Derroche. Lujos. Habitación de jeque árabe. Objetos valiosos. Despilfarro. Opulencia deleznable. Palacete.
La pormenorizada descripción de la Casa Grande del Pueblo, donde funcionaban varios ministerios, y de la suite presidencial que ocupaba Evo Morales antes del golpe de Estado en Bolivia, es para indignar a cualquiera.
El problema es que, al ver las imágenes, la ostentación no aparece por ningún lado.
El tour que encabezó Roxana Lizárraga, ministra de Comunicación del autoproclamado nuevo gobierno de Bolivia, revivió los prejuicios, el desprecio y el desdén que despiertan líderes progresistas porque ciertas clases sociales consideran que las comodidades, el confort mínimo, no son para todos. Mucho menos para un presidente indígena. Los medios de comunicación tradicionales ayudan a construir esa narrativa. A alimentar la "indignacionitis" y, sobre todo, el odio de clase.
Eso logró Lizárraga durante el recorrido al que convocó a periodistas, con cámaras incluidas, y en el que no escatimó adjetivos contra el supuesto pero inexistente estilo de vida fastuoso de Morales.
Los videos y las fotografías muestran un salón de reuniones con una mesa al centro, una decena de sillas y una pintura con retratos de líderes mundiales. Una sala y un comedor con sillones blancos, a tono, una alfombra al centro y cuadros de héroes indígenas. Un despacho presidencial austero, con un pequeño escritorio y muebles que podrían estar en cualquier otra oficina común. En el baño hay un pequeño jacuzzi.
Por ningún lado hay amplias y mullidas alfombras, ni lámparas colgantes de cristal, ni obras de arte clásico en las paredes o grandes esculturas en las mesas, ni muebles de estilos barrocos, ni vajillas, picaportes o acabados en oro.
Lo mismo ocurre en la habitación que ocupaba Morales, en la que no aparece un solo símbolo de lujo. Más bien, todo lo contrario. Apenas si hay una cama king size con una cabecera con diseño indígena, al igual que un taburete, más dos mesas de noche a los costados.
Lizárraga no explicó en dónde estaba el derroche que denunciaba. Alrededor del mundo, la prensa opositora a Morales, la misma que se niega a reconocer que hubo un golpe de Estado, tampoco se lo cuestionó y se limitó a reproducir las acusaciones como si el ex presidente hubiera vivido al estilo de Imelda Marcos, la ex primera dama cuyos más de tres mil pares de zapatos se convirtieron en un símbolo de su obscena riqueza producto de la corrupción. O como si pudiera asemejarse al clan Kadafi con sus colecciones de autos deportivos, cuentas millonarias en Suiza, yates y fiestas pantagruélicas.
Es la misma prensa que celebra y exhibe la riqueza de reyes europeos o de celebridades que posan en portadas de revistas del corazón para mostrar, sin pudor alguno, sus mansiones y su exclusivo estilo de vida. Porque ellos sí tienen derecho. En un abordaje de doble vara, en unos se crítica lo que en otros se admira, aunque la riqueza de líderes progresistas no se acerque siquiera a la de muchos de sus rivales o detractores.
En Argentina ya pasó con la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner. Cuando los medios tradicionales que la habían apoyado en sus inicios mutaron en prensa opositora, la lupa se posó en su ropa, joya y accesorios. Fueron innumerables las notas en las que se criticaba que usara zapatos y bolsos de caras marcas europeas. Uno de los cuestionamientos más inexplicables era que se hospedara en hoteles cinco estrellas cuando realizaba giras oficiales. No decían en dónde les parecía que debería dormir una jefa de Estado.
El "periodismo hotelero", como lo bautizó un comunicador local, terminó cuando el derechista y millonario empresario Mauricio Macri llegó al poder. Fueron escasas las notas, y nulas las críticas, sobre dónde se hospedaba el mandatario durante sus viajes al exterior. Ni hablar de la primera dama, Juliana Awada. La prensa argentina más influyente alabó siempre sus bolsas, ropa o zapatos de marca. Aplaudieron su "estilo", "glamour", "clase", "elegancia" y "distinción". Porque, claro, el presidente y su esposa sí tienen derecho a hoteles y ropa de lujo. Su antecesora, no. Para ella, los calificativos, de mínima, eran "frívola" y "vulgar".
La obsesión contra Fernández de Kirchner llegó a tal punto que, en 2008, la entonces prensa opositora (que con Macri se convirtió en prensa oficialista) reprodujo profusamente un artículo del Corriere della Sera que aseguraba que había salido de compras por Roma para adquirir toallas de algodón egipcio de seis mil euros y sábanas de mil euros. Además, había comprado alhajas en una exclusiva joyería en la que el precio de relojes, pendientes y pulseras oscila entre 10 mil y 50 mil euros.
Era mentira. Por eso, la ex presidenta le ganó al diario italiano una demanda por difamación en 2013.
Ahora que el peronista Alberto Fernández ganó la presidencia, los ojos de parte de la prensa han comenzado a posarse en su novia, la periodista Fabiola Yáñez. Ya padeció acoso en redes sociales por usar una bolsa de marca de lujo. Después se especuló con que sólo era una imitación. Es apenas el inicio del escrutinio que le espera, ya que no pertenece a la clase social que se cree merecedora única de consumir y disfrutar determinados bienes y servicios.
Uno de los argumentos más reiterados es que, al comprar artículos de marcas exclusivas, o incluso Iphones, que se fabrican en el extranjero, los progresistas contradicen su lema de luchar a favor de los pobres y defender la industria nacional, a pesar de que, en realidad, una cosa no tiene que ver con la otra.
En el caso de Bolivia, la autoproclamada presidenta Jeanine Áñez ya tiene un largo historial de racismo, clasismo y discriminación. Un claro ejemplo fue un tuit en el que posteó una foto de un grupo de indígenas con trajes tradicionales. "Originarios??? Miren", escribió en tono de denuncia al subrayar con un círculo verde los botines y jeans que vestían.
En su concepción del mundo, queda claro, los indígenas "de verdad" ni siquiera deberían usar zapatos.