La mayoría de los análisis relativos a las causas de la crisis intra-estatal e inter-estatal en Ucrania se concentran en cuestiones de cuño político y económico, desestimando no solamente el factor más influyente en dicha crisis, sino el factor del que en buena medida depende que la crisis se encauce hacia escenarios de deterioro o de moderación.
Considerar el conflicto de Ucrania subestimando o desatendiendo las inquietudes geopolíticas de Rusia es casi como intentar analizar una situación relevante en el espacio mexicano, centroamericano o caribeño, pongamos por caso, el establecimiento de una base militar de una potencia extrazonal crítica o rival de EE.UU., despreciando los reparos geopolíticos de este país. Ello sería una falta de proporciones, pues se trata de una zona que forma parte de los intereses nacionales del actor preeminente del continente, es decir, “de aquellas cosas que los estados tratan de proteger (la mayoría de las veces) frente a otros estados”.
Para decirlo en términos directos, si finalmente Ucrania dejara de ser lo que en Occidente denominan un “huérfano estratégico” eurocentral, y se convirtiera en miembro de la OTAN, entonces Rusia no solamente habrá sido concluyentemente derrotada como “Estado continuador” de la Unión Soviética, sino que se volverá a encontrar en una nueva situación de auténtico “vértigo geopolítico”, es decir, en estado de extrema vulnerabilidad territorial.
La condición de “Estado continuador” implica la conservación de activos de la ex potencia soviética: activos estratégicos militares, básicamente armamento nuclear y convencional; y activos políticos de escala, siendo el principal la condición de miembro con derecho a veto en el Consejo de Seguridad de la ONU. Pero existe una tercera “continuidad”, que es la relativa al alcance de Rusia como “superpotencia regional”, según la definición del experto Leon Aron.
Tanto en la concepción como en la práctica, el estatus de superpotencia regional Rusia lo defendió y promocionó aun en tiempos de la era de “desórdenes”, en los años noventa. Desde Georgia a Ucrania, pasando por Tadjikistán, Moscú ejerció pautas o técnicas de “ganancias de poder”, para usar términos de John Mearsheimer, que relativamente moderaron la sensible pérdida de relevancia estrategia de Rusia, causada, en importante medida, por las políticas de poder que continuó ejerciendo EE.UU. más allá de la derrota y el desplome de la URSS, por ejemplo, extendiendo la OTAN o, más recientemente, desplegando la primera fase del escudo antimisiles.
Con el ascenso de Putin y el mayor fortalecimiento de Rusia, la política hacia el ex espacio soviética se revigorizó, hasta el punto de recurrir no ya a conocidas técnicas de obtención o ganancias de poder sino a decisiones militares contraofensivas, como en Georgia, país que por entonces se hallaba “ad portas” del ingreso a las estructuras de la OTAN.
Desde este contexto, lo que acontece en Ucrania no implica acontecimiento nuevo alguno o “segunda Guerra Fría”, como afirma en su última entrega la revista 'Time' responsabilizando de ello a Putin, sino que representa una situación de continuidad en materia de políticas de poder que desde hace más de veinte años Occidente viene ejerciendo en detrimento de la recuperación o construcción de poder por parte de Rusia.
No obstante, si triunfaran las estrategias que ambicionan “apartar” Ucrania completamente de Rusia, el hecho sí podría implicar la instancia final en relación a dichas políticas de poder. Es decir, en tal caso Rusia volvería a encontrarse en una situación de encerramiento y asedio, es decir, el entorno geopolítico protohistóricamente temido por Moscú.
En tal situación, si bien conservaría otros activos políticos y militares mayores, Rusia perdería el activo que tradicionalmente ha hecho del país un actor territorialmente “resguardado” por países más o menos descontentos por tenerlo como país contiguo, pero constreñidos a ejercer por ello una política externa y de defensa basada en la cautela y la deferencia, lo que en modo alguno significa que estos países dejen de ser autónomos (¿o acaso Finlandia carece de autonomía por ello?).
En tal situación de desequilibrio geopolítico, tal vez no sea desacertado afirmar que Putin podría ser para la Federación Rusa casi lo que Gorbachov fue para la Unión Soviética: el responsable de su colapso y desaparición.
Ciertamente, a Putin no se lo asociará con la desaparición de Rusia porque ello no sucederá, pero sí con la pérdida del sentido de nación; sentido que en Rusia, más que en cualquier otro actor del planeta, fue forjado a partir del peligro externo y ha trascendido toda ideología prevaleciente en el país-continente.
Por ello, es casi imposible que el conflicto en Ucrania se encamine hacia una solución que no considere esta realidad geopolítica, una realidad que desde la perspectiva de Moscú implicará siempre una cuestión asociada a su misma supervivencia, ni más ni menos.