comenzar 9º grado. En el atentado pereció su madre, que era una de las maestras de la escuela.
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En mi ciudad natal ha sucedido un hecho horroroso que ha arruinado toda mi vida anterior. Su nombre: la masacre en la escuela № 1 de la ciudad de Beslán…
Amanecer. Hace calor. Hace sol. 1 de septiembre. Mi fiesta favorita después de mi cumpleaños. Me pongo una nueva camiseta blanca, mi faldita negra y mis zapatos favoritos. Mi mamá se puso su traje preferido de color beige. Desayunamos, son las ocho y diez, y salimos. ¡Qué tiempo tan bueno hace! Caminamos por la avenida Nadterechnaya, inundada de sol. Hace tanto sol que me duelen los ojos. Todavía no hay nadie, es demasiado temprano. Hemos salido temprano con la intención de acabar la decoración del aula de mi mamá.
Nos acercamos a la escuela. Hay poca gente en el patio, unas cuarenta personas. La mayor parte, posiblemente, esté dentro. Todo va como siempre: los alumnos están en grupitos discutiendo las vacaciones que se han pasado volando, los maestros hacen casi lo mismo, los alumnos del primer grado entran en la escuela con enormes ramos de flores y globos. Mi madre y yo entramos en su aula. En todo el edificio huele a pintura: Sveta y Alexander Mijáilovich no lo hicieron todo a tiempo.
Todavía reina el silencio, no hay nadie en el aula. Mamá escribe en la pizarra la frase: ¡“Bienvenidos a la escuela!”. Salí a la calle, no hay nadie de mi clase. Es natural, ya somos mayores, ¿por qué no llegar tarde?... Empezaron a reunirse poco a poco. Todos están arreglados. Alguien está grabando un vídeo con sus niños, otros reparten entre los alumnos del primer grado los globos que, según la tradición, deben lanzarse hoy al cielo. Le digo a Madina que les envidio: “Son tan pequeños y tan felices”. Después salimos al patio donde están todos mis compañeros. Están charlando mientras esperan la ceremonia de apertura del año escolar. Cristina, Dzera y yo estamos discutiendo sobre la camiseta de Dzera…
Y aquí nuestra discusión se interrumpe. En alguna parte, muy cerca, suenan unos disparos. Volví la cabeza y vi a tres chicos que corrían hacia la salida, les perseguía un hombre con una espesa barba negra. Corría detrás de los chicos y disparaba al aire. “Es una mala broma, puede ser que sea una burla o algún ensayo o simulación”, pensé. Pero estas ideas desaparecieron enseguida cuando empezó el tiroteo por todas partes y nos hicieron correr hacia la sala de calderas. Nos amontonamos.
Empezó el pánico. Ellos nos ordenaron callar e ir a la sala de deportes. La gente corrió allí… Tenía ganas de ocultarme entre la muchedumbre. Me decía: “Todo se acabará ahora, no es nada más que un sueño”. Siempre al oír esas frases en las películas de Hollywood me reía de los estadounidenses, pero esta vez no quería reír. No sentía miedo, sino un fuerte deseo de vivir.
La puerta de la sala deportiva estaba cerrada, así que ellos rompieron dos ventanas que daban al patio para que entráramos. Todos se apresuraron a saltar las ventanas, cada uno entre la muchedumbre hacía todo lo posible por penetrar en la sala lo más rápido posible. Al encontrarse todos en la sala nos ordenaron ponernos en cuclillas y callar. Vi entre la gente a mi compañera de clase, Zarina. Tomé su mano. Sentimos que estábamos juntas y eso era muy importante.
La gente entró en pánico, tuvimos un ataque de nervios. Para calmarnos, ellos cogieron a un hombre y amenazaron con matarle si no nos callábamos. Lo intentamos con fuerza, pero no pudimos, el miedo y el pánico predominaban. Se oyó un disparo. Le asesinaron… Se hizo el silencio, un silencio de muerte, en sentido literal. Nos ordenaron deshacernos de todos los móviles y bolsos. Dijeron que fusilarían a 20 personas si oían una llamada… Levantaron a una parte de la gente y les hicieron pasar a otro lado de la sala. Entre esa gente estábamos nosotros. Justo en ese momento ellos extendieron unos explosivos. Puede que hubiera unas diez granadas. Ellos lo hacían todo con un gran profesionalismo, como si lo hubieran hecho toda su vida.
Todo el tiempo pensaba en mi madre. No la vi en la sala, la buscaba con los ojos pero con tanta gente… De repente oí una voz. La voz más agradable y más querida desde mi niñez. Su voz. Le pedía a uno de ellos sentarse a mi lado. Por extraño que fuera, le permitieron hacerlo. Mi mamá se acercó y se sentó junto a nosotras. Empezamos a preguntarle qué pasaría si no nos liberaban. Mamá decía muy tranquilamente que todo iba a estar bien, que nos iban a salvar.
