2019 fue el punto de inflexión para la población de un Líbano que se dirigía al abismo. Pero la explosión popular de octubre de ese año llegaba demasiado tarde. Casi dos años después, las heridas de un sistema diseñado para ser disfuncional han demostrado ser mucho más profundas de lo que el más pesimista podía llegar a imaginarse.
Parémonos a pensar en un país que sobrevive única y exclusivamente gracias a los subsidios y los préstamos internacionales, además del dinero que introduce la diáspora. Un país en el que la élite política vive de la corrupción derivada del reparto de los subsidios y las ayudas primero entre amigos y chiringuitos y ya lo que sobre entre el resto. Un país donde el banco nacional utiliza el dinero de los ciudadanos para subvencionar que el Estado compre recursos como la gasolina que luego a su vez revende con precios subsidiados. A ello sumemos la nula transparencia política y un caos absoluto por parte del banco nacional, que es incapaz de ofrecer balances de cuentas siquiera al Banco Mundial.
Por si ese contexto no fuese lo suficientemente frágil, con una economía centrada en la banca especulativa, con los vecinos de norte y sur hostiles a la mitad de la población y con el vecino del este en guerra, Estados Unidos impone sanciones a la banca más afín al partido más votado. ¿Añadimos leña al fuego? El otro sector que hace amagos de mantener la economía es el sector servicios: turismo y especulación inmobiliaria. Y bueno, a estas alturas ya todo el mundo conoce las consecuencias de una pandemia global por esa cosa llamada covid-19 y su impacto en la especulación en general y el turismo en concreto. Así está Líbano.
Líbano está en la bancarrota, y ello afecta a todas las estructuras del Estado y la sociedad.
Y todo lo anterior son solo algunos de los problemas que arrastra el Líbano, porque podríamos añadir que la sociedad está fracturada por el sectarismo, que han perdido a la clase media viviendo en la diáspora, que en plena crisis una serie de negligencias acumuladas a lo largo de los años llevaron a que el principal puerto del país, el de Beirut, estallase arrasando también con el silo de grano que garantizaba que al menos habría pan. Un Estado que ha perdido el monopolio de la violencia y que ya es incapaz de garantizar el control de ciudades como Trípoli, la segunda mayor ciudad libanesa y también la más pobre. Porque Líbano está en la bancarrota, y ello afecta a todas las estructuras del Estado y la sociedad.
Y si bien un teórico que no quiere ver la realidad apela al dinero solo es un valor imaginado que se da a algo, el trueque puede servir en algunas comunidades, pero el trueque no funciona con los proveedores internacionales de diésel. Y sin diésel no hay luz, ni siquiera en los hospitales. Ni siquiera para los respiradores tan solicitados durante la pandemia. También aumentan los precios, incluso de algo tan básico y necesario como el pan; que ya se ha encarecido al tiempo que se reduce la ración por bolsa debido al aumento de los costes de producción (una producción que no se sabe por cuando tiempo podrá continuar). Con ello aumentan las colas del hambre, y con ello el mercado negro se vuelve cada vez más fuerte… como si ya no lo fuere, teniendo desde hace años la capacidad de marcar el precio real de la moneda, muy inferior al oficial.
Sin combustible diésel suben los precios, pero también se detienen –cuando no destruyen– los trabajos. La crisis del Líbano es un pescado que se muerde la cola, y no hay nadie con la capacidad ni las ganas de detener estas dinámicas para intentar primero detenerlas y después revertirlas. La del Líbano es una situación tan catastrófica que la pobreza energética es un término que se queda corto, porque lo que realmente hay es una ausencia energética; donde muchos hogares apenas y si acaso alcanzan el par de horas de electricidad al día.
Imitando, pero tarde y mal, a Hezbollah o al Estado sirio, el Gobierno libanés ahora quiere lanzar una tarjeta subsidiaria para –en teoría– las familias más humildes. Sin embargo, todavía es una incógnita cuáles serán los criterios (en un sistema absolutamente corrupto y clientelista) o de dónde saldrá ese dinero. Porque el Banco del Líbano sigue prometiendo lo primero que se les ocurre para evitar la fuga de dólares y el retiro de depósitos, pero todavía no han enfrentado una auditoría de verdad para conocer el dinero real que le queda.
La única certeza es que mañana Líbano estará más cerca de ser oficialmente un Estado fallido.
La crisis económica está agravada por una crisis política, y es que los propios cimientos del sistema están en entredicho. Siguiendo el caso de la catastrófica explosión del puerto de Beirut, el juez Tariq al-Bitar ha pedido que se le levante la inmunidad a parlamentarios como Nohad al-Machnouk, abogados como Youssef Fenianos, miembros del Estado Mayor del Ejército como Tony Saliba e incluso el que fuera director de Inteligencia Abbas Ibrahim.
Si continúa la investigación por esta vía (ya se han quitado de en medio a un juez por tirar demasiado de la cuerda), las autoridades libanesas no podrán negar que están podridos y que sus métodos de usura los enriquecen a costa de la sangre de los ciudadanos. Si se le paran los pies a Tariq al-Bitar, será más patente que nunca que las élites del sistema en el Líbano ni gobernaron, ni gobiernan, ni gobernarán para su población. La única certeza es que mañana Líbano estará más cerca de ser oficialmente un Estado fallido.