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La última batalla de José Pascual Santamaria

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- ¡Seróv! ¡Seróv! Mira qué colorado sale hoy el sol, -es el capitán Kozlóv que llama a Pascual por el nombre que le dieron en la unidad en memoria al aviador soviético Víctor Seróv, defensor de Madrid en aquellos duros días de noviembre de 1936, cuando Franco quiso amargar la memorable fecha del
La última batalla de José Pascual Santamaria

- ¡Seróv! ¡Seróv! Mira qué colorado sale hoy el sol, -es el capitán Kozlóv que llama a Pascual por el nombre que le dieron en la unidad en memoria al aviador soviético Víctor Seróv, defensor de Madrid en aquellos duros días de noviembre de 1936, cuando Franco quiso amargar la memorable fecha del aniversario de la Gran Revolución de Octubre con la toma de Madrid. Allí el enemigo no consiguió su objetivo; aquí, tampoco. Pascual devuelve su tributo en Stalingrado.

- Eso es buen síntoma - añade José-. Hasta el sol está con nosotros, rojo como nuestra bandera; tenemos que aprovecharlo.

En realidad los cinco aviones se pasan todo el día en el aire. Aterrizan, cargan combustible, municiones y otra vez van al aire, y en cada una de la misiones hay combates rudos, ásperos, inclementes, unas veces contra los cazas, otras veces contra los bombarderos. No queda tiempo ni para tomar un trago de agua que refresque las gargantas. El primer vuelo lo manda el capitán Bashkírov. Vuelan Kozlóv, Pascual, Fiódorov, Bonilla. El despegue se hace esta vez en dirección al río Volga. Se asciende con rumbo Este para tomar altura de dos mil metros y entrar al objetivo: proteger las posiciones que ocupa nuestra infantería. Las nubes bajas, desgarradas, vienen al encuentro de los aviones. Por la noche cayó un lluvia menuda y ahora, por el cauce profundo del río, se forma una suave neblina, que parece un velo de seda blanca, que el Volga se echó por encima de sus aguas.

El soldado de guardia observa atentamente los contornos con una mirada escrutadora; se le ve anémico y negruzco con una orejera del gorro levantada para escuchar mejor los ruidos en el laberinto de la guerra y, con sus movimientos bien entrenados, maneja el banderín blanco, señalando la dirección del viento. Los pilotos levantan la mano para dar a entender al jefe que todo está listo.

Aumentan las revoluciones de los motores y se van haciendo al aire. Una vez despegadas las ruedas de la tierra, mueven la cabeza en busca del enemigo por la bóveda celeste. Cogen la altura señalada por el capitán; cambian de rumbo en 180º. Al pasar sobre las trincheras enemigas, enseguida resplandecen abajo las luces de una serie de disparos y, al momento quedan suspendidos delante de los “Yak” los globitos negros de las explosiones. Corrigen el rumbo en diez grados al Norte. Fiódorov mueve su avión de una ala a otra, como si tuviera fiebre y, al instante, se oye la voz en el auricular:

- Del Oeste, a la misma altura, aviones enemigos. Tres escuadrilla de “Junkers-87”. Más arriba, “Messers”. ¡Atacamos a los bombarderos!

Se nota algo de bullicio entre los cazas, nuestros y enemigos. Los nuestros tienen que hacer todo lo posible para que las bombas no caigan en las posiciones de nuestro ejército, pero el enemigo trata de salirse con la suya.

- Atacar y esquivar los ataques de los cazas, - repite Bashkírov.

Quedan contados los segundos. El nerviosismo contagia a todos.

Los cuarenta aviones enemigos no esperaban tanta osadía, no tanto valor de los cinco “Yak”, que como gases sulfurosos salidos de las fumarolas de la tierra, vienen ah

ora del cielo a una muerte casi segura, inevitable. Retumba la primera descarga, las ráfagas son certeras, a sangre fría, encajando las trazadoras dentro de las cabinas de la primera patrulla de “Junkers”. Nuestros pilotos saben que no queda otra alternativa y que hay que tirar de cerca y a ciencia cierta. Los ataques continúan vertiginosos, espantosos y fenomenales. Dos “Junkers” responden, describiendo espirales de fue

go hasta la misma orilla del Volga; desde arriba parece que sus aguas se incendiaron, pero no hay tiempo para contemplar el cuadro. Los otros bombarderos enemigos rompen la formación y se desperdigan por el cielo, dejando caer a su paso la carga de bombas. Bonilla y Fiódorov se enfrascan más arriba con los cazas, cañoneándoles a cada intento de bajar en ayuda de los suyos. Bashkírov, Pascual y Kozlóv siguen sus violentos ataques contra los “Junkers”, persiguiéndoles hasta ras de rierra. En el cielo blanquean varias cúpulas de paracaídas; en la tierra se confunden los incendios.

