Cuando hace un cuarto de siglo se iniciaba un nuevo ciclo internacional, la mayoría de los expertos casi dejó de referirse a la geopolítica. Salvo contadas excepciones, la reflexión que asociaba intereses políticos y espacios geográficos como baza del incremento del poder nacional (otro concepto que entonces se abandonó) prácticamente quedó sin lugar en un nuevo orden internacional que parecía anteponer las instituciones y los principios del derecho internacional a la anarquía y las pugnas de poder entre Estados.
El efecto esperanzador que significó el final del régimen de la Guerra Fría fue de tal magnitud que la misma intervención de una coalición de casi treinta países para expulsar a Sadam Hussein de Kuwait fue mayormente interpretada como un acto fundacional de un orden en base al derecho, y no como una reacción de cuño eminentemente geopolítico, que lo era, pues, como observaron entonces algunos expertos, si ese acto de agresión interestatal de un Estado contra otro sucedía en un sitio “anti-geopolítico”, es decir, un lugar del globo en el que no estuvieran en liza intereses de actores mayores, muy difícilmente se habría formado semejante acuerdo para punir militarmente al agresor.
Más todavía, la propia globalización nunca fue reflexionada como régimen de poder sino como un proceso de oportunidades comercio-económicas para los países. En retrospectiva, pocas dudas quedan en relación a que se trató de una situación netamente geopolítica o post-geopolítica, pues la mentada globalización implicó una era de notable captación de espacios económicos nacionales por parte de potencias que, si bien no idearon la globalización, sí la promovieron y se favorecieron de ella.
Por otra parte, dicho clima esperanzador favoreció aquellas reflexiones o hipótesis que desnaturalizaron la geopolítica, convirtiendo a la “disciplina renegada” en una suerte de disciplina “a la carta”; es decir, cualquier situación (por caso, climática o financiera) se definía como geopolítica, o bien en una suerte de disciplina que presentaba enfoques en términos incuestionables (por caso, la “teoría del dominó”).
Pero la era de un mundo des-geopolitizado llegó a su fin ante la contundencia de hechos marcadamente geopolíticos con los que se inició el siglo XXI. En efecto, tanto la ampliación de la OTAN como los ataques perpetrados por el terrorismo transnacional en Estados Unidos y, finalmente, la afirmación de este país en el espacio del Golfo Pérsico y más allá, fueron hechos de intrínseca relación entre política y espacio geográfico.
Todos estos acontecimientos implicaron una dinámica o lógica que define a la geopolítica: intereses políticos volcados sobre espacios territoriales con fines corrientemente vinculados al fortalecimiento del poder nacional. Sin duda el más impactante ha sido el caso del terrorismo, pues no solamente se trató de un actor no estatal, sino que su accionar implicó un notable fenómeno de des-territorialización y re-territorialización. Es decir, el terrorismo “abandonó” su espacio tradicional de acción, Nor-Africa y Medio Oriente o la “media luna” que se extiende desde Líbano a Arabia Saudita, y, en respuesta a la política global de Estados Unidos, concentró sus planes y actividades sobre el mismo espacio nacional de esta potencia mayor; en otras palabras, deslocalizó y globalizó sus acciones (“glocalizó” sus actos, dirían los especialistas).
En los términos de los expertos, el 11-S fue la manifestación más concluyente de lo que denominan “yihad ofensiva”, que se distingue de aquella “defensiva” que los grupos terroristas desplegaban tradicionalmente en escenarios locales o regionales contra gobiernos apóstatas o centros occidentales.
En cuanto al desplazamiento de la OTAN al Este de Europa y la afirmación estratégica-militar de Estados Unidos en el vasto espacio que se extiende desde Arabia Saudita al Asia Central, claramente se trató de dos situaciones que guardan relación con políticas de maximización de poder y seguridad por parte de Occidente; “dividendos de la victoria” de la Guerra Fría en un caso y lucha global contra el terrorismo en otro, pero indisociables de la relación interés político-territorio.
Estas perturbaciones o disrupciones geopolíticas globales marcaron la primera década de la nueva centuria; y si bien algunas se mantienen, existen actualmente situaciones geopolíticas nuevas tan trascendentes como aquellas.
En primer lugar, el espacio Índico-Asia-Pacífico se ha convertido en el espacio de mayor crecimiento económico y prosperidad del globo, pero allí también existen disrupciones geopolíticas que pueden afectar sensiblemente la seguridad interestatal.
Si bien concurren en ese vasto espacio múltiples cuestiones que mantienen enfrentados a los Estados de la región, es sin duda en el Mar de la China Meridional (por el que transita casi la mitad de los bienes comerciales globales) donde más se concentran querellas y tensiones mayores.. En este espacio se identifica a China como el actor no solamente más ascendente de la región, sino que cada vez más resuena el interrogante relativo a si su ascenso será o no pacífico.
La pregunta resulta pertinente, pues la experiencia nos dice que rara vez el ascenso de un poder fue pacífico. Sin embargo, cada vez que se coloca a China como “el problema regional” se tiende a omitir que este país no registra un pasado como agresor externo, y que su ascenso como potencia no puede disociarse de la expansión de su segmento estratégico-militar (la experiencia no dice nada sobre ascenso de “potencias civiles” en el orden interestatal) ni de la preservación de sus espacios regionales de interés nacional.
Pero, por otra parte, China no solamente fortalece su instrumento militar en razón de su condición integral o inclusiva de potencia mayor y de los múltiples retos que mantiene con otros actores regionales, sino porque, según los términos de su nuevo enfoque estratégico, Estados Unidos se encuentra en un ciclo de intensificación de su poder político-militar en el espacio del Asia-Pacífico, espacio donde alcanzará su mayor despliegue para el 2020.
