Campañas electorales, de instrumento a fetiche
Una de las cosas que más divertidas encuentro de los debates electorales es su posterior análisis. Los tertulianos, que ya tienen una marca personal reconocible por la audiencia, comentan con esmero los aspectos más positivos para las opciones con las que simpatizan e incluso, siguiendo el libro El director de David Jiménez, para las que han sido colocados en los platós, en ese baile tan perturbador entre medios, poderes económicos e intereses de partido. Pero además, desde hace unos años, también se cuenta con expertos en comunicación que, desde una apariencia de neutralidad, llevan al paroxismo los detalles más nimios.
Desde el debate entre Nixon y Kennedy de 1960 se creó todo un aparato, más literario que técnico, en todo lo que se ha dado en llamar comunicación política. Según se nos contó el aspecto más juvenil de Kennedy, a pesar de que ambos tan sólo se llevaban cuatro años, unido a la intensa sudoración de Nixon y su imagen más antipática y nerviosa, hicieron que los norteamericanos prefirieran al demócrata. Lo cierto es que aquel debate, que introdujo la televisión como elemento esencial, fue mucho más seguido por radio que por imagen, ya que en la época era el medio que primaba en Estados Unidos.
Parece que la comunicación política es una técnica que importa, que tiene sus reglas, sus maneras, una teoría que puede indicarnos tendencias que se han repetido a lo largo de los años. Parece, también, que como disciplina se ha elevado a un punto donde se ha hecho fetiche, considerando a los votantes poco más que ganado susceptible de ser manejado con prestidigitación, y al mensaje ideológico una carga superflua que es mejor esconder bajo el brillo no ya de la retórica, sino de los elementos más peregrinos. No, el color de una corbata no decide unas elecciones.
De hecho, aunque la afirmación es una de esas verdades totales que los columnistas hacemos con toda alegría, estoy por asegurar que la comunicación política ha arruinado más campañas de las que ha favorecido, sobre todo en la izquierda. La razón es sencilla: los técnicos que se ocupan de ella, incluso creyendo compartir ideas progresistas, suelen entender la política como un producto que se vende más que como la actividad común de organización de la sociedad (véase la columna en este mismo medio de la pasada semana).
El problema no es considerar necesario un cierto gusto estético para hacer del mensaje algo más atractivo, sino entender que esa estética –desde lo visual hasta la forma del discurso– no tiene sentido si las ideas son supeditadas frente a un supuesto sentido común. La ideas compartidas por el grueso de la sociedad, el sentido común, son el producto de muchas variables, pero sobre todo son el resultado de las ideas dominantes, y en el caso de la política suelen ser conservadoras como lo son la gran mayoría de sistemas bajo el capitalismo. Hay que respetarlas para no parecer un elefante en un cacharrería, pero hay que confrontarlas para no acabar dándoles sentido de naturaleza insustituible.
En los debates electorales de 2015 se afirmó que Pablo Iglesias perdió credibilidad delante de los votantes por prescindir de la americana. Si su partido, Podemos, hubiera alcanzado la victoria, los mismos expertos en comunicación que hablaban de la ausencia de aquella chaqueta como elemento negativo, hubieran alabado el gesto hablando de frescura, juventud y dinamismo. Puede que, quizás, el problema de Iglesias en aquel debate fue que se mostró cauto y centrado, decepcionando a más gente esperanzada en el cambio por no asustar a aquellos que nunca le habrían votado.
Lo esencial es entender que la política ha variado de utilizar los elementos estéticos para comunicar ideas a que esas imágenes y discursos acaben siendo una idea en sí misma, una no neutra, un producto puramente neoliberal. Pero no siempre fue así. En las primeras citas electorales españolas se dieron ejemplos de excelentes campañas que aunaban forma y fondo, como por ejemplo las de los carteles para el PSOE del ilustrador José Ramón Sánchez, en 1977, o la del del PSUC, "Mis manos, mi capital" en el mismo año.
Por supuesto que la campaña de Adolfo Suárez en la UCD fue técnicamente impecable, utilizando una imagen del candidato que pretendía emular a la de Kennedy y produciendo mercadotecnia, desde llaveros a mecheros, con el logo de su partido, algo inédito en la joven democracia española. La diferencia es que Suárez necesitaba, posiblemente, constituirse como producto para tapar su pasado franquista y dar una imagen de modernidad que no correspondiera del todo con sus presupuestos ideológicos. Lo extraño es que la izquierda haya acabado optando más por la línea de la publicidad pura que de la técnica aplicada para mejor comprensión de sus ideas.
