Política exterior argentina: mirar más allá del mundo atlántico-europeo
La llegada al poder de una nueva fuerza política en Argentina ha precipitado múltiples reflexiones en relación con el curso de la política externa que desplegará la nueva Administración. La mayoría de ellas considera que habrá cambios de escala; es decir, reorientaciones de fondo, casi de 180°.
Sin duda, habrá modificaciones: salvo contadísimas excepciones, los países de la región no se han caracterizado por sostener políticas de Estado; es decir, cuestiones que se elevan por encima de las diferencias políticas, puesto que su importancia exige continuidad. Ello no solo ocurrió en el segmento de la diplomacia, sino en los diferentes vectores o estrategias que, en conjunto, intervienen en la construcción del poder nacional; por cierto, una expresión que, salvo excepciones, parece haberse extinguido del glosario local y regional.
Tras años de confusión entre partido gobernante y Estado, las demandas exigen una 'normalización' de la política exterior y de la misma la institución diplomática. Todos los segmentos de poder nacionales requieren de idoneidad y profesionalismo pero, sin duda, el vector de la diplomacia es uno de los prioritarios, puesto que se trata de un espacio de deliberación estratégica en relación con lograr los más calibrados diagnósticos sobre los escenarios interestatal, internacional y mundial (para utilizar un enfoque amplio y actual en la disciplina) que sean útiles a las Administraciones políticas ejecutivas.
Oswald Spengler afirmaba que la verdadera o 'gran política' era la política exterior puesto que, en buena medida, de ella dependerán el nivel de seguridad y la prosperidad nacional, los dos principales objetivos o 'bienes públicos estratégicos' de toda política exterior. Sin embargo, para lograr esos bienes mayores es imperativo contar con análisis premeditados, que permitan una inserción internacional conveniente en relación con el interés nacional.
Todo parece indicar que la reflexión en materia de política exterior del nuevo mandatario argentino se funda en 'resignificar' el país en el contexto internacional; y ello, básicamente, implica 'retornar' el país al mundo del que se fue durante los años anteriores: el espacio atlántico-europeo. Este sería el primer anillo de la nueva diplomacia argentina si bien, geográficamente hablando, el primer espacio es la subregión o, como lo denominan algunos expertos argentinos, 'el exterior próximo'. De manera particular, las mismas autoridades de la nueva Administración argentina han indicado que 'relanzarán' la relación con Brasil.
En principio, claro que se trata de una decisión correcta: es imperativo desmontar la irresponsable confrontación a la que se llegó con Estados Unidos, el actor más poderoso del orden interestatal, así como con otros países centrales de Europa, como Alemania, Francia o Reino Unido, situación que retrotrajo la diplomacia argentina a viejos vicios o 'constantes': la (muchas veces innecesaria) confrontación con Washington. Sin embargo, ahora nos encontramos en un contexto diferente puesto que, otrora, implicó un 'poder nacional preeminente' en la región —incluso, a escala continental— y no casi irrelevante, aunque durante los últimos tiempos, cuando se llegó a practicar una suerte de 'antipolítica externa', estuvo desprestigiado; es decir, fue una gestión exterior con beneficios socioeconómicos intrascendentes y riesgos para la misma seguridad nacional.
Sin duda, Washington es clave para la diplomacia argentina, puesto que allí residen en buena medida las llaves que podrían destrabar cuestiones capitales (económico-financieras, principalmente) para el país. En este sentido, no ha sido un desacierto nombrar a un calificado economista al frente de la embajada en ese país. En menor medida, en Europa también se encuentran algunas claves, aunque no sería del todo acertado considerar que el viejo continente es un actor que aportará capitales copiosamente.
Sin embargo, en esta relocalización de la política exterior argentina se puede correr el riesgo de repetir la imprevisión de hace algunos años, cuando Argentina consideró que, anclando su política exterior al país del norte —desde el que mayor impulso recibió la globalización como 'régimen de poder'—, los beneficios nacionales quedarían asegurados. Esta consideración ignoraba los más elementales patrones en política internacional, sobre todo los que previenen sobre el hecho de que la emotividad en las relaciones internacionales, sencillamente, no existe, pues solamente existen los intereses.
La pregunta es: ¿está mirando la nueva Administración argentina más allá de ese espacio? Y, si está mirando, ¿tiene en cuenta la dirección de las nuevas realidades que viven en ese otro espacio? Las preguntas son pertinentes, porque una excesiva relocalización de la política exterior argentina en el marco atlántico-europeo relegaría potenciales ganancias nacionales en espacios y subespacios dinámicos del mundo, que ofrecen posibilidades reales para las necesidades y urgencias argentinas. Esos espacios no solo son los sitios habituales de los que casi todos hablan —China y, en menor medida, India—, sino otros menos conocidos y sobre los que, hasta la fecha, la nueva Administración política argentina casi no se ha enfocado.
