El curso de las relaciones interestatales actuales es incierto y hasta peligroso. Contrariamente a las múltiples y esperanzadoras hipótesis de hace poco más de veinte años sobre el escenario internacional venidero, hoy las apuestas relativas a un orden en base al denominado 'modelo institucional', la 'aldea global' o los 'bloques comerciales', prácticamente son escasas o inexistentes.
Algunos optimistas creen que el anclaje de las relaciones entre Estados a un patrón de orden y previsibilidad es posible; en este sentido, Nicolas Berggruen y Nathan Gardels estiman que una confluencia o "vía intermedia" entre valores de Oriente y de Occidente proporcionará una "gobernanza inteligente para el siglo XXI", en tanto que otros como Kishori Mahbubani estiman que Occidente deberá abandonar su 'zona de confort' y, finalmente, reconocer la necesaria jerarquía de Oriente en la configuración del orden interestatal.
Pero más allá de estos interesantes esfuerzos de expectación, los acontecimientos interestatales e intraestatales han dado lugar a un 'nuevo pesimismo'. Y no es para menos, pues el nivel de conflictividad en varios sitios del globo se ha incrementado sensiblemente, e incluso aquello que se consideraba una amenaza devaluada, las armas nucleares, ha vuelto a relocalizarse como factor de incertidumbre, como bien lo advierte 'The Economist' en una de sus ediciones impresas de marzo pasado.
Existen varias consideraciones en relación a la deriva de las relaciones entre Estados hacia un horizonte de mayor inestabilidad y perturbación. Una de las principales se relaciona con omisiones o faltas de cuño estratégico y geopolítico por parte de Occidente, particularmente en su 'relacionamiento' con Rusia, aunque más allá también.
La crisis actual en Ucrania es acaso la principal manifestación respecto de dichas omisiones. Una de las cuatro o cinco premisas estratégicas básicas de Karl von Clausewitz es la relativa a no rebasar los términos de la victoria militar. Para el influyente pensador prusiano, el "punto culminante de la victoria" ('De la guerra', Libro VII, Capítulo XXII) implicaba no exceder la misma puesto que, de hacerlo, se corría el riesgo de comprometerla y terminar perdiendo lo obtenido.
La Guerra Fría no implicó un choque militar directo entre sus oponentes, pero sí se trató de una confrontación general y global, y, en términos militares, el enfrentamiento entre los poderes mayores fue a través de terceros países. Tras casi medio siglo de rivalidad, el final de la Guerra Fría tuvo un solo victorioso, Estados Unidos.
Pero dicho fin no significó el fin de las políticas de poder: con el propósito de 'rentabilizar' su victoria sobre la URSS y evitar el surgimiento de un nuevo poder o reto en Rusia, Estados Unidos impulsó iniciativas económicas, militares, etc. que colocaron en una situación seriamente desventajosa a Rusia. Acaso el epítome de esa estrategia de 'victoria sobre victoria' fue la ampliación de la OTAN, primero al este de Europa y luego al este del este de Europa.
Mientras que la primera extensión de la Alianza Atlántica en 1999 puede considerarse una insalvable respuesta a las desesperadas demandas de cobertura por parte de los actores centroeuropeos, e incluso hasta una suerte de 'derecho por victoria' (si bien la experiencia no proporciona casos de pervivencia de alianzas político-militares una vez finalizada la situación para la que fueron creadas), las dos siguientes ampliaciones, particularmente la de 2004, colocaron la victoria al borde de sus límites.
Finalmente, los tanteos relativos a desplazar la OTAN hasta los mismos lindes sensibles de Rusia, primero con Georgia y luego con Ucrania, traspasaron la victoria y abrieron una crisis impredecible en las relaciones internacionales.
La experiencia es aleccionadora en materia de no avanzar más allá de la victoria. Durante la guerra del Golfo, en 1991, Estados Unidos no fue más allá de la expulsión de las fuerzas de Sadam Hussein de Kuwait; es decir, si bien hubo planteos para proseguir la guerra hasta la toma de Bagdad, el realismo predominante en torno al presidente George H. Bush desaconsejó semejante propuesta.
Años después, otro Bush en el poder, siguiendo consejos no conservadores sino casi revolucionarios en materia de política exterior, invadió Irak, puso fin al mismo régimen de poder y ejecutó a su mandatario. Las secuelas de esta decisión, que implicó primacía de la estrategia sobre la política, pueden apreciarse hoy no solo en un Irak débil y en estado de fisión, sino en un descalabro regional, producto en buena medida del desguace y desbande de las estructuras del Estado iraquí, y en el incremento de la influencia regional de Irán.