Desde la propaganda bolchevique de principios de siglo XX, ejemplo de vanguardia artística y efectividad en la transmisión del mensaje, hasta el cartel del "Hope" de Obama, lo que media no son cien años de diferencia, sino que las primeras lo que pretendían era utilizar la estética más avanzada para defender de forma abierta unas ideas, mientras que la segunda descontextualizaba un tipo de técnica artística para transformar a un candidato en una imagen icónica en sí misma. No en vano su autor, Shepard Fairey, era conocido precisamente por los pastiches de ilustraciones revolucionarias soviéticas, vietnamitas y de los Panteras Negras.
Y este mecanismo es el que triunfa, ya prácticamente sin oposición, en estas elecciones generales en España, a excepción de uno de los grandes partidos.
En el PSOE nos encontramos con una foto de Pedro Sánchez que parece sacada de una portada de Esquire, donde el rostro del candidato, naturalmente atractivo, más el eslogan "Haz que pase" parece situarnos ante la portada de un disco de boleros románticos o un anuncio de una red de contactos e infidelidades. Siendo justos, si contáramos con los mismos elementos pero la candidata hubiera sido una mujer, este comentario hubiera sido tachado de machista y cosificador. Quizá, lo que vale y debe valer para la vida de muchas mujeres anónimas, deba ser tratado con otra óptica si su profesión es la política donde, de forma voluntaria, se utiliza ya el atractivo físico como si estuviéramos ante un anuncio de los ochenta donde la mujer sexualizada era reclamo sin mayor sonrojo.
En el Partido Popular han transformado su logo para incluir en su gaviota esquemática la bandera española, perdiendo el ave esbeltez y transformándose en una especie de globo que utilizan los payasos en los cumpleaños. Junto a su lema, "Valor seguro", encontramos el símbolo de la almohadilla, como junto al del PSOE una barra inclinada con un corazón. Debe ser que todo lo que suene a mensajería instantánea se pretende modernidad y juventud. Por último Pablo Casado, traje azul, tras letras azules y fondo azul, nos recuerda más un anuncio de un comercial inmobiliario que vende una promoción en la costa –campo de golf incluido– que al líder de la oposición. Quizá aquí, sin quererlo, los conservadores han unido forma y fondo. Quizá sus votantes aprecian el valor del ladrillo como destino a sus ahorros.
Ciudadanos, el partido de diseño que en muy pocos años ha pasado de definirse como socialdemócrata a compartir manifestaciones y gobierno con la ultraderecha, recuerda poderosamente a la "Hipoteca Naranja", un conocido producto de una entidad bancaria. Su candidato, Albert Rivera, ya ha aparecido disfrazado de motorista y ha dado un mitin mediante un holograma. Aunque para ser exactos la técnica ya fue utilizada por el izquierdista francés Mélenchon, es inevitable pensar que no hay nada mejor que una fantasmagoría tecnológica para definir a un admirador de la economía californiana, asimilable español de los Macron o Trudeau. Un detalle: que Inés Arrimadas le acompañe en bastantes imágenes promocionales nos da una pista de quién puede ser la próxima líder de Ciudadanos si Rivera no hace caso al editorial del The Economist que le recomendaba pactar con el PSOE de Sánchez para la estabilidad (de los negocios) en el país.
De los cuatro grandes partidos nacionales, la coalición izquierdista Unidas Podemos, además de feminizarse mediante la desinencia gramatical, en un gesto al uso de las modas simbólicas del progresismo, ha preferido utilizar un fondo de manifestantes anónimos sobre el que se inscribe el lema "La historia la escribes tú". Curiosamente, en una tertulia, su candidato Pablo Iglesias comentó hace unos años una campaña en la que los izquierdistas alemanes de Die Linke también se saltaron la costumbre de mostrar a los candidatos, para expresar que, aunque atractiva y honrada, en política hay reglas comunicativas que no pueden soslayarse. Veremos si el cambio de parecer le depara más alegrías que decepciones.
En todo caso, aquellas imágenes de la política española con los candidatos repartiendo paellas en platitos de plástico, besando a bebés que lloraban desconsolados o ataviados con trajes regionales como si fueran las reinas de la fiesta de tal localidad, parece que han pasado a la historia. A mí en una ocasión el alcalde de mi localidad me regaló un puro que llevaba en el bolsillo de su americana. Voté a otro partido.
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