El capitán Bashkírov inicia un viraje de combate demasiado prolongado, el “Yak” pincha el aire suave y lozano, asciende y, a la salida, dos “Messers” le enseñan los morros, bajan picando en su dirección. Los disparos se cruzan en hojas de acero y algunas balas enemigas escarabajean dentro del avión de Bashkírov. El “Yak” queda indeciso unos instantes, se mueve sin mando, fluctúa y, de pronto, el capitán salta al espacio, abandona el aparato. Pascual le mira encogido en la cabina, lanciando, ve perderse por debajo del ala la bola endrina del comisario, pero a los pocos metros de la tierra, éste queda suspendido de las cuerdas del paracaídas. José pega con el puño en el bordillo de la cabina y deja salir de su cuerpo un quejido de satisfacción. Da dos virajes horizontales para espantar a los “Messers”, que le rodean y envía ráfagas a los que quieren ametrallarle en el aire, indefenso, colgado del paracaídas.

- ¡Salvajes!.. ¡Canallas!.. – grita, a la vez que aprieta los disparadores.

Convencido de que el comisario llegó incólume a tierra, Pascual empuja el sector de los gases a fondo y su “Yak” se encabrita sumiso, va tomando altura, como una mariposa agarrada por el torbellino. Sube más y más, evoluciona, busca en quién descargar su pena, su odio al enemigo, se deseo enfático de desquite por el avión derribado de Bashkírov. Llega a los tres mil metros; por allí juguetean cinco “Messerschmitt”. Pascual ya los vio desde lejos y, atrevido como siempre lo fuera, lanza su aparato en persecución del enemigo. Estos jamás serán capaces de creer, que un solo “Yak” intente atacar a cinco de ellos: eso sería demasiado arrojo. Pero han calculado mal y pronto quedan convencidos de su error, cuando, como un huracán, les cae encima enviando a tierra, con la primera descarga al primer “Messer”. La desproporción se hace menor.

- Éste es el duodécimo avión enemigo derribado por mí, - piensa José. – Un fascista menos que queda.

Ahora ya son cuatro contra uno. Tira de la palanca sin dejar tiempo al adversario para reaccionar, sube indómito, como un halcón, cae de ala, cuando llega a la cúspide del viraje y vuelve a caer, azotando con balas al tredécimo de su cuenta, que en disforme pirueta, envuelto en llama se precipita hacia el ineluctable fin de su carrera. Quedan tres fascistas en el aire. Los rivales fascistas rehuyen el encuentro con este diablo, que les cae del cielo. Forman un carrusel horizontal y le aprietan hacia el Oeste en retirada al territorio ocupado por ellos; pero Pacual, encendido por el resentimiento y enardecido por las dos victorias consecutivas, decide acosar al enemigo dentro del carrusel, que formaron y, cuando su mortífera racha de fuego alcanza al tercer “Messer” y, éste se va retorciendo en las convulsiones de la muerte, las balas del enemigo entran en su aparato. El fiero “Yak” hace una figura incontrolada, se llena de humo y fuego y de entre esa sombra mensajera de la muerte José Pascual se arroja al vacío. La bola redonda, que forma su cuerpo, se va perdiendo poco a poco, como un punto lejano. El paracaídas con el cable cortado por una de las balas, no pudo abrirse.

Es imposible olvidar su heroísmo. Es imposible pensar que José Pascual está muerto. Es imposible soportar, sin un quejido de dolor, la muerte de un compañero, de un amigo. Su muerte llena de gloria el recuerdo y multiplica el odio al fascismo…

En la Fábirca de automóviles “Stalin” trabajaba con abnegación. Fue uno de los primeros en los cielos de España y ha muerto, como un héroe, defendiendo Stalingrado, defendiendo la Unión Soviética y a su pueblo. Su sange derramada no ha sido estéril, ella fortalece los lazos de sagrada amistad entre nuestros pueblos.

José Pascual Santamaría fue condecorado a título póstumo con la máxima condecoración soviética: la Orden de Lenin.

Al final de este triste día, la escuadrilla contaba con 30 aviones derribados en el cielo de Stalingrado.


Texto cedido por cortesía de Dolores Meroño Pellicer, la hija del héroe Francisco Meroño Pellicer, aviador español, que también luchaba en la URSS contra fascismo. Francisco Meroño Pellicer 'De nuevo al Combate. Aviadores Republicanos en el cielo soviético. Memorias de un piloto de caza de la II Guerra Mundial', Madrid, 2005, pp.171-173

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