La derrota de 1967 en la Guerra de los Seis Días supuso el principio la paulatina derrota moral de la causa palestina, el desmembramiento de la identidad árabe y la lenta pero imparable normalización del Estado de Israel por parte de la mayoría de sus vecinos; aun manteniendo a día de hoy unas fronteras delimitadas por lo que a ojos del Derecho Internacional, es una ocupación de ilegal.
Las guerras árabe-israelíes continuaron y con ello las derrotas se fueron acumulando. Los líderes carismáticos como Gamal Abdel Nasser o Hafez al-Assad murieron, y el panarabismo cada vez significaba menos. La causa palestina quedó dividida entre una Organización para la Liberación de Palestina corrupta hasta los tuétanos y fuerzas pan-islamistas como Hamas. La lucha armada y revolucionaria quedo en folklore y retórica para acomodarse en un tímido boicot promovido por una OLP satisfecha con el estado actual de las cosas… mientras sus dirigentes se sigan llenando los bolsillos. En Gaza, en gran medida por la autoridad de Hamas, la reivindicación de un estado nacional e integrador ha pasado a proclamas sectarias propias de los Hermanos Musulmanes, con alabanzas a Qatar, viendo como referentes de algo a los jeques del Golfo y traicionando a uno de los pocos aliados sinceros que les quedaba: Siria.
Siria ya ni siquiera es parte de la Liga Árabe que ayudó a fundar. La liga, inútil a todas luces y servil a los intereses de las monarquías del Golfo y su agenda, ni siquiera ha sido capaz de posicionarse (siquiera por guardar las apariencias) contra el acuerdo entre Israel y Emiratos Árabes Unidos. Egipto, Sudán, Marruecos y Jordania —cómo no—, a rebufo de emiratíes y saudíes, votaron en contra de condenar la normalización y paz con una entidad colonial, cuyas fronteras ni siquiera las reconoce la ONU como legales. Porque los únicos aliados que le quedan a la causa palestina son Hezbollah (cuya prioridad es Líbano), Siria (que libra una guerra, sanciones y crisis. Un país contra el que Hamas volvió las armas), Irán (aislados y asediados política y económicamente por EE.UU.) y Argelia (que está muy lejos de parecerse a la otrora 'meca de las revoluciones').
Turquía es el único país que, fuera del conocido como 'Eje de la Resistencia', mantiene un discurso agresivo hacia el apartheid israelí, pero todo queda en retórica cuando resulta que Ankara lleva décadas de relaciones económicas con Israel. Unas relaciones económicas que además están mejor que nunca.
Turquía condena la paz de Emiratos Árabes Unidos mientras es el tercer país del que más importa Israel. Y es que el israelí es el décimo país al que más exportan los turcos; muy por encima de vecinos como Rusia, Bulgaria o Irak. Turquía únicamente utiliza a los palestinos —concretamente a Hamas— como peones en sus ambiciones por convertirse en la potencia regional y el referente global del sunismo; pero no hay que olvidar que como peones, son prescindibles para Ankara cuando el contexto así lo requiera.
Y en este contexto de divisiones, corruptelas y la completa desaparición de una identidad colectiva, es en el que Israel ha sabido moverse para legitimar existencia y guerra de exterminio contra Gaza. La identidad colectiva árabe ya no existe, y por ello los países árabes con más intereses en occidente que en su espacio natural, no ven la necesidad ni el sentido de seguir involucrándose en la lucha palestina contra Israel. Han aceptado la colonización porque es donde encuentran el rédito económico; una mentalidad cortoplacista que ignora la ambición sionista del 'Gran Israel'. Una mentalidad cortoplacista que ignora algo tan básico como que quien roba un territorio, no tiene problemas en robar más territorio. El dinero o la secta se han convertido en factores mucho más decisivos a la hora de determinar las políticas regionales respecto a Palestina. El desarme militar e ideológico ha sido total, y por tanto el Knesset como los vecinos, han asumido que los territorios ocupados seguirán ocupados.
El 'acuerdo de paz' por el que ahora quieren otorgar el Nobel a Trump no es más que la legitimación de un ente colonial. Ni Trump ni Mohammed bin Rashid al-Makhtoum han cambiado ni la esencia misma de Israel, ni sus políticas de asentamientos, ni su apartheid, ni su agresividad hacia cualquiera que no se someta a la codicia del estado judío. La paz entre Emiratos Árabes Unidos e Israel es producto de haber leído el momento —innegablemente bien— para vender como una victoria lo que solo es el resultado de la desintegración de la identidad árabe. Una paz anunciada en el momento óptimo para encubrir la derrota de Netanyahu, cuyo plan de anexión de Cisjordania se ha visto frustrado no por la diplomacia árabe-estadounidense, sino por el contexto mismo que la hacía inviable.
El estado de Israel no es un ente todopoderoso ajeno a los problemas, y así lo atestiguan la incipiente crisis generada por la crisis sanitaria del covid-19 y el descontento social de la población respecto al Primer Ministro Bejamín Netanyahu, que está siendo juzgado por corrupción. Más de 840.000 israelíes, el 21 % de la población activa, están sin trabajar. El Banco de Israel estima que la economía se contraerá un 6 %, y la anexión unilateral de territorios de Cisjordania, que además afecta a Jordania, no haría sino echar más leña al fuego, forzando a los países árabes con los que Israel tiene relaciones entre bambalinas a tensar la cuerda cara a sus ciudadanos. Ello forzó a echar el freno a Netanyahu, y es que, ¿qué necesidad hay de confrontar —incluso con sus afines, los colonos más extremistas, que veían en la anexión la posibilidad de un estado palestino— cuando pueden seguir entibando los asentamientos ilegales sin que apenas nadie rechiste? ¿Qué necesidad hay de enemistarse con la UE y el Partido Demócrata por una anexión mal planteada, cuando pueden seguir cometiendo todo tipo de abusos con impunidad sin necesidad de cruzar esa línea roja?
Detener la anexión unilateral de más territorios no supone ningún cambio para la política israelí. Han seguido bombardeando Siria, y por primera vez en años Líbano. Han seguido disparando a palestinos. Han seguido derribando casas, destruyendo tierras y expandiendo asentamientos de colonos. Siguen restringiendo la libertad y los movimientos de población palestina nativa mientras permiten al granjero evangélico de Kentucky viajar a Cisjordania para expoliar recursos vendimiando en tierras de colonos.
La causa palestina muere a medida que se consolida el Estado de Israel. La causa palestina muere a medida que se consolida la entidad sionista con ambiciones depredadoras. La resistencia palestina languidece a medida que desaparece la identidad árabe y secular en pos de un identitarismo mahometano, promovido por las mismas élites que entre bastidores besan la mano sionista. Las élites árabes han sustituido la resistencia por la normalización, únicamente porque es el negocio del momento. La normalización es que un judío polaco ofrezca 'su gastronomía típica' a un árabe, y resulte que la comida esté compuesta por Labneh, Sahwarma, Humus y Falafel. La normalización significa despojar a la población nativa de su identidad como si nunca hubiese existido ni sido suya. La normalización significa la supresión material y metafísica de todo lo que supone ser palestino y semita, ya sea musulmán o cristiano, para eliminar de la psique un territorio en otros tiempos diverso, para que se entienda únicamente como 'la tierra prometida a los judíos'. La corrupción, la división y la falta de una estrategia factible serán los sepultureros de la resistencia palestina, y la normalización su tumba.