Entre la incertidumbre del virus y la certeza del hambre: las protestas regresan a Líbano
Hace un año y cuatro meses estalló la revolución de octubre en Líbano; un estallido social en el que la población pedía la destrucción total de un Estado secuestrado por corruptos, caudillos políticos y religiosos para crear un Estado nuevo, próspero, fuerte y colectivo. Pero tras la esperanza llegó la frustración porque la clase política desoía mientras el país seguía encaminándose hacia la ruina. Simultáneamente se declaraba hace once meses la pandemia del COVID-19 que terminó de vaciar las calles. Hace seis meses estalló el puerto de Beirut arrasando consigo las esperanzas del cambio, de un octubre en el que se pudo creer en un nuevo Líbano. Una explosión que no solo mató la ilusión, sino que en datos cuantificables acabó con la vida de más de 200 inocentes, arruinó miles de vidas y destruyó toneladas de grano necesarias para alimentar a un país ahora más hambriento que nunca.
A medida que pasan los días la libra libanesa vale menos, y aún menos vale el Líbano para una élite corrupta incapaz de mover un dedo por sus vecinos; porque para hablar de compatriotas, esa élite debería tener una patria más allá de su dinero. Con la peor crisis económica desde las casi tres décadas de guerra, sin grano en el país ni campo para cultivar, en un momento en el que la población no puede trabajar por las medidas contra el covid, los subsidios no llegan y el hambre se ha vuelto real en muchos hogares (los productos básicos se han encarecido hasta precios a menudo impagables para gran parte de los libaneses).
Así, el precio del pan se ha disparado un 20%, según el gobierno, en un Líbano para el que el Banco Mundial ha tenido que aprobar una ayuda de emergencia porque, de acuerdo a la ONU, la mitad de la población vive por debajo del umbral de la pobreza. Una ayuda del banco mundial de 246 millones de dólares en la que los libaneses no pueden creer, porque todavía no han visto gran parte de los millones que se destinaron para ayudar a los afectados por la explosión del puerto de Beirut. Y es que del plan de recuperación para el que se recaudaron 300 millones de dólares (de los que 285 ya se han entregado) todavía no se ha puesto en marcha. El dinero ni siquiera está llegando a las organizaciones de ayuda como la Cruz Roja, de la que el 80% del dinero con el que está operando ahora mismo llega de donaciones privadas.
Los bancos libaneses llevan meses sin realizar informes financieros. Aunque no lo reconocen, de facto son insolventes, y no son capaces de devolver su dinero a los ciudadanos. De acuerdo al Fondo Monetario Internacional, Líbano enfrenta una de sus crisis más complicadas en los últimos cien años, con una contracción en la economía del 25% que tiende a contraerse otro 9%; siendo la peor previsión de la región para este año.
En un país en el que la mayoría de partidos actúan como el negocio de clanes familiares y religiosos, estos han fallado en su deber de construir un Estado funcional que con el monopolio del poder –hoy dividido entre ejército y milicias–, pueda asegurar el bienestar de los ciudadanos y la cobertura de sus necesidades básicas. El gobierno ha fallado, y en este contexto la gente está volviendo a salir a protestar. Las protestas más mediáticas –que no las únicas– han sido las de la norteña ciudad de Trípoli, una de las más empobrecidas de Líbano, donde dos civiles ya han muerto, y más de 400 han resultado heridos. La desesperación ha llevado a una escalada de violencia en la que se han llegado a utilizar granadas militares por parte de manifestantes que prendieron fuego al edificio municipal. Porque con una caída del 24% en el PIB y una subida de los precios del 144%, la gente ya no puede más.
Con el COVID-19 imparable en un Líbano en el que el sistema sanitario colapsó mucho antes de la pandemia, el gobierno en funciones no sabe cómo gestionar la situación. En tiempos de hambruna se ha impuesto un nuevo confinamiento pero sin una ayuda real que no llegue a todos, y mucho menos a los más necesitados. Una ayuda que no llega ni bien, ni cuando debe. En tiempos de hambruna se han cerrado las tiendas y durante semanas la mayoría de libaneses ha perdido todos sus ingresos. Sí, desde la comodidad de una vida fácil las protestas en Líbano pueden parecer una irresponsabilidad, pero cuando la situación es tan desesperada, cuando el debate es entre el covid y el hambre, la enfermedad ha destruido menos vidas.
El Líbano va a la deriva, cada vez más cerca del borde del precipicio, y a estas alturas es difícil ver una solución. Cualquier reforma no llega, y ni siquiera hay un gobierno ahora mismo. El debate es entre la pandemia y el hambre, entre la casa y la calle, entre arriesgarse a un virus y la certeza de no tener comida que poner sobre la mesa. El debate es entre lo malo y lo peor.
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