La pandemia le sirvió de pretexto a la derecha internacional para denunciar, con discursos y acciones coordinadas, supuestas "amenazas a las libertades individuales", pero solamente por parte de los gobiernos que no les gustan.
Por eso salen a protestar para quejarse del aislamiento, asegurar que el virus no existe y que las vacunas no sirven (y ya que están, reiterar su rechazo a la legalización del aborto), delatar inexistentes dictaduras, exigir la renuncia de presidentes, preocuparse más por la economía que por las vidas humanas y comparar las cuarentenas con el nazismo, como si fuera lo mismo cuidar la salud pública que cometer un genocidio.
Acusan, también, una conspiración internacional en la que participan los empresarios multimillonarios George Soros y Bill Gates, y el gobierno chino, para dominar al mundo a través de la tecnología 5G, enfermar a la población, obligarla a estar encerrada e implantar el comunismo. Dios nos proteja, dicen, porque "la libertad está en peligro" y "vamos a ser Venezuela".
Hasta hace unos años, argumentos de este tipo podrían provocar risa. Sonaban absurdos. Pero el crecimiento de los movimientos terraplanistas y antivacunas (suelen ser los mismos) y, sobre todo, la llegada de Donald Trump y de Jair Bolsonaro a las presidencias de Estados Unidos y Brasil, demostraron el peligro y el poder de penetración que tienen los discursos radicalizados de políticos que apelan a todo tipo de violencias.
Es tanta la confusión de sentido, que estos grupos se victimizan ante las críticas y dicen defender su libertad de expresión. Se equivocan. Este derecho también tiene sus límites. Ser xenófobo, discriminador, machista y racista no es "pensar diferente", ese lugar común naive propagado por la derecha en los últimos años y que, en realidad, implica promover delitos.
Las protestas no son aisladas. La coordinación quedó en evidencia en la simultaneidad de las marchas que hubo durante el fin de semana en México, Argentina e Italia, similares a las que ya ha habido en España. En todos los casos, los manifestantes reclamaron el nada democrático fin de los gobiernos por la manera en que han manejado la crisis por la pandemia; compararon la cuarentena con arrestos domiciliarios y alertaron sobre "la amenaza comunista", que para ellos representan Andrés Manuel López Obrador, Alberto Fernández, Giuseppe Conte y Pedro Sánchez.
En Estados Unidos y en Brasil también han marchado, pero para apoyar a Trump y Bolsonaro, emblemas de los populismos de derecha en América, los mismos que desestimaron la gravedad del coronavirus, que atacaron a la ciencia y que ahora acumulan el mayor número de muertos y contagios. Los que tanto defienden a un capitalismo en el que el predominio de los intereses económicos y la concentración de riquezas en unas pocas manos generó una desigualdad endémica que impactó de manera negativa en la salud de las personas, como lo demostró la pandemia. Si quieren seguir presumiendo el "éxito" capitalista, bien podrían preguntarles hoy a las comunidades negras de ambos países. Tienen mucho para decir.
En México, la protesta que se realizó en decenas de ciudades tuvo un toque clasista acorde con la inequidad social que hay en el país. Los inconformes organizaron caravanas en autos y en muchos casos presumieron su sentido de superioridad por su riqueza. "Socialista" y "abortero", definió una pancarta a López Obrador. "Ojalá", respondieron feministas en redes sociales, ya que el presidente ni siquiera apoya el debate sobre la interrupción legal del embarazo.
Antes, un periodista ya había preguntado en Twitter si los ciudadanos respaldarían un golpe de Estado en caso de que notaran que México "se acerca" al comunismo. De las casi 45.000 personas que votaron, más de la mitad avaló la propuesta. Son los mismos que luego califican al presidente de "antidemocrático". Y eso que López Obrador se negó a imponer la cuarentena obligatoria y a que desafía de manera constante las recomendaciones de su subsecretario de Salud y vocero de la crisis, Hugo López-Gatell.
En Argentina se pusieron creativos. Mientras unos opositores marcharon al Obelisco, otros publicaron una carta en la que denunciaron que el país padece hoy una "infectadura". La líder opositora Patricia Bullrich ya había comparado a un prestigioso infectólogo con un "terrorista", sólo porque alertó sobre los riesgos de terminar con la cuarentena. "Fascismo" es una de sus palabras favoritas para referirse al gobierno de Fernández, a pesar de que se acerca más a la actuación que ella tuvo cuando fue ministra de Seguridad de Mauricio Macri y defendió violentas represiones y hasta persiguió penalmente a tuiteros que criticaban o bromeaban sobre el pasado gobierno.
La distorsión de la Historia ha sido una constante. La derecha argentina revivió sin sentido alguno términos de la Guerra Fría y, además de advertir que se venía el comunismo y que el país iba a ser Venezuela (como si esto fuera posible), alertó sobre la llegada de médicos cubanos que, según ellos, en realidad son espías. El aislamiento de un barrio pobre les sirvió para compararlo con el Gueto de Varsovia. Se les olvidó el pequeño detalle de que la cuarentena evita muertes. Y, sin respeto alguno por las víctimas de Holocausto, de manera recurrente frivolizan los crímenes del nazismo al equipararlo con el gobierno de Fernández, que (parece rídiculo tener que explicarlo) fue democráticamente electo y, además, ha logrado uno de los menores niveles de muertes y contagios por coronavirus en la región.
A pesar de que sus políticas en torno a la pandemia y sus personalidades son diferentes, López Obrador y Alberto Fernández todavía gozan de altos niveles de popularidad. El presidente argentino, además, cuenta con la ventaja de tener el apoyo de gran parte de la oposición, algo impensable en la era pre pandemia debido a la polarización que predomina en el país. La "dictadura" que denuncian los sectores más radicalizados no se sostiene por ningún lado.
Las críticas a los gobiernos son necesarias. La existencia de oposiciones sólidas y serias garantiza la democracia. Pero en México y en Argentina la derecha construye un relato confuso y marcado por un desprecio y rencor que antecede al coronavirus. No importa que las estrategias de López Obrador y Fernández en torno a la pandemia sean tan opuestas. Para sus opositores extremos, de cualquier manera hubieran estado mal solamente porque ambos representan a gobiernos progresistas.
La presencia en las calles de estos grupos todavía es minoritaria, pero también es una advertencia de que los discursos de odio están al acecho. Y de que sus representantes algún día pueden ganar elecciones.