"No estamos modificando el mundo real para ajustarlo al ideal. Nos contentamos con modificar el ideal, lo cual es mucho más fácil". (G.K. Chesterton).
El 21 de noviembre de 2018 aparece publicada en la revista Estudios de política exterior una entrevista a Aleksandr Duguin realizada por Clara Ramas y Jorge Tamames. El intelectual ruso despierta una enorme curiosidad en muchos países de Europa occidental por sus posiciones que pretenden superar las ideologías de la modernidad, es decir, liberalismo, comunismo y fascismo, así como por su supuesta influencia en el Kremlin. Ramas y Tamames son a su vez dos jóvenes intelectuales españoles con currículo en prestigiosas universidades europeas y próximos el errejonismo que intervienen habitualmente en el debate público.
En la entradilla de la entrevista se explica que "Duguin es uno de los teóricos de relaciones internacionales más controvertidos del planeta", así como que "Duguin ha visitado Madrid a mediados de noviembre para hablar en un acto convocado por organizaciones de extrema derecha". La conversación, pese a su gran interés, pasa desapercibida fuera de los círculos políticos y académicos. Nadie cuestiona que dos intelectuales progresistas entrevisten a una figura que, más allá de sus posiciones, parece ser reclamada por la ultraderecha. El interés por desentrañar una situación mundial donde los ejes ideológicos son cada vez más difíciles de situar parece primar sobre la precaución de dar voz a alguien opuesto a sus posiciones.
Este pasado 29 de junio, el periodista Esteban Hernández publicaba en El Confidencial una entrevista a Diego Fusaro, un intelectual italiano tan controvertido como el propio Duguin. En la entradilla de la entrevista se advierte al lector de que Fusaro es una de la voces "más polémicas de Italia, ya que ocupa una posición ideológica que aúna posiciones conservadoras y de izquierda". También que "eso le ha llevado a sostener posiciones con las que muchos salvinistas no están en desacuerdo" y que en "no pocas ocasiones ha sido tildado de rojo y de fascista". Se hace notar también que Fusaro ha sido publicado en España por editoriales de izquierda y de derecha como Fides, casa que comparte con Duguin.
A Esteban Hernández, a diferencia de Ramas y Tamames, le han llovido todo tipo de críticas acusándole, como él mismo anticipaba en la entradilla a la entrevista, de blanquear el fascismo. La principal ha sido la de no contextualizar suficiente al entrevistado, al parecer "ocultando" –la palabra se repetía y no casualmente– sus vinculaciones con los ultras. Las invectivas han llegado de una parte sustancial del progresismo, con líderes como Garzón entrando en la polémica, con su particular estilo de tirar la piedra y esconder la mano, primero exonerando a Hernández para luego hablar de la existencia de una "izquierda teenager", mediocre intelectualmente y que ejerce de "mosca cojonera", para acabar tildándola de obrerista, opuesta al feminismo e incapaz de analizar los nuevos contextos.
Paradójicamente, además de periodistas y activistas de distinto pelaje, quien más ímpetu ha puesto en criticar a Hernández han sido intelectuales errejonistas como Jorge Lago y Germán Cano, coincidiendo con Garzón en hablar de "viejos dinosaurios de la izquierda" que flirtean con el neofascismo. Se diría que se querían cobrar pieza de Manolo Monereo, histórico dirigente de la izquierda española, la pasada legislatura diputado de Podemos, que expresó su interés por la entrevista y el pensamiento de Fusaro y, más allá, protagonizó junto a Julio Anguita y Héctor Illueca una polémica de similares características el pasado verano.
Al margen de lecturas interesadas, comparando las entradillas de ambas entrevistas, nada con lo que se acuse a Hernández puede salvar a Ramas y Tamames, y nada de lo que deje exentos de crítica a los intelectuales puede dejar en la cuneta al periodista. Entonces, ¿por qué tal polémica, tal campaña de desprestigio lanzada por el progresismo, que ha recordado a la vivida por TVE antes de la entrevista al líder independentista vasco Otegi, lanzada por la derecha?
En primer lugar, y esto es algo que se puede escribir cuando no se está implicado directamente en el asunto, el jaleo contra Hernández hay que leerlo desde la búsqueda de méritos para lograr ascensos políticos, las envidias profesionales mal curadas y las simples rencillas llevadas a lo personal por el carácter incisivo de los artículos del periodista. La jauría, una vez que echa a andar, no entiende de ideología, tan sólo de llenarse el buche con el festín. Pero hay algo más, evidentemente.
Todo la polémica que ha rodeado la entrevista a Fusaro ha tenido un denominador común: nadie ha comentado una línea de la conversación en sí misma. La excusa esta vez era que no se podía obligar al progresismo a considerar las ideas de un ultra. Es tan cierto que Fusaro mantiene relaciones con la extrema derecha italiana como que ninguna de las ideas que aparecían en la entrevista podrían ser calificadas de tal forma, ni siquiera algunas de conservadoras. Y aquí viene la primera almendra de todo el asunto.
El asunto no es que determinada ultraderecha defienda ideas que puedan ser interpretadas de izquierdistas, sino que existe esa posibilidad desde el mismo momento en que la izquierda abandonó esas ideas. Lo preocupante es que no se establezca una discusión diáfana por ver qué elementos han sido usurpados y utilizados como coartada social por parte de los ultras, sino que directamente se tache con alguna etiqueta punitiva a quien haga crónica del fenómeno. Eso llamado "rojipardismo" no es ni siquiera una vulgarización descriptiva como puede serlo el término "izquierda posmoderna", es la incapacidad de asumir que alguien te está robando la cartera y la cerrazón de que el camino emprendido por el progresismo tras 1991 nos ha conducido a una situación donde quien se denomina fuerza del cambio carece de horizontes, evita el conflicto y abjura del orgullo.
