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África en pie y el sonido del silencio

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África en pie y el sonido del silencio

África apenas existe en el relato mediático global ni en las tertulias de análisis de sesudos "expertos geopolíticos". Cuando aparece en los medios suele ser a través de imágenes que deshumanizan: guerra, hambre, epidemias, piratas, migrantes, golpes militares… una secuencia de clichés que convierten a un continente entero en un decorado de violencia o de miseria. Un continente que cuando no es criminalizado es directamente infantilizado: un espacio "ayudado" por Occidente, nunca un sujeto político con voz propia. Ese silencio impuesto —esa ausencia sistemática de un continente entero como actor consciente de su destino— es una forma de dominación tan eficaz como la deuda, las bases militares o los acuerdos comerciales. Pero mientras la mirada internacional se concentra en el resto del mundo, África se mueve.

En el Sahel este proceso es ya evidente. La ruptura con Francia, la expulsión de bases militares, la disolución de mecanismos coloniales como el franco CFA y la formación de nuevas alianzas soberanistas expresan una tendencia profunda: Estados que ya no aceptan seguir siendo meros administradores de una riqueza expoliada.

El caso reciente de Malí es paradigmático. Tras una auditoría masiva del sector minero, el Estado ha recuperado alrededor de 1.200 millones de dólares en impuestos y regalías impagos y ha sentado las bases para ingresar cerca de 1.000 millones de dólares adicionales al año solo con las empresas auditadas. No es solo un gesto técnico: es una ruptura histórica. Un proceso de fiscalización a las corporaciones que explotan su subsuelo, porque la soberanía real no se puede disociar del control de la riqueza material.

A esta disputa económica se suma otra, igual de decisiva, en el plano militar. La CEDEAO —organización creada teóricamente para la integración de África Occidental— se está transformando, casi sin debate público, en una alianza armada con capacidad de intervenir en los países miembros. El despliegue de tropas nigerianas, ghanesas y marfileñas en Benín, tras un intento de golpe de Estado de eficacia más que dudosa, sienta un precedente gravísimo: un mecanismo regional que opera como policía interna, no para defender a los pueblos, sino para garantizar una "estabilidad" definida por los gobiernos más alineados con Occidente.

Este giro militar no puede leerse de forma aislada. Coincide con el acercamiento de Nigeria al bloque BRICS y con las amenazas explícitas de Donald Trump contra ese país. El mensaje es transparente: el margen de maniobra para los Estados africanos que buscan alternativas reales se estrecha en cuanto dan un paso hacia la multipolaridad. No es casual que la intervención en Benín se autorizara en tiempo récord, ni que no existiera una reacción comparable ante otros episodios recientes de "inestabilidad" en la región.

La construcción mediática de "modelos" y "estabilidades" forma parte del mismo dispositivo de control. Somalilandia es un ejemplo perfecto: presentada como una isla de paz y democracia en el Cuerno de África, pocas veces se recuerda que se trata de una secesión no reconocida internacionalmente, atravesada por conflictos internos y sostenida por intereses externos. Su valor es geoestratégico y solo necesitamos mirar un mapa: el control del Golfo de Adén, una de las arterias del comercio mundial. Pero mientras este territorio es exhibido como "caso de éxito", los somalíes que huyen del país son perseguidos, criminalizados o utilizados como chivo expiatorio político en EE.UU. o Europa. La contradicción es obscena: quienes han contribuido a destruir un país luego convierten a sus víctimas en amenaza. El territorio se usa; la población se desecha. Esa es la lógica neocolonial en su forma más descarnada.

En el sur del continente emerge otro movimiento de fondo. Sudáfrica, como potencia del BRICS, se ha convertido en un actor diplomático global, como demostró al denunciar a Israel por genocidio ante la Corte Internacional de Justicia, rompiendo el consenso de silencio occidental. En esa misma línea, una delegación de países africanos intentó mediar en la guerra de Ucrania, evidenciando que África ya no quiere ser solo escenario de conflictos, sino también interlocutora en los grandes asuntos globales.

El sistema internacional, tal como lo conocemos, se ha sostenido durante siglos sobre una premisa nunca dicha en voz alta: que el continente permanezca en una posición subordinada.

Recordemos que muchos —sobre todo en Occidente— acusaron a esta delegación africana de no tener autoridad moral ni política para ejercer de mediadora porque "no había resuelto sus propios problemas internos". La paradoja es evidente: esa exigencia no se dirige jamás a EE.UU., a la OTAN o a la Unión Europea, pese a su historial de devastación en Irak, Libia, Afganistán, Yugoslavia o Siria, por poner algunos ejemplos, y pese a sus propias crisis internas —polarización extrema, ascenso de la ultraderecha, erosión de derechos civiles y sociales— que ponen en cuestión su propia capacidad de "dar lecciones". 

Si el excepcionalismo estadounidense se arroga el derecho a intervenir donde quiera, aquí emerge otra forma de excepcionalismo: se le niega a África el derecho a ser un actor autónomo en las relaciones internacionales, sea tanto para tejer alianzas que consideren convenientes, como para mediar en conflictos internacionales.

Este es el paisaje que se intenta ocultar bajo el ruido y, paradójicamente, también bajo el silencio. África está en disputa y en movimiento. ¿Qué ocurre cuando el continente más poblado del siglo XXI empieza a actuar como sujeto político y no como territorio administrado desde fuera? ¿Qué ocurre cuando Malí revisa contratos mineros, cuando Nigeria se acerca a los BRICS, cuando el Sahel expulsa bases militares, cuando países enteros reclaman soberanía sobre sus recursos naturales? ¿Qué ocurre cuando la juventud africana —la mayor cohorte demográfica del planeta— comienza a reorganizarse en clave política?

La respuesta es sencilla: cuando África se mueve, cambia el equilibrio mundial. El sistema internacional, tal como lo conocemos, se ha sostenido durante siglos sobre una premisa nunca dicha en voz alta: que el continente permanezca en una posición subordinada. No por casualidad, cada vez que un liderazgo africano ha intentado convertir la independencia formal en soberanía real, la reacción ha sido implacable. Patrice Lumumba, Kwame Nkrumah, Amílcar Cabral, Thomas Sankara, y finalmente, el caso más reciente, Gadafi, lo atestiguan.

Pero ese tiempo se está agotando. El sonido del silencio empieza a romperse. Y quienes lo escuchan con atención saben que la historia —la verdadera historia, no la que se narra desde los centros de poder— ya ha comenzado a moverse en el continente más poblado, más joven y con más recursos naturales del planeta.

Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de RT.

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