A principios del segundo decenio del siglo XXI, una relativa certidumbre de orden geopolítico caracteriza la situación del 'espacio latinoamericano'. En efecto, un enfoque centrado en consideraciones que (ante todo) interrogan acerca del factor espacio-territorial como agente de fraccionamiento o de fusión entre los países, nos lleva a establecer conclusiones no del todo optimistas.
La cuestión no es menor, puesto que en dicho espacio la geopolítica nunca fue contemplada ni practicada como un patrón de integración o de fusión: tanto en el terreno de las concepciones como en el de los acontecimientos, la disciplina ha sido un poderoso agente de separación, al punto que, transcurridos varios lustros de acercamiento interestatal regional efectivo, todavía persiste un fenómeno refractario entre los Estados, fenómeno que muy apropiadamente algunos expertos han descripto como una suerte de “ley de antipatía vecinal, porque parece que las fronteras se convierten en heridas abiertas que nunca cicatrizan”.
Pero acaso lo que hace que la situación en América Latina sea más preocupante es que a la geopolítica en clave interestatal se han sumado otras dinámicas o categorías de naturaleza político-territorial, que negativamente "pluralizan" el contexto regional desde el enfoque que nos ofrece esta siempre vigente (aunque poco considerada y a veces vituperada) disciplina, en tanto que operan como factores de separación. Es muy conveniente tenerlas presentes y trabajar sobre ellas, puesto que la "gestión" local y regional de las mismas definirá en gran medida la afirmación o no de un patrón de complementación regional que será capital para la construcción de poder y, por tanto, para el desempeño de la región en el orden global.
Respecto de la categoría tradicional o interestatal, es destacable que desde hace tiempo ningún Estado en América Latina sostiene prácticas aislacionistas como política o técnica de construcción de poder nacional: exceptuando a las Guyanas, todos (en mayor o menor grado) están insertos en marcos de complementación comercial-económica, un activo insoslayable en el espacio latinoamericano. Sin embargo, hasta el momento dicha inserción no implicó el automatismo en otras áreas, particularmente en la esfera de la defensa y seguridad interestatal. Más aún, si bien el tradicional concepto de "hipótesis de conflicto" ha caído en desuso ante el impulso de la complementación regional (de fuerte contenido geocomercial) y de las políticas “desmilitarizantes” de ciertas agendas domésticas, los hechos demuestran más bien lo contrario o, al menos, una realidad que debería llevar a interrogarnos acerca de la franqueza de la proclama regional pro fusión: por caso, Chile ha realizado ejercicios militares basados en conflictos con “supuestos” adversarios situados al norte del territorio nacional, uno de los cuales aspiraba a superar su “encierro terrestre”; asimismo, Argentina y Uruguay, dos miembros plenos de uno de los tres bloques geoeconómicos más importantes del globo, se han encontrado frente a una compleja situación que, sin que ninguno de los dos lo haya dicho, representó una grave hipótesis de conflicto. Y no son los únicos casos, por cierto.
Desde México hasta el Cono Sur, pasando por Centroamérica, Caribe, Colombia y Venezuela (esto es, el espacio latinoamericano contemplado en función de intereses del hegémono continental), la franja andina y el sureste del subcontinente, la dinámica fragmentadora de la geopolítica no ha sido un fenómeno superado. Más aún, si bien es cierto que durante los últimos cien años (o más precisamente desde la Guerra del Pacífico) la región se ha caracterizado por un muy bajo grado de conflicto militar, un activo que pocas regiones del globo pueden ostentar, es una de las regiones con más conflictos interestatales latentes de naturaleza territorial.
En paralelo a esta categoría geopolítica de cuño interestatal, han ocurrido situaciones derivadas del accionar de agentes intraestatales que acabaron elevando sensiblemente la tensión entre Estados de la región: por caso, el ataque aéreo selectivo lanzado por las fuerzas armadas colombianas sobre el campamento de las FARC en territorio ecuatoriano, en marzo de 2008, que acabó con la vida del líder insurgente Raúl Reyes, provocó una crisis entre Colombia y Ecuador, que se agravó sensiblemente con la abierta intervención de Venezuela.
El acontecimiento es por demás considerable, puesto que, siempre desde la disciplina, si no ahondó, agitó las percepciones de desconfianza interestatal entre actores regionales de alta (Colombia y Venezuela) y media (Ecuador) viabilidad y desarrollo relativos. Pero la crisis dejó en evidencia una realidad altamente negativa para la empresa de la complementación regional. Carlos Malamud, del Real Instituto Elcano, se ha preguntado “en qué medida se podrá avanzar en el proceso de integración latinoamericana si el nacionalismo y las cuestiones soberanistas siguen siendo protagonistas”.
Sin abandonar la crisis interestatal citada, la resolución 930 del Consejo Permanente de la Organización de Estados Americanos, de marzo de 2008, ratificó que “la incursión colombiana en Ecuador constituyó una violación del principio de no intervención en los asuntos internos de los Estados” (un principio, cabe aclarar, que nació en los años veinte en el seno de la comunidad latinoamericana). Si bien la resolución de la organización hemisférica es relevante, pasa por alto la resolución 2625 de la Asamblea General de Naciones Unidos, de octubre de 1970, que reza: “Todo Estado tiene el deber de abstenerse de organizar, instigar, ayudar o participar en actos de guerra civil o en actos de terrorismo en otro Estado o de consentir actividades organizadas dentro de su territorio encaminadas a la comisión de dichos actos”. En este sentido, para el especialista argentino en derecho internacional público, Alejandro Consigli, la resolución 930 debió haber mencionado la resolución de la ONU, puesto que sobre Ecuador recaían sospechas de tener una posición “benigna” frente a las FARC.