Mientras que la ultraderecha da soluciones mezquinas a problemas reales, el progresismo se dedica o a ignorar esos problemas o a celebrar determinadas conquistas neoliberales como si fueran propias. Mientras que la ultraderecha proporciona certezas construyendo guaridas excluyentes, el progresismo se dedica a atomizar identitariamente poniendo a competir a sujetos políticos complementarios. Mientras que la ultraderecha utiliza una épica rebelde y un lenguaje anti-élites, el progresismo intenta vestir los trajes de la moderación y la respetabilidad. Mientras que los ultras mancillan los derechos humanos cuando les viene en gana, el progresismo reniega de las ideas universales y aboga por el relativismo cultural.
Por suerte, en España, la ultraderecha representada en Vox carece de algunos de estos atributos, dedicándose casi en exclusiva a la cuestión nacional, la inmigración y las guerras culturales contra el feminismo y el colectivo LGTB. Lo cual no implica que, aún así, sin haber hecho uso de una estética rebelde y un programa con pinceladas sociales, hayan obtenido porcentajes de en torno al 10% en zonas de clase trabajadora en estas últimas elecciones generales. La clase trabajadora no ha votado mayoritariamente, ni en España ni en otros países de Europa, a la ultraderecha. Pero su abstencionismo es notorio, como si estuvieran en el impás del descontento. Otro porcentaje creciente, unido a capas medias incapaces de explicar por qué el sistema capitalista les traiciona, se identifica de forma profunda con un mensaje que culpa a las minorías y a los burócratas de la UE de sus problemas. Más que desposeídos por la globalización, estupefactos con la misma.
El progresismo mientras aduce que los malos resultados electorales se deben al miedo del hombre cis-hetero-blanco a los avances en derechos civiles. Sus intelectuales no explican por qué la ultraderecha confía en atraer cada vez más voto femenino o por qué el colectivo LGTB ha sido el que mayor apoyo porcentual ha dado al Frente Nacional francés en las pasadas elecciones. Tampoco por qué en España la izquierda ha perdido entre diez y quince puntos en las últimas dos décadas, haciendo imposibles gobiernos estables que antes eran habituales. Sirva como dato que en las elecciones municipales, Izquierda Unida obtuvo en 1995 un 11,68% de apoyo, 3493 concejales y más de dos millones y medio de votos, cuando en 2019 sumando los votos de la propia IU, Podemos, Equo y Más Madrid, los votantes eran ciento cuarenta mil menos, el apoyo bajaba al 10,76% y los concejales a 2582. Mientras la clase media aspiracional y los partidos que la representan, como Ciudadanos, parecían llevarse esos porcentajes perdidos.
Y no lo explican porque eso sería admitir que el progresismo, desde los partidos hasta los activistas, desde los intelectuales hasta su masa social, no sabe qué hacer, cómo enfrentarse a los resultados de la crisis. Vivimos un tiempo donde nos creemos que apelando a la diversidad desaparecerán todos nuestros problemas, que el todo es simplemente la suma de las partes, que la acción política consiste en narrativas pizpiretas. Y no. Atomizar no es una buena idea, sobre todo cuando el resultante es incapaz de encontrar o recordar las complicidades que le unen. Pensar que el todo es la suma de las partes no es una buena idea, sobre todo cuando las partes compiten por su representación en mil pequeñas luchas fratricidas. Pensar que el discurso lo es todo, cayendo en el solipsismo de la lucha cultural no es una buena idea, sobre todo cuando se ha olvidado cómo influir y ordenar en los poderes financieros. Lo peor de todo esto, es que en la época de las primarias y la participación todos estos caminos y decisiones se toman sin tener en cuenta la estupefacción de militantes, simpatizantes y ciudadanos que no comprenden quién ha decidido seguir dándose de cabezazos contra un muro tan colorista.
Si volvemos contra los progresistas los argumentos empleados por ellos mismos, se diría que hay algunos, especialmente tozudos en su ensoñación socioliberal, que están muy satisfechos con que la ultraderecha se haya apropiado de algunas ideas antaño patrimonio de la izquierda. Alguien, podríamos pensar, les ha hecho el trabajo para no tener que tratar nunca más con ese concepto tan problemático e incómodo llamado lucha de clases. Para evitar tener que hablar de la familia, esa construcción inquebrantable ante la acracia financiera. Para no tener que explicarnos por qué si somos cada vez más desiguales parece que sólo nos importa ser ya diferentes. Para poder evitar tratar cuál es el papel del Estado en un contexto donde sólo se concibe para la represión y repartir las pérdidas de los banqueros. Para soslayar que sin soberanía es imposible llevar a cabo cualquier política, por muy inclusiva y transversal que pretenda ser. Para no tener que tratar por qué en España apenas se habla de la iniciativa china de La franja y la ruta o por qué Rusia es visto como un enemigo potencial cuando era uno de nuestros principales clientes en el mercado alimentario.
Se diría que algunos progresistas, antes que reconocer el descrédito de sus propuestas tras los treinta años más ruinosos en términos de victorias políticas y pérdida de derechos, son capaces de asimilar al fascismo a cualquiera que se atreva a contradecirles desde la izquierda.
Alguien, de forma maledicente, comentaba en una red social que estas polémicas son artificiales y que estaban provocadas por algunos periodistas e intelectuales para "vender libros". Es cierto que la mayoría de la gente no está para estas cosas, pero simplemente porque ya ha elegido. Hoy el descreimiento. Mañana quién sabe.