El 4 de abril de 2019 el hombre fuerte de Libia, Khalifa Haftar, ordenó al Ejército Nacional Libio iniciar la ofensiva para recuperar Trípoli; la capital de un estado fallido que no conoce la paz desde las revueltas de 2011 para derrocar a Gadafi.
Esta nueva fase de la guerra no es una disputa ni ideológica, ni entre sistemas, ni entre imperialistas y revolucionarios. Esta retórica está obsoleta; al menos en el caso libio. Se trata de una disputa de poder, pero más concretamente, de una disputa para no compartir el poder.
Cuando Haftar dio la orden al Ejército Nacional Libio (LNA) de avanzar sobre Trípoli, el Secretario General de Naciones Unidas, Antonio Guterres, se encontraba dentro de la ciudad ultimando los preparativos para la conferencia de paz de Ghadames en la que el propio Khalifa dijo que participaría.
En Ghadames (junto a las fronteras de Libia con Túnez y Argelia) Naciones Unidas tenía pensado reunir entre el 14 y el 16 de abril a 120 delegados tanto del Gobierno de Acuerdo Nacional de Trípoli, encabezado por Fayez Sarraj, como del gobierno de Tobruk, al que se adhiere el LNA.
Aunque la ofensiva del Ejército Nacional Libio contra Trípoli a pocos días de la conferencia –que la ONU ha tenido que posponer– puede verse como un acto de caciquismo anti-democrático que imposibilita la paz, lo cierto es que si Khalifa Haftar logra conquistar Trípoli, habría dado uno de los pasos más importantes cara a unificar y pacificar Libia, que lleva casi una década desangrándose entre conflictos tribales, sectarios y políticos.
"Libia podría no estar preparada para la democracia", según Haftar en enero de 2018. Aunque la afirmación puede parecer digna de un tirano, lo cierto es que no está del todo desencaminada.
Tras la muerte de Gadafi, Libia es un puzzle roto en el que las piezas no encajan. Por un lado está el gobierno de Tobruk, que surge tras unas elecciones en 2014 en las que los islamistas derrotados no aceptaron el resultado por la baja participación. Por otro lado, encontramos el Gobierno de Acuerdo Nacional de Sarraj (formado como gobierno de transición en 2015-2016 en Trípoli), reconocido por la ONU tras el Acuerdo Político Libio firmado en 2015 y que Khalifa Haftar dejó de reconocer en 2017. Antes del Acuerdo Político Libio, el gobierno reconocido por la ONU era el de Tobruk. En el sur están al-Qaeda en el Magreb Islámico y el Estado Islámico, y todavía algunas regiones están divididas por disputas tribales.
Si ya de por sí esta situación de divisiones y disputas convierte a Libia en un estado fallido ingobernable, el Gobierno de Tobruk y el Gobierno de Trípoli son incompatibles y no están dispuestos a compartir mutuamente el poder.
Si algo hace destacar a Haftar es su empecinamiento a la hora de combatir al integrismo islámico y el islam político de los Hermanos Musulmanes. Trípoli, sin embargo, es un gobierno completamente afín a estos últimos, que cuentan con cargos importantes incluso dentro de la Autoridad de Inversiones Libia, encargada de gestionar los fondos de inversión del país.
Trípoli tiene el respaldo de la ONU y el apoyo de países como Italia o Estados Unidos, pero eso apenas tiene relevancia a nivel interno cuando es el gobierno de Tobruk el que controla entre el 60 y el 70% del país gracias a las alianzas con tribus.
Un problema que enfrenta Haftar, por el que necesita recuperar Trípoli, es que controla la mayoría del petróleo del país, produciendo 1 millón de barriles al día, pero no controla ni la petrolera nacional ni el banco nacional. Aun así, las cosas no están fáciles para Trípoli, ya que los yacimientos de Sharara y al-Fil, vitales para la su supervivencia económica y energética, los recuperó el LNA sin resistencia en febrero de este 2019.