Según las palabras del ex secretario de Defensa Leon Panetta, para entonces “el acceso abierto a los derechos globales en los espacios oceánicos” (Índico y el Pacífico) se verá resguardado por un despliegue militar que comprometerá el 60 por ciento de la flota oceánica nacional, submarinos clase Virginia, aviones de combate F-22 y F-35, aviones de patrulla P-8, comunicaciones, misiles crucero, guerra electrónica y armas de precisión.
En breve, a la condición de “pacificador” o “tutor regional” (de Corea del Sur y Japón), Estados Unidos sumará la de “re-equilibrador” frente al ascenso y el desafío que implica principalmente China.
Otra disrupción geopolítica es la que acontece en Ucrania, como consecuencia no tanto de los propósitos de este país de acercarse a las estructuras político-económicas de la Unión Europea, sino de los propósitos de Occidente de continuar rentabilizando los dividendos de la victoria en la Guerra Fría.
Aunque este conflicto finalizó hace un cuarto de siglo, la continuidad de políticas de poder o de maximización de poder por parte del vencedor ha sido en gran medida la causa de la crisis actual en Ucrania. Sin considerar esta cuestión, el análisis de dicha crisis no sólo resulta incompleto, sino que las responsabilidades de la misma recaen sobre Rusia, que aparece así como una amenaza y hasta como un actor geopolíticamente revisionista.
Es posible que la gestión de la política externa estadounidense en clave pragmática difícilmente hubiera consentido la ampliación indefinida de la OTAN; es decir, se habría ajustado a los términos de un equilibrio geopolítico que no desafiara los temores protohistóricos de Rusia en relación a lo que esta potencia eminentemente terrestre considera retos mayores a su seguridad nacional: el asedio e incursión desde el exterior.
El curso de la crisis en Ucrania determinará en buena medida la estabilidad de las relaciones interestatales. En rigor, su no resolución ya afecta segmentos sensibles, por caso, acuerdos en relación con las armas nucleares y también armas convencionales. Pero la situación podría desmejorar peligrosamente si persiste una suerte de voluntad de suma cero basada en el irrespeto de lógicas geopolíticas.
Otra disrupción geopolítica tiene lugar en la “placa” de Oriente Próximo. Allí no solamente “ha regresado” el terrorismo, a la vez que mantiene su dimensión global, sino que se aprecian realidades que podrían perturbar sensiblemente la propia configuración espacial de la región.
En buena medida, la génesis y expansión geopolítica del Estado Islámico obedece al colapso de las estructuras estatales en Irak, particularmente del Ejército y ex milicias, y, por supuesto, a las rivalidades inter-confesionales hacia dentro de los Estados y entre los Estados de la región.
Algunas fuentes (“The Economist”, por citar una de ellas) son escépticas en relación con las capacidades reales del Estado Islámico para vencer a sus oponentes zonales y extrazonales y proseguir hacia su meta geopolítica de alcance mayor, cual es la conformación de un gran espacio o Califato que reúna a todos los “musulmanes puros”, es decir, consagrados al rigor confesional que profesan e intransigentes con todo liderazgo desviacionista o apóstata que mantenga desunido y humillado al mundo musulmán.
Desde estos términos, y más allá del sus repudiables métodos como así de sus posibilidades de mantenerse, el movimiento yihadista radical es acaso la verdadera revuelta árabe, pues, a diferencia de los fracasados levantamientos nacionalistas de los últimos años, el Estado Islámico se propone un objetivo geopolítico que, de lograrse, implicaría el final de la arbitrariedad geopolítica con que los países de Occidente engendraron el fragmentado mapa de la región en tiempos de la Primera Guerra Mundial.
Finalmente, existen otras disrupciones geopolíticas que podrían precipitar crisis internacionales.
Por un lado, la relativa a la cuarta dimensión geopolítica pasible de proyección de poder por parte de los Estados: el espacio ultraterrestre. Si bien se trata de un “global común”, la relación cada vez más intrínseca entre despliegue de capacidades en el espacio y el poder nacional lleva a que el mismo sea enfocado en términos de seguridad, situación que explica la creciente militarización (que no es lo mismo que armamentización) del espacio y el despliegue de capacidades “anti-acceso” por parte de Estados Unidos frente a actores que, desde una concepción asimétrica de la guerra, puedan amenazarlo.
Por otro lado, prácticamente no existe zona marítima u oceánica del globo donde no se registren actividades de Estados preeminentes en relación con la exploración y explotación de recursos y los intentos de plantar soberanía. De nuevo aquí, el concepto de “globales comunes” se torna una formalidad frente a los propósitos y capacidades de aquellos. Si bien es cierto que el Ártico, el Golfo de Guinea, el Mar de la China Meridional y el Caspio aparecen como los espacios con mayor dinamismo, la proyección de países como China en dirección de espacios que tradicionalmente han sido “coto geopolítico” de Occidente, por ejemplo, el Atlántico Sur, ha resignificado estas áreas del globo.
En suma, como ocurriera durante la primera década del siglo actual, los principales acontecimientos internacionales de hoy son de naturaleza geopolítica. Sin duda continuarán siendo, incluso en la propicia situación de un orden internacional estable, pues, como afirmara Raymond Aron en su siempre vigente “Paz y guerra en el siglo XX”, “todos los órdenes internacionales han sido órdenes territoriales”.