Un presidente que ni reconoce las elecciones ni considera que el sistema electoral es fiable y funcional, un candidato que sin ser capaz de articular un solo discurso mínimamente coherente se impone en las elecciones, congresistas que lo mismo te defienden políticas identitarias –dignas de alguien cuyo cerebro está desconectado de la realidad– como la teoría de que Donald Trump está librando una guerra personal contra una red de pederastas satánicos. Añadamos milicianos que no son más que civiles con armas de guerra saliendo a la calle, votantes rezando frente a los colegios electorales, muertos votando, estados que siguen contando los votos a mano una semana después de las elecciones. Famosos diciendo a la masa qué debe hacer 'para ser ciudadanos ejemplares', que si perretes, que si 'culpa de Rusia', que si 'cosa de China'. Pareciera el guión de una comedia escrita por Sacha Baron Cohen o la descripción de una desquiciada república bananera devorándose a sí misma. Sin embargo, esta es la imagen que está proyectando 'la mayor democracia del mundo', y sería hasta gracioso de no ser porque por menos han sancionado, bombardeado, invadido y destruido países.
Cuando EE.UU. decide destruir un país, toda esa retórica humanitaria en la que se envuelven los dirigentes –porque claro, ser honestos y hablar de intereses políticos, económicos y geoestratégicos no termina de calar en el electorado–, no es más que el desahogo de una culpa que sienten cada vez que se miran frente al espejo. Porque el modo de vida norteamericano no es mejor que aquel que quieren destruir a miles de kilómetros de casa, en países que el 'halcón' adicto a la guerra televisada más loco de Kentucky ni siquiera sabe situar. Porque cambiando un clan, una estirpe, por un conglomerado de corporaciones, no son tan distintos de las dictaduras –así, en abstracto, porque tiranías como las de Sisi, Erdogan o los Saud no parecen preocuparles tanto– que pretenden destruir.
Se sanciona a Siria por no dar relevancia alguna a un sector de la oposición, del que destaca aquel que aglutina a los integristas más radicales que solo se representan a sí y a una minoría, mientras que el presidente de los EE.UU. no reconoce que la mayoría de su país haya votado al otro candidato; que tampoco es tan distinto del primero, dicho sea de paso. Porque aunque desde Washington quieran imponer su democracia a otros países, lo que han demostrado Trump, Pompeo y todo su entorno, es que la democracia que quieren exportar no es más que un gran fraude.
El argumento contra Irak es que era una amenaza regional y global. El argumento contra Irak era el apoyo al terrorismo, las armas de destrucción masiva y el exacerbado belicismo de Saddam Hussein. Y sin embargo, ahora, las democracias occidentales y EE.UU. celebran que el nuevo presidente que dormirá en la Casa Blanca es un hombre que siempre ha votado sí a la guerra. El hombre que nunca quiso retirarse de Afganistán, gobernando el único país del mundo que ha utilizado armas nucleares (y para más inri contra objetivos civiles). El país que dio alas a los Talibán en Afganistán, y a los rebeldes en Siria; de entre los que terminó destacando y saliendo ISIS. Porque en nombre de la paz, el país que no conoce paz se permite masacrar y destruir naciones y culturas.
La campaña de máxima presión contra Irán se sostiene en el argumento de que es un estado autoritario y controlador que expande su influencia por toda la región valiéndose de proxies que bien pueden tener intereses propios pero nunca desligados de Teherán. Y es una crítica que podría ser legítima si no saliese de los mismos de la Ley Patriótica, creada para monitorear a su propia población, a todos los niveles, de manera casi psicótica. El mismo país de la censura a la disidencia, de la persecución incluso a los jueces de la Corte Internacional de Justicia de la Haya que investigan crímenes de guerra. El mismo país que admite orgulloso la financiación de proxies para defender sus intereses en la otra punta del mundo derrocando a gobiernos legítimos. Desde la contra nicaragüense hasta las YPG y otros tantos hoy día. Porque si China controlando los contenidos en redes es una tiranía, ¿cómo puede ser que una simple empresa tenga la potestad de censurar todos los mensajes que envían, tanto usuarios aleatorios como el presidente de un país? Estando de acuerdo o en contra, mintiendo o diciendo la verdad, solo se ha censurado a una de las partes. E incluso, puede ser hasta sano restringir el derecho a decir tonterías por parte de las personas con capacidad de influir y movilizar a las masas; pero cuando la potestad de hacerlo recae en una empresa que ha tomado partido mostrándose favorable a un bando, significa que la hegemonía no está en el pueblo, sino en el capital.
Y es que sí, la democracia más consolidada del mundo ha demostrado ser un completo fiasco. Un lugar en el que la democracia funciona a tiempo parcial, de manera irrisoria y deleitando al mundo con escenas de república bananera. Ha pasado más de una semana desde el día en el que los estadounidenses fueron a votar por un presidente. Y más de una semana después, Trump se queda en la Casa Blanca como un ocupa, sus feligreses se niegan a aceptar cualquier resultado que no les sea de agrado, hay estados que todavía siguen contando los votos y Biden ya está haciendo planes para dirigir el país. Si tan seguros están de que la democracia funciona… ¿por qué no invitan a observadores internacionales? A Venezuela se lo exigen.