Junto a nosotras, de pie había dos viudas negras. Llevaban burkas, no se veían sus caras. Sólo se podían ver sus ojos y pies. Llevaban ropa y calzado deportivo. En una mano tenían pistolas, la otra permanecía sobre los dispositivos de sus cinturones. Tenían tal mirada… Mirada de hielo, no viva. Eran las viudas negras las que nos imponían miedo y horror. Pero el sentimiento principal que experimentamos al verlas fue odio.
Hasta ese momento, cuando oía sobre las suicidas las odiaba, me provocaban asco. Para mí una mujer es ante todo una madre, ama de casa, esposa… ¿Cómo una mujer puede asesinar a una persona inocente?...
Las viudas negras salieron. Después levantaron a diez hombres muy altos y les sacaron de la sala. Un terrorista pasó cerca de nosotros. De repente se paró, dijo algo, después miró a Madina y se enfureció. Mientras le gritaba “¡Tapa tu vergüenza!”, le lanzó una chaqueta. Ella tenía las rodillas abiertas, al asustarse se las cubrió. “Por lo menos no nos van a violar”, pensé…
A principios ellos eran “correctos”. El primer día le dieron a la gente unas hojas de papel para que pudieran abanicarse, nos permitían ir al baño, nos daban agua. Pero después la gente comenzó a portarse como ‘arrabaleras de mercado’. Así su generosidad empezó a desaparecer.
El tiempo pasaba muy lentamente. Hacía calor, un calor insoportable. Si nos quitábamos todo lo que se podía quitar, sin ‘desnudarnos’ demasiado…
Tuvimos una sensación como si todo pasara en un mundo paralelo. Nos parecía muy extraño que todo el mundo supiera lo que estaba pasándonos. Tratamos de ser optimistas, incluso bromeábamos. En aquel momento pensé que la mejor salida era no llorar, no desesperarse ante sus ojos. No complacerles y no mostrarles que tenían poder sobre nosotros…
La primera explosión
A eso de las cinco sonó la primera explosión. Tuvo lugar en la escuela, no muy lejos de la sala de deportes. Pasados unos minutos los rebeldes llevaron a la sala a un hombre herido, uno de los que habían sacado.
Cerca de nosotros estaba sentada Fátima, la enfermera. Fátima pidió que le permitieran tomar medicamentos del despacho, pero no le dieron esa posibilidad. Entonces encontró una camiseta y empezó a vendar su cabeza y su hombro. Katsápova Alana le ayudó mucho. Para mí es una heroína.
En torno a las ocho se puso a llover. Estábamos sentados bajo las ventanas y tratábamos de capturar con las bocas las gotas de lluvia. Tuvimos sed. Me sentía bien debajo de la lluvia. Es el mejor recuerdo que tengo de todo aquel infierno. Después de la lluvia nos sentimos más fresquitos.
El pequeño deseo de ser mayor
Llegaba la noche. No teníamos ninguna noticia. Queríamos dormir, no pensábamos ni en comer. De día alguien entregaba chocolates, pero yo no quise. ¿Para qué, si luego tendré aún más hambre?
Durante el día vino más gente a nuestro grupo: estábamos con la directora y ellos se sentían más seguros a su lado. Y ella… la verdad… por supuesto no pienso que estuviera vinculada con los terroristas o algo así. Pero nos decepcionamos muchísimo de ella como maestra y como ser humano, en alguien maduro. Aunque tuvieras 90 años no tienes derecho a tomar una medicina cuando a tu lado hay niños que se desmayan y que te clavan su mirada. Y no sólo miran, sino que se acercan a ti, las madres te piden la pastilla y tú dices: “No, no tengo más”, con la pastilla en la boca. En una situación así no hace falta ser un héroe, pero uno debe ser humano. Puede ser que yo no tenga razón, pero pienso así.
Durante el primer día todavía intentábamos no dejarnos llevar por el pánico y no pensar fijamente en nuestro futuro. Incluso gastábamos bromas.
Por la noche dormíamos en el suelo por parejas. Madina y yo nos sentábamos en un banquito, mientras mamá y Zarina dormían en el suelo. Después de una hora nos cambiábamos. Algunos dormían sobre las rodillas o los hombros de otros. Todos estábamos devastados. Los niños lloraban. Y en esta situación se cumplía nuestro pequeño deseo de ser mayores. Mejor si no se hubiera cumplido jamás.
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Diario de la masacre en la escuela rusa de Beslán (día 2)
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