Aunque Haftar sea reconocido por su lucha contra los sectores islamistas, cuenta con el apoyo de países ultra-conservadores como Emiratos Árabes Unidos y en una menor medida Arabia Saudí. Esto se debe a que ninguno de los dos países quiere que los Hermanos Musulmanes puedan llegar a controlar nuevos territorios en los que asentarse, coordinarse y hacerse fuertes. Esto ha hecho que Egipto también se una al apoyo de Tobruk junto con Francia.
Rusia también es un aliado muy importante de Haftar, pero su apoyo está más determinado por recuperar lazos comerciales que se perdieron con el derrocamiento de Gadafi y para asegurar una posición estratégica en el Mediterráneo central.
El gobierno de Trípoli, por otro lado, está aupado por la UE, EEUU y la ONU, pero principalmente por Turquía y Qatar, que buscan proteger a sus aliados de los Hermanos Musulmanes.
En este contexto lo que encontramos es una guerra de Libia en la que se están librando varias guerras. Esto hace que la Comunidad Internacional se retrate de una manera vergonzante.
"Preocupado por esta crisis humanitaria, he ordenado que los barcos de guerra vayan al mediterráneo". Así justificaba Obama, en base a una crisis humanitaria, autorizar en marzo de 2011 la acción militar contra Libia avalada por la Resolución 1973 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. En aquel entonces no hacía falta contención: la vía militar era la única vía contemplada para derrocar al régimen rival.
Pero claro, ahora Trípoli son los "buenos", los "amigos", y entonces, bajo la excusa de la crisis humanitaria, se pide a Haftar contención. EEUU, además, fueron los primeros en subirse al barco para destruir Libia, pero son los primeros en bajarse ahora que está a la deriva y la situación parece de todo menos halagüeña.
El mayor conflicto además del de Trípoli-Tobruk es el de París-Roma
Francia e Italia tienen intereses encontrados dentro de Libia, y esto se refleja en el constante choque diplomático, los ataques por parte de sus representantes y acciones como la francesa de bloquear el borrador de la Unión Europea condenando el intento de Haftar de tomar Trípoli. Actuando de forma similar a Rusia en la ONU por el mismo motivo.
Francia tiene una importante inversión en recursos y campos petroleros al este de Libia (zona del gobierno de Tobruk). Además, su apoyo a Haftar es vital cara a combatir el extremismo en el sur y en Sahel; zonas de influencia francesa donde el terrorismo de AQIM y Boko Haram amenazan sus intereses.
Italia por otro lado, ve en el Gobierno de Acuerdo Nacional (GNA) de Sarraj una necesidad. Por un lado para proteger a sus soldados que tiene en las bases del oeste de Libia, bajo control del GNA. Por otro lado y más importante, porque coordinados con Trípoli están intentando combatir el tráfico ilegal de migrantes, el trabajo de las ONG’s que recogen barcos a la deriva para llevarlos a las costas italianas y el negocio que hacen las mafias libias con todo eso.
El futuro de Libia depende de Haftar, pero hablamos de un hombre demasiado imprevisible
Khalifa Haftar se graduó en la academia militar real de Benghazi para después unirse a Muamar al-Gadafi en el golpe de 1969 contra el rey Idris al-Sanousi. Posteriormente terminó su carrera militar en la Unión Soviética y lideró gran parte del ejército en la guerra de Libia contra Chad hasta que en una derrota él y 600 hombres suyos fueron capturados.
Tras la guerra de Chad, Gadafi renegó de Haftar, que fue rescatado por la CIA y se exilió a Estados Unidos. De estos años poco se sabe, pero hay quienes afirman que estuvo preparando junto a la CIA cómo dar el golpe con el que derrocar a Gadafi.
Fue en 2011 cuando Haftar volvió a Libia en el golpe contra Muamar Gadafi, siendo Jefe de las Fuerzas Terrestres del Consejo Nacional de Transición. Tras su victoria, se enfrentó al gobierno de Ali Zeidan para posteriormente formar en 2014 el Ejército Nacional Libio y adscribirse al gobierno de Tobruk. Ahora, Haftar busca recuperar Trípoli. Lo que suceda en esta batalla determinará el futuro de Libia y si por fin podrá volver a imaginarse la paz en el país.