En pocos meses, el avance, despliegue y desafío del denominado 'Estado Islámico' en zonas de Irak y Siria ha concentrado la atención y preocupación de los países de la zona, así como de aquellos actores no regionales que lo perciben como una creciente amenaza a sus intereses nacionales.
Más allá de los análisis relativos a su origen, métodos, propósitos y poderío, es pertinente preguntarnos qué nos dice en relación con el contexto internacional este actor no estatal pero que tiene el potencial de serlo, pues mantiene propósitos relativos a la configuración de un espacio político-confesional que, en buena medida, supere lo que parece ser un imposible y, en términos de Dominique Moîsi, aglutina "un asentado sentimiento de humillación: la unidad de los pueblos árabes".
En primer lugar, resulta evidente que la guerra contra el terrorismo es imposible de ser ganada. Desde el momento que no existen términos contundentes que señalen una victoria militar el terrorismo no domina pero tampoco es derrotado; y para todo actor de 'poder menor' -en este caso el yihadismo- frente a otro poderoso -Occidente-, negar la victoria a su oponente es casi tener una victoria propia. Como mucho, el 'poder mayor' puede llegar a alcanzar una mejoría relativa que le permita restablecer “una seguridad aceptable pero no absoluta”, según nos enseña el general francés André Beaufre en su viejo pero siempre vigente estudio sobre las nuevas formas de la guerra.
Dicha mejoría implicaría para Washington que habría disminuido la posibilidad de 'otro 11-S', pero no la amenaza que supone el accionar del terrorismo sobre blancos estadounidenses en el mundo y, sobre todo, en el espacio donde 'ha regresado' el terrorismo: Medio Oriente (la conferencia de prensa brindada el jueves por el secretario de Defensa y el jefe de Estado Mayor de Estados Unidos fue más que clara en relación a la inquietud que produce en Washington la expansión del Estado Islámico en Irak y Siria).
En segundo lugar, la realidad de los hechos marcan la orientación de la política exterior estadounidense. Así pues, la región Asia-Pacífico demanda una concentración estratégica, lo cual es corroborado por la orientación estratégica aprobada por el presidente Obama en 2012; sin embargo, los acontecimientos que tienen lugar en las 'placas geopolíticas' o 'cinturones de fragmentación' de Medio Oriente y Europa Central obligan a 'resituar' políticas y propuestas que coadyuven a 'contener' las crisis agravadas.
Lo anterior lleva a una tercera observación: el caos que dejan las intervenciones de Estados Unidos, particularmente en aquellos escenarios fuertemente refractarios a la presencia de Occidente. Los tres escenarios de 'reciente' injerencia para lograr la 'estabilización' -Irak, Afganistán y Libia- se han vuelto espacios ingobernables y en camino de ser lo que geopolíticamente supone un reto a todos los países: plazas anárquicas sumamente aptas para la planificación de atentados y golpes multidireccionales por parte de la pluralidad de grupos insurgentes y yihadistas que siguieron el terrorismo proyectado por Al Qaeda.
En cuarto lugar, los hechos corroboran que existe un importante grado de 'incompatibilidad estratégica' entre las (ya lejanas) aperturas y 'primaveras árabes', y la estabilidad local, regional y global. Aunque suene polémico expresarlo, bastantes especialistas sostienen que, más allá de las demandas de apertura, la estabilidad en Medio Oriente requiere de Estados centralizados y liderazgos firmes. En este sentido, el 'retorno' del factor militar en Egipto, un actor clave en cuanto a influencia sobre conflictos que atraviesan la región, recreó expectativas favorables dentro y fuera de Medio Oriente. En cuanto a Siria, otra suerte de 'federador regional', el centro del problema ya no parece tanto ser Bachar el Asad sino los actores y escenarios de pesadilla que podrían llegar a suceder al dictador.
En otros términos, si en Medio Oriente no se puede alcanzar la paz ni hacer la guerra sin Egipto y Siria, respectivamente (como Henry Kissinger solía repetir), ¿existe alguna posibilidad de paz en un escenario disruptivo bajo creciente predominancia de grupos terroristas decididos a modificar la geopolítica regional a cualquier precio?
Otro elemento a considerar es lo poco que se puede decir sobre las pocas posibilidades de intervención de las organizaciones internacionales, como la ONU, en escenarios altamente convulsos. En Medio Oriente las misiones de la organización son de 'primera' y 'segunda generación', es decir, nunca implicarán que el organismo se involucre para imponer la paz, sino (con mucha suerte) mantener treguas e intentar acercamientos entre partes.
Por último, es muy claro que sin un orden interestatal se reducen las posibilidades para tener un orden regional y global estable. Un orden interestatal supone básicamente un acuerdo estratégico entre los actores principales, que habilite el (hoy menguado) bien internacional que es la diplomacia, una herramienta clave para evitar que las crisis escalen y se vuelvan incontrolables.
Para ello es imprescindible que las relaciones entre dichos actores no se encuentren contaminadas por un estado de competencia y desconfianza, que es lo que sucede hoy entre Estados Unidos, Europa, Rusia y China, y que se puede apreciar, sin demasiado esfuerzo, en una pluralidad de cuestiones que van desde la crisis en Ucrania al Mar de la China Meridional, pasando por las tentaciones de ampliación de la OTAN, el escudo antimisiles, Siria, los tratados sobre armamentos convencionales e incluso nucleares, ejercicios militares…