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Rusia: dos años después

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Rusia: dos años después

No hace muchos días cumplí dos años en Rusia. La efeméride podría dar pie para una serie de reflexiones de variada índole, incluidas algunas de corte melancólico sobre el “paso del tiempo” -¿sería interesante vivir con la certeza de que los minutos nunca se mueven?-, aquellas irrepetibles cosas que uno deja atrás y todo lo que suele guardarse para “los nietos”. Pero eso da para largo. Para “una novela”, como se dice. No, seré breve. Cuatro o cinco párrafos y luego algunas fotos para ilustrar esta singular travesía de 24 meses. Y que habría de seguir.

Fue a mediados de octubre de 2009. Tras un viaje en avión con escala en París y que duró 23 horas llegué al aeropuerto Domodedovo de Moscú.

Al principio, en mis tiempos “turísticos” andaba con la boca abierta adonde fuera. ¡Era todo tan vertiginosamente extraño y distinto acá! Mi cámara debía estar harta de trabajar tanto y todos los días. No hablo sólo de los sitios de interés tradicional, monumentos o paseos dominicales. Era todo, todo… ¡hasta los letreros publicitarios eran foco de mi interés!

Aquellos días ya pasaron.

No soy más “turista”. Ello tiene sus pros y sus contras.

Ventajoso es, por cierto, adquirir un manejo más cabal de esta ciudad -Moscú- para así no perderme vergonzosamente; igualmente haber aprendido, siquiera a nivel de usuario, un elemental repertorio de palabras en ruso para intentar –esto lo recalco: intentar- comunicar mis necesidades básicas.

Lo que ya no es tan “simpático” es dejar de ser aquel extranjero al que se le disculpa todo por su propia condición de visitante, ese singular recién llegado de insólitas y curiosas costumbres. Dato al margen: el género femenino lo advierte con una pasmosa facilidad: las reiteradas sonrisas que se dedican a quien llega de lejos pasan, de la noche a la mañana, a convertirse en una cotidiana ignorancia para el residente habitual. Esto, obviamente, sucede en cualquier lugar del orbe y es una práctica de la que la literatura universal da abundante reseña. Ya no soy aquel extranjero “interesante” de antaño: mis costumbres nativas se han desperfilado y he fagocitado las locales para potenciar mi aclimatación. Algo, claro está, impostergable. 

Es cierto: puedo hoy ir a la Plaza Roja y no sentirme tan impresionado como al principio. Eso, no obstante, tiene su explicación y muy lógica. Ahora “vivo acá” y sé que mañana seguirá ahí, tan majestuosa y grandiosa como siempre. No se irá, ni yo tampoco, al menos en lo inmediato.

No se trata de un desinterés por lo local. Aquellas genuinas persecuciones “arquitectónicas” –por llamarlas de alguna forma- derivarían (¿consciente o inconscientemente?) en una búsqueda de comprensión de la realidad cotidiana del moscovita. Antropología urbana, ciertamente. ¿Cómo vive? ¿Cómo se desenvuelve en el día a día? ¿Cómo se las arregla para seguir y avanzar en el camino del tiempo? ¿Cómo se relaciona con sus pares y los extranjeros? ¿Cómo se entretiene, que le gusta hacer, cuál es su visión del amor? Interrogantes de este tipo surgen a cada momento y trato de arribar a alguna respuesta.

Tales preguntas me parecen tan válidas al presente cómo las obsesiones “panorámicas” anteriores. También existe aquí un trasfondo vital: las fotografías dieron paso a una realidad concreta y habitual en la me desenvuelvo y cuyos protagonistas no son otros sino que los rusos, gente de carne y hueso, con sus propias necesidades, sueños y anhelos.

Han pasado dos años, pero sigo estando en tránsito. No soy de esta tierra y eso lo tengo claro. No me engaño: soy y seguiré siendo extranjero, pese a que mis costumbres y desenvolvimiento se vayan haciendo menos llamativos. Pero soy harina de otro costal. Y medio “oscura” por estas latitudes, qué duda cabe.

Ciertamente, no estoy sólo en esta aventura. Tampoco soy el primero ni seré el último. Hay aquí más latinoamericanos y españoles que llegaron desde su tierra a hacer lo mismo que yo: trabajar. Debemos ser unos 40 más o menos. ¿Tiene, por ende, alguna particularidad la experiencia que estoy encarnando? Evidentemente, ninguna. Nada que no le haya pasado a cualquiera de mis amigos y colegas.

La vida tiene tanto de dulce como de agraz, tanto para ellos como para mí. Nos hemos reído y sufrido. Hemos conocido la alegría y la extenuación. Está en sus palabras y está en las mías. El único orgullo personal que siento es estar dejando estas notas como gráficos de mi estadía en Rusia. Si he incluido a veces alguna que otra línea humorística ha sido sólo para hacer más entretenida y digerible la historia. Nada más que eso. Y si estas “Confesiones de un latino extraterrestre en Rusia” –tal era uno de los títulos tentativos de este blog- pueden servir a futuro a alguien que se va –sea por la razón que sea- lejos de su país o llega como visitante acá, con eso me sentiría más que pagado.

Dos años. 730 días y más. Parece que “fuera ayer”… pero no: no lo es. Definitivamente no.

He crecido, experimentado y vivido mucho en este tiempo. Situaciones muy extrañas, muy, muy extrañas. Algunas increíbles; otras, difíciles, arduas. De todas formas, creo poder afirmar algo: nunca –en mis 33 años de vida “anterior”- había conocido algo como esto. Ni podía imaginarlo. Mi salvación ha sido buscar soluciones, más que hacerme (y hacer) problemas. Lo he intentado y creo que con cierto éxito.

He tratado de pasarme los días de la mejor manera en que he podido: la única que conozco, en todo caso. He usado mis fuerzas –mis más bien escasas fuerzas- para salir del paso y conseguir, una que otra vez, alguna victoria, cierta paz y felicidad. He intentado desplazarme, estar aquí y allá y enterarme de lo que me rodea, procurando ser astuto, dúctil y hábil para así llegar al final del día con una sonrisa de satisfacción por la misión cumplida. He esperado mirarme al espejo y ver frente a mí a un grande, un titán, un coloso de la aventura y el riesgo: todo un héroe. Pero no lo soy. No lo soy. No soy un Indiana Jones de Latinoamérica en busca de acción, sangre y peligro. Soy sólo…

¡Ups! ¡Me pasé! Eran sólo “cuatro o cinco párrafos”. Sea: dejémoslo en siete…

Es que uno no cumple dos años en un país tan singular como Rusia –sin hablar ruso- y se las arregla “a su manera”. De hecho, ESTO se hace sólo una vez en la vida.

Y lo hice.

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