Cuando consideramos si existe verdaderamente voluntad de lograr en América Latina un espacio dinámico de complementación, deberíamos tener muy presente la advertencia del catedrático español. Tal espacio requiere de la flexibilidad suficiente de los Estados a fin de conseguir progresivamente niveles mayores de complementación interestatal.
Pero, efectivamente, si hay un principio inmutable en la región, ese principio es el de no intervención, un principio sin duda sacrosanto de la comunidad internacional. No obstante, se trata de un principio que, como bien ha dicho el ex presidente Julio M. Sanguinetti, debería admitir cierto grado de debate regional, puesto que con la misma contundencia con que sanciona la ilicitud de la injerencia externa en los asuntos internos de los Estados, refuerza a su vez el sentido soberanista o westfaliano y nacionalista de los países, dos sentidos que afirman a la geopolítica como una poderosa disciplina de fisión interestatal.
La importancia de vencer determinadas “rémoras” de cuño geopolítico, a fin de que la complementación regional deje finalmente el terreno de la retórica y sea una concluyente realidad, no solamente desplegará un espacio regional con capacidades mayores para afrontar retos y oportunidades del orden global, sino que podrá afirmar por vez primera un patrón de defensa (y de necesaria disuasión) más colectivo y menos nacional.
De cara a los acontecimientos venideros, estas consideraciones necesariamente deben ser abordadas. Helio Jaguaribe, sin duda uno de los más autorizados intelectuales y referentes latinoamericanos, advierte que entre los macrodesafíos del siglo XXI el incremento de la demanda de bienes industriales sobrepasará las reservas de diversos recursos naturales e insumos de los cuales depende el proceso industrial: En este estado de cosas, o se logra una amplia y profunda reorganización de la civilización industrial (que no se está haciendo, y tampoco se está pensando seriamente en hacer) o el mundo se enfrentará, hacia la segunda mitad de este siglo, a una gigantesca crisis industrial. Es posible que en presencia de esa crisis los países más poderosos sean llevados a un feroz imperialismo de suministros, y se apoderen de las fuentes de recursos escasos en detrimento de los demás países”.
Desde esta perspectiva, no hace falta advertir que América Latina es uno de los espacios más ricos del mundo en recursos naturales. Y si bien la cuestión que señala el pensador brasileño no ha sido tomada con displicencia por los actores de la región, es posible advertir que el sentido soberanista/westfaliano que prevalece suscita interrogantes: por caso, los ejercicios y doctrinas militares que ha hecho Brasil, como la operación 'Albacora' (basada en la ocupación por parte de un oponente extrazonal de una zona marítima rica en petróleo y gas) y la concepción 'Gama' (que consideraba un enfrentamiento contra un “poder militar indiscutiblemente superior”), respectivamente, se basan en aquella amenaza que sin ambages nos anticipa Jaguaribe.
Sin embargo, esa manifiesta “sensibilidad” frente a la amenaza de un agente extrazonal desplegando su poder en la región, se resiente o disminuye frente a casos de injerencia (“por invitación”, es cierto, pero injerencia al fin) extranjera en conflictos intraestatales como el de Colombia, concretamente. En otros términos, la condición soberanista regional predominante tiende a concebir dichas problemáticas como intraestatales y no a asumirlas como cuestiones regionales.
Esto nos conduce, finalmente, a la tercera categoría geopolítica en América Latina: precisamente la que tiene como protagonistas a los actores fácticos. Desde el narcotráfico hasta la insurgencia, pasando por las múltiples actividades del crimen organizado, dichas actividades de los poderes fácticos componen lo que Joan Nogué Font y Joan Rufí denominan“nuevos espacios”, esto es, territorios prácticamente imposibles de cartografiar, pero sumamente dinámicos y expansivos.
Es importante considerarlos, puesto que, efectivamente, si bien son cuestiones de origen local, su potencial de “externalidad”, es decir, de derrame en derredor, las convierte en cuestiones nacionales, regionales e internacionales.
Desde la disciplina que nos ocupa, dichas cuestiones ya no importan aquí como factores nacionales que pueden disparar tensiones internacionales, como se intentó explicar. Como tercera categoría, implican la afectación a las capacidades del Estado, puesto que restringen espacios que son de indisputable predominancia de éste. Por tanto, surge así una suerte de “subgeopolítica” de profundo carácter erosionante de la actividad y el alcance estatal, llegando incluso a “eliminar” o volver formales sus espacios.
La socióloga mexicana Rossana Reguillo Cruz lo ha explicado en términos que no dejan dudas. Refiriéndose a la expansión de las maras, sostuvo: “Cuando las instituciones se repliegan, otras instancias tienden a ocupar su lugar y los vínculos con el crimen organizado les han dado a estos jóvenes un lugar de pertenencia que no encuentran en la sociedad”. En otros términos, lo que nos viene a advertir la especialista es que el crimen, al tiempo que restringe espacio de Estados que no pueden o no saben cómo enfrentarlo, acaba creando espacios de inclusión.
A modo de epítome, una de las “tragedias” de los países de América Latina en el siglo XX ha sido la incorporación de concepciones geopolíticas deletéreas que tuvieron como resultado un espacio regional “fisionado”. Si bien es cierto que hubo intentos superadores por parte de algunos gobiernos, el fraccionamiento y la rivalidad prevalecieron hasta casi el final de la centuria.
No se puede desconocer que los esfuerzos de complementación regional han logrado importantes avances; no obstante, por el momento los mismos son insuficientes para afirmar un nuevo patrón geopolítico menos “nacional/soberano” y más “regional/soberano”.
En un contexto de múltiples categorías geopolíticas, sin duda el desafío de los países de América Latina en el siglo XXI es el logro de ese esquivo patrón geopolítico de fusión.