Por ejemplo, varios estudios autorizados destacan que, en los próximos años, el mayor crecimiento económico tendrá lugar en países que no forman parte del mentado lote BRICS (siempre con la excepción de China); por citar los casos principales, se dará en Filipinas, Indonesia, Japón, Turquía, Corea del Sur, Nigeria, Australia, Arabia Saudita, Perú, etc. Estas economías pujantes, sumadas a las de China e India, hacia el año 2030 superarán a las economías predominantemente atlántico-europeas del G-7, varias de las cuales hoy atraviesan dificultades socioeconómicas estructurales.
Quizá no haga falta recordar que, hace dos décadas, la predominancia de la política exterior univectorial no sólo privó a la Argentina de aprovechar la evolución de las economías emergentes, sino que el país perdió mercados de exportación ante países vecinales.
También es necesario destacar que en Argentina, como en otros países, se mantiene un enfoque interestatal; es decir, un mundo de y entre Estados. Si bien la lógica interestatal es predominante en términos centralmente geopolíticos, no lo es tanto en términos geoeconómicos, pues la importancia que han ido asumiendo los denominados 'Estados-regiones' —sur de Brasil, norte de México, etc.—, así como las microrregiones, (la zona costera de China, zonas de la India, etc.) es central para economías en búsqueda de expansión, capitales, información, tecnología...
Por otra parte, se argumenta que la reorientación atlántico-europea de la política externa argentina 'rebajará' la relación con Rusia. Si sucede así, implicará la predominancia de un enfoque ideológico desfavorable para el interés nacional.
Hace tiempo que el mundo dejó de estar dividido en esferas de influencia. Esta realidad hace convenientemente posible desagregar 'issues'; es decir, la relación comercial con Rusia (u otro gran poder no occidental) no significa que compartamos una relación estratégico-militar. Recientemente, en el marco de la COP21 en París, Perú, un actor occidental y perteneciente a la 'pro-occidental' Alianza del Pacífico, alcanzó un acuerdo estratégico con Rusia (en 2014, Perú y la Unión Económica Euroasiática firmaron un memorándum de entendimiento), sin que a nadie se le ocurriera cuestionarlo o advertir que podría provocar que Lima adopte los parámetros estratégico-militares o enfoques político-institucionales de Moscú.
Una política exterior excesivamente atlántico-europea también podría impactar en la región en cuanto a espacio de complementación económico-comercial, que debe profundizarse necesariamente. A Estados Unidos y a la Unión Europea, el aumento de poder o 'masa crítica' regional siempre les restará espacios para negociar acuerdos favorables a sus intereses. En este sentido, no se deben olvidar las palabras de Henry Kissinger a principios de los años noventa, cuando sostuvo que si Estados Unidos incitaba a la Argentina a firmar un acuerdo bilateral comercial o, incluso, a ser parte asociada del naciente Nafta, Washington hubiera logrado una decisiva ganancia de poder, pues su consecuencia habría sido la disgregación del Mercosur y, por tanto, el mantenimiento de la división interestatal en la región.
Finalmente, la política exterior como instrumento de fortalecimiento de la seguridad nacional difícilmente alcanzará ese cometido si acaba adoptando un patrón excesivamente atlántico-europeo. En este sentido, quizás convendría echar una mirada a los propios países europeos que, en buena medida por carecer de geopolítica y 'guión estratégico' —y, por tanto, para mantener ligada su estrategia a la de Estados Unidos—, son teatro del terrorismo transnacional y se encuentran en una situación de 'punto muerto' con Rusia, país al que Europa subestimó y con el que, hasta que sucediera la crisis de Ucrania, mantenía una gran relación comercial y energética.
En breve, la política exterior argentina necesariamente debe fundarse en un enfoque de carácter global y selectivo en cuanto a 'espacios dinámicos', tanto estatales como regional-estatales y microrregionales. Con la contundente 'incorporación' del espacio Asia-Pacífico-Índico a la economía y política del globo, el mundo finalmente constituye un solo 'grabado' geográfico, geopolítico, geoeconómico, geocultural y estratégico.
Una orientación excesivamente atlántico-europea, es decir, que considere que la pertenencia 'civilizacional' a Occidente representa casi la única opción internacional, podría llevar a que el país no sólo desaproveche oportunidades, sino que incremente, una vez más, el nivel de riesgos en un mundo carente de régimen internacional, inmerso en una acumulación militar, devaluado en sus organizaciones intergubernamentales, con profusa actividad de grupos fácticos, próximo a una nueva era de imperialismo de recursos, etc.
Por ello, una mirada internacional occidental, pero también mundial, implicará mayores posibilidades en relación con una genuina construcción de poder nacional, la única baza probada para lograr ser parte real y no declamatoria de los países "que hacen lo que pueden, y no de aquellos que sufren lo que deben", según la 'vieja' clasificación interestatal de Tucídides.
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