A menudo tengo la sensación –cada vez menos irónica– de que los mayores guardianes de la Revolución Islámica iraní no se encuentran en Qom o en Teherán, sino en Washington. Da igual quien se siente en el despacho oval que los halcones se encargarán de recordar a los iraníes por qué muchos llaman a EE.UU. 'el gran satán' y por qué el estado de alerta constante, lejos de una paranoia infundada, es una necesidad de supervivencia. Cada vez que los reformistas de la República Islámica intentan un acercamiento con el bloque occidental, este prepara un puñal por la espalda que únicamente refuerza los argumentos de la línea dura y derechista de los conservadores; los principalistas.
En contraposición a la salida unilateral del Plan de Acción Integral Conjunto (acuerdo nuclear) de Donald Trump, Biden prometió en campaña recuperarlo y volver a entrar lo antes posible. La realidad es que en contra de los intereses de los ciudadanos estadounidenses, europeos e iraníes, el gobierno Biden-Harris ha mostrado mucho más interés por bombardear a las fuerzas pro-iraníes en Siria que por dialogar.
El aventurismo iraní en Oriente Medio, lejos de seguir la doctrina imperialista de su contraparte americana, responde a la necesidad de defenderse y proteger sus fronteras. Los iraníes ya saben lo que supone mostrar debilidad o desproteger su frontera, y es que apenas un año después de la revolución tuvieron que hacer frente a casi una década de violencia, cuando Saddam Hussein, respaldado por EE.UU. e Israel (qué irónico suena ahora), decidió iniciar una guerra invadiendo el territorio de la recientemente creada República Islámica. Desde entonces, en Teherán no han vuelto a permitir que ningún rival tenga la osadía de invadir su territorio; ni siquiera el Ejército más poderoso del mundo.
Pero los años pasaron, la Guerra Fría terminó y el mundo parecía calmarse. Y aunque la violencia sacudía Irak, Siria y Afganistán, Irán y EE.UU. parecían acercarse en 2015 mediante un acuerdo histórico para los reformistas firmando el Plan de Acción Integral Conjunto por el que Irán no produciría armas nucleares y, a cambio, no sufrirían las duras sanciones que han vuelto a aislar el país y sofocar su economía. Un acuerdo que beneficiaba enormemente a Europa e Irán. Un acuerdo recibido con alegría por la población. Una alegría con la que un lustro después Trump acabó definitivamente. Y aunque los halcones vendiesen por entonces que la acción del expresidente buscaba debilitar a la élite iraní, lo cierto es que desde entonces la línea más dura de la revolución, los herederos directos del Ayatolá Jomeini, no han hecho más que fortalecerse. Porque la población iraní puso en Rohani y los reformistas la esperanza de un cambio hacia mejor, y lo único a lo que ha llevado el diálogo con Washington es a la re-imposición unilateral de sanciones y una consiguiente crisis económica terrible para los persas.
Aunque Biden haya tardado más de dos meses en prestar atención a la cuestión iraní, es un tema que no puede posponer y con el que ya va a contrarreloj. Y es que más allá de las presiones europeas para recuperar un acuerdo necesario por la riqueza de recursos energéticos iraníes a bajo costo, Irán celebrará el 18 de junio elecciones, y si no se llega a un acuerdo justo entre Teherán y Washington a tiempo, muy seguramente la línea dura de la revolución se impondrá poniendo fin a cualquier opción de diálogo, al tiempo que aumenta la presión antiestadounidense en Irak mediante sus aliados. Y aunque se intente maquillar, será una victoria de los principalistas regalada por los halcones que mueven los hilos de la Casa Blanca.
Con el tiempo avanzando imparable y en contra, en EE.UU. han decidido esta semana sentarse a negociar con Irán, aunque con la soberbia que tanto les caracteriza por delante. Soberbia, porque aun cuando fueron ellos los que rompieron el acuerdo, aun cuando fueron los estadounidenses los que rompieron los compromisos demostrando que su palabra no vale nada, acuden a los diálogos de Viena con condiciones y queriendo pisar el cuello de los iraníes; porque antes de levantar las sanciones (y únicamente las sanciones relacionadas con el acuerdo nuclear, porque planean mantener el resto y posteriores), exigen –que no piden– a Irán que cese el enriquecimiento de uranio. O dicho de otro modo: para siquiera dialogar, Biden y los suyos exigen a toda Irán que se someta, que se deshaga de su principal arma y que acudan a Viena indefensos, vulnerables y sin nada con lo que presionar.
Tanto Irán como Rusia, China, Reino Unido y la Unión Europea (destacando Francia y Alemania) están de acuerdo en que el Plan de Acción Integral Conjunto es la mejor opción para la seguridad, la convivencia y la prosperidad. Pero al otro lado del Atlántico, en Estados Unidos, aunque Biden haya criticado la política de Trump, no está dispuesto a ceder contra su rival chií reconociendo una humillante derrota en la política exterior de su país.
Los diálogos de Viena avanzan a un nuevo nivel, esta vez presencial entre las partes. Pero lo presencial no quita lo improductivo, porque ni EE.UU. ni Irán van a ceder. Pero esta vez son los de la Casa Blanca y el Pentágono los que no pueden permitirse procrastinar, porque todo lo que se alargue el impasse es la oportunidad para los iraníes de enriquecer uranio, producir armas nucleares, dar la victoria electoral a los principalistas y obtener una posición mucho más dominante en las negociaciones y en la región.