En 2010 James McCarthy, biólogo marino de Harvard, y Joe Roman, de la Universidad de Vermont, presentaron su teoría de "bomba de ballenas", concluyendo que los excrementos de estos mamíferos fertilizan su entorno. Alimentándose en las profundidades, 'descargan' luego el nitrógeno en las aguas superficiales a través de "heces floculantes", estimulando así el crecimiento del plancton y de poblaciones de todas las especies que lo comen, entre peces y mamíferos marinos de todo tipo.
Según la cifra de McCarthy y Roman -quienes se dedican a investigar la vida marina en el golfo de Maine, en el Atlántico, en la costa noreste de Norteamérica, antes de que empezara la caza industrial de las ballenas distribuían tres veces más nitrógeno en la zona procedente de las fuentes atmosféricas. Incluso hoy en día, con una población mermada a un mínimo histórico, sus excrementos suministran más nitrógeno que todos los ríos y corrientes que desembocan en el golfo juntos.
Cabe recordar que las heces de los cetáceos contiene además de mucho nitrógeno, también mucho hierro que viene de los camarones que consumen. Según calcula Trish Lavery, de la Universidad Flinders (Australia), solo los excrementos de los cachalotes que habitan el océano Antártico sirven para quitar de la atmósfera unas 400.000 toneladas de dióxido de carbono anualmente. La explicación es muy simple. Una vez en el agua, las heces (extremadamente ricas en hierro y nitrógeno) sirven para 'alimentar' el fitoplancton, que lo absorbe para seguir creciendo.
Aunque en comparación con los 7.000 millones de toneladas anuales de dióxido de carbono producto de las actividades humanas la cifra no parece alta, una de las mayores ventajas es que las heces de los cetáceos garantiza el desuso del gas carbónico una vez atrapado durante unos cuantos siglos, debido a la duración del ciclo vital del fitoplancton. Según los zoólogos, restaurar la población mundial de cetáceos podría ser uno de los remedios para combatir el cambio climático.