Más de 40 millones de desplazados y una crisis humanitaria mayor que todas las del siglo XX exceptuando la Segunda Guerra Mundial. Cientos de miles de millones invertidos en empezar guerras que parecen no terminar jamás. Libia, Somalia, Yemen, Siria, Irak, Afganistán y Filipinas son el decrépito retrato de la Guerra contra el Terror iniciada por George W. Bush tras los infames atentados del 11 de septiembre de 2001.
La guerra contra el terror más allá de la retórica petulante, de los discursos pomposos de quienes se creen con la autoridad para exportar su modo de vida a todo el mundo, nunca trató de hacer justicia o terminar con el terrorismo. Siempre fue una sucia guerra de venganza. Siempre fue la guerra de un sistema perverso contra el mundo.
19 años después, millones de personas han dejado de existir, fulminadas por las balas y explosiones de guerras estúpidas que jamás tuvieron el más mínimo ápice de rectitud ni moral. Y 19 años después, los Talibán siguen controlando la mayoría de Afganistán, preparando el terreno para su reconocimiento en el plano internacional como actores legítimos en las negociaciones de Doha celebradas estos días. Y 19 años después, el Frente Moro mantiene la violencia en Filipinas; debilitado únicamente por la educación como arma. Y 19 años después, el Estado Islámico ha arrasado Siria e Irak; un Estado Islámico germinado durante la ocupación estadounidense de Irak tras el derrocamiento de Saddam Hussein, hecho fuerte con el apoyo europeo y norteamericano a los rebeldes que intentaron acabar con el estado sirio de Bashar al-Assad. Y 19 años después, al-Qaeda, Estado Islámico y escisiones son cada día más fuertes en el Sahel. Y 19 años después, Ansar al-Sunna en Mozambique se ha propuesto conquistar Cabo Delgado; una de las regiones más ricas en recursos del país y con la mayor reserva de rubíes del mundo. Y 19 años después, al-Shabaab sigue poniendo en jaque el estado somalí. Y 19 años después…
Miles de soldados norteamericanos están repartidos por Oriente Próximo, aunque cada vez son menos, a medida que perfeccionan matar a distancia, frente a una pantalla y con un dron. Pero a pesar de la proliferación de los ataques con drones, el hediondo rastro de muerte que deja consigo el terrorismo no deja de propagarse. Porque la guerra contra el terror no consiste en erradicar ni la radicalización ni las causas de la misma. Porque la guerra contra el terror para sus arquitectos desde Washington y Langley, no consiste en estabilizar países y hacer que las sociedades avancen hacia mejores condiciones de vida. La guerra contra el terror consiste en matar, a menudo expoliando los recursos del país que toque destruir.
Cuando declaró la guerra contra el terror, George W. Bush afirmó que desde entonces se estaría con o contra los EE.UU.; sin espacio para grises. Y en base a esa dicotomía de buenos y malos –justificada con mentiras como las armas de destrucción masiva de Irak– se destruyeron los regímenes que, independientemente de las opiniones que pueda suscitar cada uno en el lector, contenían la amenaza terrorista en el plano tanto local como regional como internacional.
Pero cuando los estados se debilitan, las organizaciones terroristas logran cubrir los vacíos y ganar fuerza. Los Hermanos Musulmanes, tras su aventura en Hama para instaurar un emirato islámico en 1982, quedaron casi completamente suprimidos en Siria. Una 'guerra contra el terror', muchas sanciones y millones de dólares y euros después, Idlib se convirtió en el mayor espacio seguro para al-Qaeda desde Afganistán. Saddam Hussein, a pesar de pasar más de una década en guerra –primero la guerra con Irán y después la primera guerra del Golfo– supo mantener la estabilidad en Irak. Una 'guerra contra el terror' después se creó el caldo de cultivo perfecto para el auge del Estado Islámico que llegó a tomar Mosul y convirtió Bagdad en objetivo de constantes ataques terroristas. El mismo Estado Islámico que el mismo año en el que Saddam Hussein fue derrocado, lejos de estos ser erradicados –recordemos, en el contexto de una supuesta guerra contra el terrorismo– empezaba el tercer y mayor genocidio del siglo XXI.
Pero siendo honestos, ¿quién puede esperar un ápice de moral y el más mínimo interés por la justicia y el fin del terror… por parte de los mismos que propugnan el terror? Ejercer el terrorismo no solo es poner bombas en nombre de un Dios o una ideología. Ejercer el terrorismo también son las detenciones aleatorias, las torturas en centros clandestinos, los crímenes de lesa humanidad contra población civil en ocasiones por puro entretenimiento… Y en este caso, EE.UU. es el principal protector de los terroristas, a quienes ampara sancionando –también amenazando– a quienquiera de la Corte Penal Internacional de la Haya que investigue los crímenes de guerra de oficiales norteamericanos en Afganistán. La única diferencia respecto a algunos grupos terroristas que maquillan sus métodos de barbarie con ideales rimbombantes, es que el estadounidense cuenta con un presupuesto billonario y a estas alturas ni siquiera necesita maquillarse.
La guerra contra el terror no es más que una farsa. Tal vez la mayor farsa que ha conocido nuestra generación. Es una farsa de cientos de miles de millones de dólares diseñada para mantener la industria bélica atiborrándose con dinero del contribuyente de norteamericano. Una farsa para destruir países y controlar gobiernos. Una farsa para en nombre de la paz, la seguridad y la vida, crear monstruos, sembrar odio y cosechar muerte.