Las denominadas técnicas de balance de poder son las que, siempre que se cuente con hombres de Estado, habitualmente se instrumentan una vez lograda la victoria. Es posible que si a fines del siglo XIX el emperador de Alemania Guillermo II no hubiera desarmado el inteligente diseño estratégico de Bismarck tras la victoria sobre Francia en 1871, que básicamente consistió en mantener aislado al derrotado (a fin de que este país no se embarcara en una política revanchista) y construir una buena relación con Rusia, la guerra del 1914 no habría estallado.
Lo que queremos decir con estos breves casos, es que si tras la afirmación de poder de Estados Unidos en la pos-Guerra Fría hubieran predominado lógicas que moderaran los 'dividendos de la victoria', por caso, dejando en claro que la OTAN continuaría como instrumento político militar euroatlántico pero que no continuaría ampliándose a nuevos miembros, la crisis actual difícilmente habría tenido lugar.
Reflexiones similares podemos obtener desde la perspectiva de la geopolítica. El conflicto de Ucrania es inabordable sin consideraciones que asocien interés político, espacio geográfico y seguridad nacional.
Cualquier versado en cuestiones en las que estuvieran asociados el factor político con el territorial podía concluir que una reafirmada Rusia no toleraría un nuevo seísmo geopolítico, sobre todo si esta vez este seísmo se debía no al desplome de un país sino a políticas de poder concebidas para debilitarla y reducir su margen de iniciativas o acciones.
El derrumbe de la URRS en 1991 significó una crisis de escala en el mapa mental de los rusos, pues el país se desintegró produciéndose contracciones físicas y sociales impensadas: como bien lo ha destacado un autorizado analista occidental, solo considérese que el surgimiento de Estados independientes en el espacio de Asia Central hizo que la frontera sudoriental rusa retrocediera más de 500 kilómetros hacia el norte en algunas zonas; por otra lado, el fin de la URSS dejó a más de 25 millones de rusos étnicos fuera de la Federación.
En otros términos, la desintegración implicó para Rusia un nuevo 'tiempo de tumultos', situación que adquirió su verdadera dimensión durante el transcurso de los años noventa, cuando a la agitación interna se sumó la amenaza externa: la aproximación de la OTAN a la frontera de Rusia; es decir, la aprensión protohistórica de este país.
Con la llegada de Putin se alcanzó el orden interno. Sin embargo, los sucesos de Ucrania a principios de 2014, que llevaron a que Rusia reunificara Crimea, recentraron la posibilidad de una nueva prolongación de la Alianza.
Pero un eventual nuevo ensanchamiento de la OTAN no sería uno más: sería la culminación de la política de poder que Occidente prolongó más allá del final de la URSS. Lisa y llanamente, implicaría ahora la derrota del 'Estado continuador' de la exsuperpotencia, pues entonces Rusia se encontraría en una situación de cerco o 'cordón sanitario' que, junto con la concreción del escudo antimisilístico en 2020, restringirá sensiblemente sus capacidades militares combinadas con sus probadas ventajas geopolíticas.
Por ello, del mismo modo que Clausewitz advierte sobre las secuelas de traspasar el punto culminante de la victoria, Raymond Aron en su vigente 'Paz y guerra en el siglo XX' advierte sobre la degradación de la geopolítica cuando existe una ideología justificadora.
Omitiendo los reparos geopolíticos de Rusia, Occidente considera que debe llevar la cobertura político-militar de la OTAN hasta el final, y que Rusia no tiene que oponerse a ello. En cierta medida, sucede aquello que pensadores como el alemán Walter Schubart denominaban supremacía de la "cultura heroica" o "prometeica", esto es, una cultura de poder y de ambición (que ya antes de mediados del siglo XX el autor la identificaba con Occidente) destinada a poner orden en el mundo y moldearlo de acuerdo a sus propios planes.
La experiencia también nos proporciona casos aleccionadores en relación a ultrajar la geopolítica: volviendo a Sadam Hussein, cuando en 1990 se apropió de Kuwait lo hizo considerando que en el nuevo clima internacional le estaría permitido realizar ajustes geopolíticos: sin embargo, desdeñó que la singularidad geopolítica y geoeconómica de la región (entonces Sadam poseía el 20% de las reservas petroleras del globo, pero si se apoderaba de Arabia Saudita —como planeaba— controlaría el 40%) haría inevitable el compromiso de Occidente, como efectivamente sucedió.
Yendo más atrás, el estatus de neutralidad e inviolabilidad territorial de Bélgica (establecido en el Tratado de Londres de 1831) fue clave para el amparo de los intereses y la seguridad del Reino Unido. Ello explica que cuando en 1914 Alemania ("para prevenir un ataque de Francia") invadió y ocupó Bélgica, el Reino Unido le declaró la guerra. Es decir, para este país Bélgica era parte de su interés vital.
En breve, la estrategia y la geopolítica contienen reglas que convenientemente deben ser reverenciadas. La experiencia nos enseña que cuando esas reglas fueron omitidas se produjo, en el mejor de los casos, la desestabilización del orden internacional; en el peor, su derrumbe.